(Universitat de Vàlencia)
Existe cierto consenso entre los historiadores a la hora de señalar que don Eugenio de Aviraneta e Ibargoyen fue, si no el conspirador más importante de la España de la primera mitad del siglo XIX, sí, al menos, uno de los más sobresalientes. Como ha señalado Anna M. García Rovira, fue «un hombre dotado de una capacidad excepcional para la intriga» que, a base de cultivar sus habilidades, «convirtió política y conspiración en sinónimos». A pesar de haber estado presente en todos –o casi todos– los episodios más destacados de esas primeras décadas del liberalismo español, «ni en vida ni después de muerto su nombre ha figurado en el panteón de liberales ilustres, y ni siquiera se le reconoce un papel destacado en la gestación de la modernidad española».
La aparición de Aviraneta como personaje de la historia de España tiene lugar en los años diez, cuando, aburrido de su tranquila vida como recaudador de rentas en la localidad de Aranda de Duero, decidió explorar nuevos horizontes, más entretenidos, y se enroló en la guerrilla que dirigía Juan Martín el Empecinado, justo en los años previos al pronunciamiento de Rafael de Riego. Tras unos años de relativa paz, durante el llamado Trienio constitucional (1820-1823), emprendió un viaje que le llevó primero a Gibraltar y luego a Tánger, en 1823. De allí se marchó a Alejandría y, posteriormente, a Grecia, donde, siempre según su propia versión, combatió por la libertad del pueblo griego nada menos que junto a lord Byron. Volvió a España en 1825, pero rápidamente se trasladó a Burdeos. De allí viajó a México, donde decidió que, en adelante, su vida iba a consistir en conspirar contra todo y contra todos. En 1927 llegó a Nueva Orleans y, de allí, pasó a La Habana, desde donde embarcó en 1829 para formar parte de la expedición española que Fernando VII decidió lanzar contra México, con muy escasa fortuna.
Cansado de sus aventuras americanas, regresó a la madre patria y, ya en 1833, creó una sociedad secreta conocida como La Isabelina, cuyo objetivo era, naturalmente, el de conspirar, primero contra el gobierno moderado de Cea Bermúdez y, después, contra el ejecutivo conservador de Martínez de la Rosa. El estallido de la Primera Guerra Carlista le pilló en pleno apogeo de su actividad conspiradora, de forma que, durante los años que duró el conflicto, jugó un papel como revelador de secretos e incitador de motines, siempre con el objetivo de enfrentar a los jefes carlistas con sus tropas. Enemigo íntimo de Espartero, quien siempre receló de sus andanzas, pasó los años cuarenta al servicio de María Cristina de Borbón, actuando como una especie de espía o comisionado personal de la ya ex regente, cuya tarea no era otra que la de vigilar a los carlistas o esparteristas exiliados desde Toulouse, donde estableció su cuartel general.
El pequeño Pío escuchó historias rocambolescas sobre este ilustre antepasado suyo, pero, como él mismo confesó, su interés real por el personaje no se plasmó hasta el otoño de 1911, cuando, “no teniendo otra cosa mejor que hacer, comencé mi labor de investigación”
Teniendo en cuenta esta omnipresencia, lo lógico sería pensar que Aviraneta es uno más de esos nombres de españoles ilustres que figuran en los manuales de historia contemporánea de España, pero no es así; o, mejor dicho, no es del todo así. Sabemos muchas cosas, pero las sabemos a medias, por «culpa» del propio personaje. Aunque cueste de creer, teniendo en cuenta la febril actividad que desarrolló, Aviraneta tuvo tiempo libre y lo dedicó, entre otras cosas, a escribir cantidad de textos (libros, memorias manuscritas, artículos para la prensa de la época, folletos, etc.), firmados con su nombre o con un seudónimo reconocible, con el indisimulado objetivo de construir una especie de autobiografía novelada o novelesca, en la que la realidad y la ficción, a menudo, se entremezclan. En este sentido, el autor de su biografía más completa y rigurosa, Pedro Ortiz-Armengol, ya matizó en su momento que, si bien resulta chocante esta labor propagandística en alguien cuya «profesión» aconsejaba, más bien, cautela y silencio, la razón de la grafomanía aviranetiana había que buscarla en el hecho de que «don Eugenio, después de sus tortuosas maquinaciones, no podía soportar las críticas de sus numerosos enemigos, y por ello, sus varios opúsculos vindicativos».
Lo que sucede, y probablemente no tuvo en cuenta, es que el relato de su vida creado por él mismo es tan exagerado e inverosímil que, a veces, provoca el efecto contrario al deseado. Como ha escrito Raquel Sánchez, «de creerle, la historia de la España decimonónica sólo tuvo un protagonista: don Eugenio de Aviraneta e Ibargoyen, el hombre en las sombras, el cerebro gris de los gobiernos, el vencedor de franceses, anticonstitucionalistas y carlistas. De no creerle (lo que han hecho la mayoría de quienes se han acercado a él), estaríamos ante un pobre hombre al que la megalomanía perturbó, ante un espía cesante y aburrido, obsesionado por las intrigas». En definitiva, que en el caso de Aviraneta, a la dificultad intrínseca de conocer la peripecia vital de un conspirador, cuyo éxito radica, precisamente, en poder actuar desde el anonimato, «se suma el hecho de que la misma longevidad y desocupación del biografiado le permitió construir su propio personaje e introducir a posteriori en su autobiografía la coherencia y el orden histórico –lógico y cronológico–, el sentido del continuum propio del relato, del que carecen las vidas mientras son vividas».
Si hacemos caso a Baroja, su curiosidad por la figura de Aviraneta «partió, como en todos los asuntos de que me he ocupado, más que de una lectura previa, de las relaciones familiares e individuales». En el prólogo a la biografía que le dedicó, explicó que varios miembros de su familia trataron personalmente a don Eugenio, que era tío segundo de su madre, Carmen Nessi, y que también frecuentó la casa de su bisabuelo, Antonio María Goñi, y su tía abuela, Cesárea Goñi. Desde muy joven, el pequeño Pío escuchó historias rocambolescas sobre este ilustre antepasado suyo, pero, como él mismo confesó, su interés real por el personaje no se plasmó hasta el otoño de 1911, cuando, «no teniendo otra cosa mejor que hacer, comencé mi labor de investigación». Fue en ese momento cuando Baroja se convirtió en «historiador» para empezar una búsqueda de pistas y datos sobre Aviraneta que le llevó a una serie de archivos, entre ellos la Biblioteca Nacional de España, la Biblioteca del Ayuntamiento de Madrid y varios archivos ministeriales, como el de Clases Pasivas, donde encontró el expediente administrativo del personaje. También husmeó en los almacenes de varios libreros de viejo de Madrid, donde compró algunos de esos folletos autobiográficos, a los que ya he aludido, y consultó a historiadores de la época como Ángel Pirala, quien también le proporcionó datos y hasta un retrato del susodicho que, junto a otros dos que pudo recabar, le sirvieron para hacerse una idea de su fisonomía.
Aunque siempre argumentó que su inclinación hacia Aviraneta nacía de la simple curiosidad, no es difícil intuir que, detrás de la pasión que Baroja mostró por su familiar hubiese razones autobiográficas, relacionadas con la personalidad de nuestro escritor, opuesta, en muchos aspectos, a la de don Eugenio. Desde esta perspectiva, creo que tiene razón Azorín al señalar que, si a Baroja le entusiasmó Aviraneta fue, probablemente, porque encarnaba ese ideal del «hombre de acción» que a él le hubiese gustado ser, pero jamás fue: «Aviraneta se producía exclusivamente en acción y no en pensamiento. Y como Baroja siente el ansia de hacer cosas y se considera inútil para hacerlas, de aquí el fervor con que acogió esa evocación de su misterioso antepasado». En esta misma línea se ha expresado Miguel Sánchez-Ostiz, quien en su biografía del autor de El árbol de la ciencia también coincide en afirmar que la razón por la que Baroja idolatró a Aviraneta fue porque su naturaleza aventurera contrastaba con la suya, más bien sedentaria (al menos en su madurez): «el escritor que se pone a la tarea de recorrer, tras los pasos de un pariente lejano, buena parte de la primera mitad del siglo XIX, es un hombre de cuarenta años, que se siente viejo, claro, que sabe que ya no se va a echar a los caminos ni a cabalgar por los montes, como según él, y el humor que gasta en ese momento, es lo que de verdad le hubiese gustado».
Teniendo en cuenta estas coordenadas, diría que en el origen de las Memorias de un hombre de acción confluyen dos factores fundamentales: la innegable atracción que Baroja siente por el personaje de Eugenio de Aviraneta y, a la vez, el interés que le genera la historia del siglo XIX español. Sobre esto último, son muy ilustrativas las palabras con las que el escritor trataba de explicar a sus lectores de 1931 la complejidad del momento histórico por el atravesaba España en esos años de finales del siglo XVIII y principios del XIX: «Sin preparación, sin cultura, sin medios, cogieron los españoles de entonces el momento más difícil para el país. El edificio legado por los antepasados se cuarteaba, se venía abajo. Era la crisis de la patria, del imperio colonial, y al mismo tiempo del absolutismo, de la Inquisición, de toda la vida antigua».
Aunque siempre argumentó que su inclinación hacia Aviraneta nacía de la simple curiosidad, no es difícil intuir que, detrás de la pasión que Baroja mostró por su familiar hubiese razones autobiográficas, relacionadas con la personalidad de nuestro escritor, opuesta, en muchos aspectos, a la de don Eugenio
Con respecto al protagonista de este ciclo de veintidós novelas, lo cierto es que, si se analiza el contenido de la obra, se aprecia que, en realidad, lo que hace Baroja con Aviraneta es usarlo como un hilo conductor para, a través de su ejemplo, conocer aquel mundo de liberales, guerrilleros y conspiradores que tanto le fascinaba. Como dice José Lasaga, Aviraneta fue el Virgilio que permitió a Baroja visitar algunas de las estancias del peculiar infierno que fueron aquellas guerras nuestras del siglo XIX». Baroja, ha añadido Esteban Antxustegui, «se revela con Aviraneta ante un país que ha perdido su conciencia, que se ha acostumbrado a las mentiras convencionales y rinde culto a la admiración interesada por el prójimo. Y, paralelamente, exalta al genio que no se somete a la moda y glorifica el esfuerzo laborioso de la actividad creadora».
A la hora de plantearse cuál era el mejor formato para llevar a cabo su empresa, no tuvo dudas: la novela histórica. Como ha explicado Jon Juaristi, Baroja era perfectamente consciente de que, ni era historiador, ni pretendía actuar como tal. No obstante, tampoco quería escribir ficciones sin ningún soporte documental; de ahí la intensa labor de investigación que realizó, previa a la redacción de las obras. Pretendía acercarse al pasado de España, pero quería hacerlo a través de la literatura y no de la historia: «a la historia profesional, académica, que pretende sentar unas leyes generales del devenir de las sociedades, al socaire de determinadas concepciones filosóficas o pseudo-filosóficas, Baroja opone la novela como órgano del conocimiento histórico». Ahora bien, no hablamos de novelas históricas en el sentido galdosiano, sino de novelas protagonizadas por un personaje histórico. La diferencia no es menor, pues en los Episodios nacionales de Galdós encontramos «una lógica de la progresión, rectilínea», que ve la historia de la revolución liberal española «como un avance de las ciudades sobre el campo que él detestaba, como un movimiento desde los centros hacia las periferias realistas o carlistas». En Baroja, por el contrario, «dominan las trayectorias quebradas o sinuosas». Su lógica es «la del guerrillero o la del merodeador, una lógica de avances y repliegues tácticos». En resumen, dice Juaristi, «a Galdós le interesa lo que ocurrió en el teatro de los acontecimientos; a Baroja, lo que pudo ocurrir entre bastidores».
En las Memorias de un hombre de acción vemos, mejor que en ninguna otra obra del escritor vasco, que, para Baroja, la historia no es un relato ordenado, al estilo de lo que podemos leer en los clásicos de la historiografía. Para él, la historia es una sucesión caótica de hechos sin ningún sentido, cuyos protagonistas deberían ser siempre las personas y no los acontecimientos. En este sentido, si por algo nos atrapan las novelas históricas sobre Aviraneta no es por su valor documental, como testimonios históricos, sino porque en ellas vemos una imagen del siglo XIX español que, lejos de parecernos una fotografía estática, como en los libros de historia, parece una película en movimiento. Según José-Carlos Mainer, «las gentes que pueblan las Memorias de un hombre de acción se enamoran, se pelean, ambicionan cosas, viven y sufren».
En conclusión, puedo poder afirmar que Baroja empleó su serie de novelas históricas para lanzar una crítica al que, según él, fue el mayor vicio de los españoles del XIX: la inmoralidad. Es muy significativo el hecho de que, a lo largo de las veintidós novelas, «el énfasis recae sobre la naturaleza brutal, inmoral y absurda de los acontecimientos. Baroja acentúa deliberadamente los aspectos más sórdidos, incorporando en las novelas historias de crímenes y venganzas que sirven para añadir color y énfasis a los relatos más estrictamente históricos». En este sentido, la preocupación ética de Baroja se traduce en una especie de condena moral de la que no se salva nadie: ni los políticos, ni el pueblo; ni los gobernantes, ni los gobernados. Con honrosas, pero escasísimas excepciones, la España decimonónica es para el escritor vasco un lugar romántico, pero también inhóspito, en el que el egoísmo y los instintos más bajos han barrido del mapa cualquier atisbo de honradez y solidaridad entre los españoles.