«El género del terror no necesita ser defendido»Por Carmen de Eusebio

© Nora Lezano

 

 

Mariana Enriquez (Buenos Aires, 1973) es periodista y narradora. Ha escrito relatos de viajes, perfiles, novelas y cuentos. Los peligros de fumar en la cama (Emecé Editores, 2009) y Las cosas que perdimos en el fuego (Anagrama, 2016) han sido publicados en revistas internacionales como Granta, Electric Literature, The New Yorker. A los diecinueve años publicó su primera novela Bajar es lo peor (Espasa-Calpe, 1995), a la que le siguieron Cómo desaparecer completamente (Emecé Editores, 2004); Chicos que vuelven (Eduvim-Universidad Nacional de Villa María, 2010); Éste es el mar (Literatura Random House, 2017); y Nuestra parte de noche (Anagrama, 2019, Premio Herralde de Novela). Otros: Mitología celta (Gradifco, 2003); Alguien camina sobre tu tumba. Mis viajes a cementerios (Galerna, 2013), y La hermana menor. Un retrato de Silvina Ocampo (Ediciones UDP, 2014).

 

 

 

Nuestra parte de noche, su última novela publicada (Premio Herralde de Novela, 2019), narra la historia de una saga familiar adinerada, administradora de una orden secreta cuya misión es contactar con la oscuridad en busca de la vida eterna mediante atroces rituales. Es una novela de terror, pero no sólo es eso. El título y una frase hacia el final del libro nos confirman otros significados «A lo mejor las dos cosas son verdad… no tenía por qué ser incompatible». ¿Qué nos puede decir al respecto?

 

Personalmente creo que es una novela de género. De género fantástico y de terror. No es sólo eso, claro, pero las novelas de género que me gustan nunca lo son del todo y al mismo tiempo, sí lo son. Otra vuelta de tuerca de Henry James es una novela sobre la represión sexual, el deterioro psíquico de una mujer, quizá también sobre abuso sexual infantil y, al mismo tiempo, es una novela de fantasmas, de casa embrujada, un thriller psicológico y, ciertamente, un relato de terror. No creo que los géneros sean rígidos: por supuesto, se puede escribir constreñido por las reglas del género y sin desbordarlas, pero también es posible lo contrario. Y de ninguna manera creo que la idea de que Nuestra parte de noche exceda al género la enaltezca: yo no quise escribir una novela realista enmascarada. Durante mucho tiempo creo que se asoció el género, en literatura, a una escritura descuidada, a una prevalencia de la trama sobre el estilo, todas cuestiones que relegaron al terror a un escalón «menor». Pero lo mismo puede decirse de géneros más prestigiosos: están poblados de novelas triviales, sin ambiciones. Los libros malos suceden en cualquier género.

 

La historia comienza con un viaje por Argentina de un padre, Juan, y su hijo Gaspar. Rosario, esposa de Juan y madre de Gaspar, ha fallecido en un accidente en circunstancias poco claras. Ambos han sido dotados de poderes especiales que los convierten en médiums para la Orden. La misión de Juan es proteger a su hijo de la Orden. Esa misión, que se ha impuesto Juan, le llevará a cometer actos violentos contra su hijo sin poder darle explicaciones de por qué lo hace. El fracaso de la misión desencadenará, en Gaspar, una frenética búsqueda de sus orígenes. En ese doble plano donde se mueve la novela, nos plantea los dos grandes temas: el amor filial y la búsqueda de la identidad. ¿Estaba en su intención abordar dichos temas o son el resultado de la puesta en marcha de una obra?

Las dos cosas, como suele suceder o, mejor dicho, como me sucede a mí, porque cuando escribo una novela mi tendencia es dejarme llevar. Una de las primeras imágenes para esta novela, muy clara, fue la de un padre y un hijo viajando juntos. Y fue tomada de La carretera de Cormac McCarthy. Es un autor que me gusta mucho, pero en ese libro el padre se pregunta para qué dejar al hijo con vida cuando el mundo ha muerto, por qué seguir adelante, qué tipo de crueldad significa protegerlo si él mismo morirá pronto —está enfermo— y el niño será arrojado a la crueldad inexplicable de un mundo postapocalíptico que nunca describe en detalle pero que incluye bandas de caníbales y una violencia impiadosa. Esa relación estimuló mis propias preguntas sobre el amor filial y la posibilidad de los hijos: yo no tengo y nunca quise tener hijos, y, aunque es una decisión con la que estoy conforme y diría feliz, no me parece una decisión frívola. No tenía ningún interés en explorarla psicológicamente ni como vínculo materno-filial, porque quería que la exploración fuese más clásica, en el sentido de un modelo más clásico y menos cercano a mí como autora. Quiero decir: me interesaba más Ulises-Telémaco que una memoir sobre la maternidad. Y luego pensar sobre la herencia personal e histórica: ¿es posible quebrarla, es un destino, esa continuidad en los hijos les da libertad o los ata a una continuación de los traumas, a una repetición? Por supuesto, de la relación filial se desprende la búsqueda de la identidad que está muy marcada en Gaspar. Yo soy un poco mayor pero mi generación es la que pertenece a los niños que la dictadura argentina secuestró de sus padres asesinados y entregó a otras familias para ser criados con una identidad distinta; a veces, familias relacionadas con el régimen; a veces, personas que ejercieron una adopción irregular pero no involucradas con el gobierno de los generales. Esos niños ahora tienen alrededor de cuarenta años y muchos de ellos, gracias a la búsqueda que hace la asociación Abuelas de Plaza de Mayo, encuentran su identidad, un evento tan liberador como traumático. Una vez escuché a un nieto recuperado decir que había empezado a buscar a su familia biológica cuando él mismo tuvo hijos. No quería que los chicos perpetuaran la mentira y el crimen histórico con un apellido que no fuese el propio. Me impresionó mucho eso: él podía cargar con una identidad falsa, quizá con sus problemas personales que desconozco pero seguro existían, y, sin embargo, le resultaba insoportable que esa carga fuera delegada en el hijo. No sé cuánto de esta historia particular o de la historia política de los hijos recuperados está en el libro, creo que no mucho. Pero sí está la pregunta sobre la identidad como algo central, definitivo y desesperante, y eso es generacional, muy relacionado con esta parte oscura de la historia argentina, y me resulta un conflicto cercano. Aunque, claro, el ir hacia la verdad de Gaspar es un proceso muy distinto al que ocurre en los casos históricos y en ese sentido no estoy recreando ese trayecto: sencillamente es el espíritu de época y la historia de mi país que se cuela, como, en mi opinión, inevitablemente debe suceder.

 

El miedo, el terror y la violencia son temas que ya ha tratado en otros libros y que aquí vuelven a aparecer en su forma más cruel y descarnada, siendo los niños las víctimas principales de esos macabros sacrificios. Gaspar, personaje central, es un niño de apenas cinco años cuando muere su madre. ¿Cree que los niños son las principales víctimas de la Historia? ¿Crecemos entonces desde el trauma?

Las principales no lo sé, no puedo pensar en jerarquías de víctimas. Lo que sucede es que el trauma en la infancia es una cicatriz muy persistente y que acompaña toda la vida. Por otro lado, creo que existe cierta hipocresía en cuanto a la infancia que me irrita muchísimo. La infancia idealizada como el mejor momento de la vida y los padres exhibiendo a sus chicos felices y bien criados como trofeos, como símbolo de éxito. La realidad es que, en el mundo, la mayoría de los niños son pobres. En los países menos desarrollados, un porcentaje altísimo trabaja en condiciones de explotación —por supuesto: un niño no se queja— o vive en la calle. En todas partes los niños y las niñas viven situaciones de violencia y abuso físico y sexual con una frecuencia normalizada. En muchos sentidos, ubicar a los niños, en una novela de estas características, como las víctimas de los predadores es lo más predecible, primero porque lo son en la realidad y segundo porque son los más vulnerables y, en consecuencia, los más fáciles de usar y atacar.

 

La novela está dividida en seis capítulos y cada uno de ellos está señalado por una fecha. Narra desde 1981 hasta el último capítulo que recoge desde 1987 a 1997. A lo largo de esos dieciséis años se van sucediendo varios acontecimientos históricos de Argentina y de otros lugares del mundo. ¿Por qué ese periodo y qué ha significado para usted toda esa realidad en la que ha crecido?

La elección del período, como sucede con las novelas, fue cambiando y ajustándose, no fue una decisión rígida o marcada. Al menos yo no trabajo de esa manera, me cuestan mucho los esquemas. Elegí 1981 porque es un año de la dictadura pero fue uno de los menos sangrientos, en contexto, es decir, menos sangriento que los anteriores, y en algún sentido un año bisagra, porque en 1982 ocurre la guerra de las Malvinas y la caída del régimen. Los años noventa quise incluirlos porque coinciden con mi juventud y esa parte del relato es bastante realista y hasta sentimental: quería recuperar ese espíritu juvenil. Luego, Londres, en el 68, está elegido por la fecha mítica. Y los años ochenta también por la coincidencia con mi infancia. Quería usar mis recuerdos como material de contexto para reforzar el verosímil. No sé qué ha significado esa realidad: es el momento en el que tocó crecer. Fueron años de crisis económicas y en la infancia de autoritarismo, años de dificultades laborales, de sensación de falta de futuro… es una infancia y una juventud típica latinoamericana de clase media baja, poco espectacular, por eso bastante identificable.

 

Rosario, en algún momento, al hablar de su familia, dice «Todas las fortunas se construyen sobre el sufrimiento de los otros y la construcción de la nuestra, aunque tiene características únicas e insólitas, no es una excepción». ¿Es el pensamiento del personaje o usted también comparte esa culpa establecida en toda acumulación de la economía empresarial?

La comparto, claro. No creo que en algo tan banal como «todos los ricos son malos», pero sí en que la lógica de acumulación de unos pocos que produce abismos de desigualdad es injusta y está construida sobre la explotación de los menos privilegiados y, por lo tanto, sobre su sufrimiento.

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