POR ANDRÉS BARBA

En la ecuación no siempre clara entre valor literario y número de páginas, muchas veces es difícil no pensar que más es más cuando se comprueba que, hasta los autores más conocidos por la brevedad de sus textos, no logran un éxito rotundo hasta que publican una buena, vistosa y hasta inflada novela. En una reseña no exenta de malicia a Los escorpiones, de Sara Barquinero, Alberto Olmos describía la monumental novela de más de 800 páginas como un libro del que todo el mundo hablaría sin haberlo leído o, más precisamente, una novela que amenazaba convertirse en best seller siempre y cuando la gente no se la leyera, dando a entender así que el volumen es el motivo extraliterario más importante para el éxito literario.

Aparentemente, las novelas cortas literarias son el antídoto para esa literatura que no se lee. Breves, intensas, concentradas, parecen plantearse como uno de los últimos reductos de la calidad y responden en parte a la jibarización generalizada que han sufrido los textos literarios durante los últimos 25 años y a la también general crisis de tiempo para la lectura provocada por la adicción a las redes y la incapacidad para sostener la atención. Si en el año 2000 una novela de formato «respetable» tenía alrededor de 300 páginas, hoy tiene unas 200 y de modo equivalente, la de 200 tendría hoy unas 150 y la de 150, aproximadamente unas 100. Podría pensarse que lo que hace 25 años sería una novela estándar, adopta hoy de manera natural el formato de una nouvelle. Hablo como es lógico de los criterios editoriales para la «literatura literaria» (Dios me perdone), pero también de los criterios personales con los que los autores entienden lo que se espera de ellos. Y aun así no es difícil de comprobar que los textos breves tienen con respecto a los textos largos el mismo sambenito que la comedia tiene con respecto a la tragedia, el de estar permanentemente devaluados. Incluso libros que en su momento fueron grandes éxitos editoriales -como Seda de Alejandro Baricco- se presentaban entonces más como relatos largos que como nouvelles propiamente dichas, lo que se debía (creo) a la baja estima general de la novela corta en el mundo hispanoparlante. En el imaginario canónico de los lectores, sigue funcionando aún la fórmula más es más en cuanto a la dignidad de los textos. Nadie pensaría en Mimoum o La buena letra como los mejores textos de Rafael Chirbes solo porque son los más cortos, a pesar de que realmente son los mejores. Que la sombra de ese descrédito es alargada se demuestra también fácilmente en la cara de decepción que todavía hoy adoptan involuntariamente los editores cuando se les entrega una novela de 70 páginas o en el hecho de que muchos prefieran achicar la caja y agrandar la tipografía para hacer pasar por una novela estándar lo que en realidad es una nouvelle.

Sea como sea, la tradición hispanoparlante, parece estar relativamente lejos de aceptar la novela corta como un género importante. Incluso la mejor novela corta jamás escrita en lengua castellana: Pedro Páramo, de Juan Rulfo, es curiosamente canónica a pesar de sí misma y funciona como una rara avis, un meteorito caído de otro planeta, sin referente previo y apenas con equivalentes posteriores de ese nivel. Pedro Páramo es también la primera novela corta canónica escrita en castellano que no bebe directamente de las tradiciones literarias de otras lenguas. Dicho sea de paso, en esa misma pulsión latinoamericana que no imita la de otras lenguas pertenecen las que a mi juicio son las novelas cortas más intrigantes en castellano. No siempre son las más conocidas. Pienso por ejemplo en Por los tiempos de Clemente Colling de Felisberto Hernández, Memorias de un pigmeo, de Hebe Uhart, Cárcel de árboles de Rey Rosa, Los años vacíos de Josefina Vicens, Help a él, de Fogwill, La mujer desnuda de Armonía Sommers, La pasión según G.H. o La hora de la estrella de Lispector, en decenas de novelas de Aira, Tan triste como ella, de Onetti, Glaxo, de Hernán Ronsino, La débil mental, de Ariana Harwicz, La ficción del ahorro de Carmen M. Cáceres, Historia del pelo, de Alan Pauls, Paradais, de Fernanda Melchor, La uruguaya, de Pedro Mairal, Zama de Antonio di Benedetto, Enero, de Sara Gallardo… el editor de esta revista, cuando me pidió este artículo, me prohibió estrictamente lo que acabo de hacer ahora, un listado de novelas. El mío no tiene ni la menor intención de ser estricto ni exahustivo, son literalmente las primeras que me han venido a la cabeza, de modo que nadie trate de ver en ellas un canon, ni un orden secreto. Dejo a quien tenga más paciencia y sobre todo más tiempo que yo la tarea de organizar un canon de gran novela corta propiamente latinoamericana. Quien lo haga no tardará tampoco en darse cuenta hasta qué punto muchas de esas supuestas grandes novelas cortas latinoamericanas son refritos de otras tradiciones, a la manera en que El jorobadito de Roberto Arlt es básicamente una novela rusa, o El túnel de Ernesto Sábato, una novela francesa, o La invención de Morel de Bioy Casares una novela fantástica de corte anglosajón. Con la novela corta de tradición estrictamente latinoamericana, me sucede lo que le ocurría a aquel legislador yanqui cuando hablaba de pornografía: «no sabría describirla con precisión, pero la reconozco inmediatamente en cuanto la veo», de modo que les pido que me perdonen por haberme despachado con una categoría que no solo soy incapaz de describir, sino que tampoco puedo aplicar con un criterio más científico que el olfato.

En cuánto a la tradición peninsular se refiere, la nómina es notoriamente más deprimente a pesar de que el pistoletazo de salida de la tradición novelística mundial, sea precisamente una novela corta, y precisamente una novela corta española, a saber, el Lazarillo de Tormes y que tras ella brillen las maravillosas novelas ejemplares de Cervantes y tantas otras joyas breves de la picaresca. Dejo también al psicoanálisis amateur, el estudio de por qué no se dio en España una mayor tradición de novela corta durante el romanticismo. Me resulta tan difícil responder a esa pregunta como a por qué somos tan malos cuentistas, por lo general, los españoles, o por qué los buenos cuentistas españoles, están tan denostados y olvidados (véase Joan Perucho). Durante mucho tiempo, la novela corta española por antonomasia fue San Manuel Bueno, mártir, de Miguel de Unamuno. Una novela tan envejecida en estilo y temática, como los dilemas de honor de nuestro teatro del siglo de oro. Hace poco más de diez años, y tras la publicación de una novela corta de mi autoría, Las manos pequeñas, me comentaba su editor Jorge Herralde, lo mucho que le costaba vender esos «libritos», a los que la prensa consideraba inevitablemente menores por su tamaño. En eso obviamente algo han cambiado los tiempos, a pesar de que España siempre ha cometido la impiedad de favorecer a autores de otras lenguas por los mismos motivos por los que denostaba a los de la propia, de modo que -según Herralde- los libros de Amelie Nothomb se vendían mejor por los mismos motivos por los que en ese momento no se vendían tanto las novelas cortas de los autores hispanoparlantes. Hoy las cosas han cambiado un poco. Hay editoras, como Sol Salama de la editorial Tránsito, que reconocen abiertamente publicar preferentemente novelas breves bajo el criterio de que, frente a una disponibilidad de tiempo más limitada, las nouvelles cubren, por decirlo así, una necesidad para la que ya nos falta el tiempo. Pero a pesar de que cada vez son más los autores que se animan a este formato, (no me resisto, de nuevo, a desobedecer al editor de esta revista y hacer una pequeña nómina de españoles: Humo, de José Ovejero, Spanish Beauty, de Esther Garcia Llovet, Kanada, de Juan Gómez Bárcena, Mis días con los Kopp, de Xita Rubert, Cara de pan, de Sara Mesa, La ventana, de Isabel Alba, Caballo sea la noche, de Alejandro Morellón, Hermana (Placer) de María Folguera, Permafrost, de Eva Baltasar) me sigue pareciendo que de una forma inadvertida, tanto el mundo editorial como la psique inconsciente de los lectores, las consideran en algún punto un género relativamente menor. Espero sentado, y me temo que aún esperaré unos años, un Premio Nacional de literatura o un Premio de la crítica a un libro de narrativa que tenga menos de 90 páginas, a la manera, por ejemplo, en que a una tradición como la francesa, no tuvo el menor inconveniente en premiar en su día con todo lo premiable a una novela como El amante de Margarite Duras, o más recientemente, a numerosos libros ultrabreves de autores como Pierre Michon, Jean Echenoz, Pascal Quignard, Valerie Mrejen o la ya citada Amelie Nothomb.

Dejo para el final un pequeño apunte sobre algo que me parece totalmente consustancial a la novela corta y que muchas veces se confunde con su mera extensión, y es que su vocación de austeridad no debería considerarse mera racanería verbal para adaptarse a nuestro espídico estilo de vida, sino todo lo contrario, la consecuencia de un movimiento pendular, fruto de una lentísima comprensión o de una lentísima maduración. La austeridad de la nouvelle es prima cercana de la austeridad del haiku, y está más relacionada con la sabiduría de quien ha ido separando durante mucho tiempo lo esencial de lo accesorio, que con el oportunismo de quien ha hinchado un relato para subirle el anticipo a un editor. Las novelas cortas son o deberian ser esencialmente difíciles de leer, no más fáciles, contra lo que suele creerse. Y por lo mismo, no deberían pretenden epatar, tanto como transmitir el desconcierto.

Hace años tuve la suerte de hacer una entrevista a Fleur Jaeggy, autora, entre otras cosas de una de las novelas cortas más memorables de la segunda mitad del siglo XX: Los hermosos años del castigo. Entre otras preguntas que ahora me parecen bastante estúpidas y a las que por lo general contestó con gran paciencia, le pregunté cómo lograba escribir con aquel estilo extrañamente denso y enigmático, y ella me respondió que redactando textos de 300 páginas y borrando a continuación 250. Se ve que no me gustó mucho la respuesta, porque se lo volví a preguntar de otro modo y ella añadió que la diferencia esencial entre escribir libros extensos y libros breves, es que en los segundos uno debería tener una actitud más próxima a la creación poética y no estar haciendo constantemente el ejercicio de entender lo que había escrito. Creo firmemente, junto a Jaeggy, que para escribir una buena novela corta, es necesario estar conectado a un enigma de cuya comprensión se desiste desde el origen, que en las novelas cortas la actitud de los autores debería ser más pasiva, casi chamánica, como la de quien se sienta frente a un objeto que no entiende ni entenderá nunca, y se limita a recorrerlo lentamente con la mirada. Creo recordar que así era como hablaba Kawabata de su célebre burdel descrito en La casa de las bellas durmientes, y que cuando le preguntaban por el sentido de aquella imagen, contestaba que la escritura de su pequeña novela, no había sido tanto un intento descifrarla, como un deseo de regodearse de su intriga. Si eso es cierto, la novela corta, funcionaría -más que como el perfecto género para encajar en un mercado en el que los lectores están cada vez más apurados- como un recurso a la lentitud en tiempos de velocidad, una lectura que apunta en dirección contraria a lo contemporáneo (es decir, lo opuesto a lo que aspiran esos «novelones de éxito»: a ser engullidos). Dicho sea de paso, la nouvelle también me parece el género ideal para enunciar la crisis. No es casual que muchos de los grandes clásicos del género, como Conrad, James, Mann, Tolstoi, Shelley o Kafka, eligieran precisamente el género para descargar en él sus pesadillas más inmanejables, o sus confesiones más vergonzosas. Si la lectura es hoy algo que hacemos en general en contra de nuestro tiempo, el género de la nouvelle sería el género antisistema por antonomasia, una escritura que atenta contra la corriente general de la levedad y opta por la densidad, la opacidad y el símbolo.

Imagen del autor argentino César Aira. Foto: Lisbeth Salas