POR JOSÉ MARÍA HERRERA
UN PAÍS DESVENTURADO

En Europa no hay territorio, pueblo o Estado que no haya sido en otro momento algo muy diferente de lo que ahora es. La virginidad histórica, el sueño romántico del nacionalismo, es un mito tan infundado como la creencia en que hemos alcanzado una situación política definitiva que debe salvaguardarse cueste lo que cueste. Lo definitivo no tiene cabida en la historia. Realidades destinadas aparentemente a una larga duración caen de golpe y desaparecen. Entre los detritus del pretérito, mezclados con las ruinas de los templos y las estatuas de los dioses inmortales, hay cientos de invencibles imperios. Y no es algo que aconteciera sólo en tiempos remotos. Nosotros mismos hemos sido testigos del ocaso y desmoronamiento de la URSS —«cuatro palabras, cuatro mentiras», escribió alguien antes de la caída—, un cataclismo que pilló por sorpresa a casi todo el mundo.,

Entre esas regiones que fueron multitud de cosas antes de llegar a ser lo que ahora son, se halla Chequia, la vieja Bohemia. Integrada a lo largo de los siglos en variopintos conglomerados políticos, su paso a la condición de república soberana se remonta a hace apenas cien años, tras la Gran Guerra y el colapso del imperio austrohúngaro. La independencia adquirida entonces no la ha librado, sin embargo, de ser invadida posteriormente en varias ocasiones. Encontrarse en el centro de Europa, entre colosos con ansias expansivas, no es lo mejor que puede sucederle a un país pequeño.

La primera de esas invasiones vino del oeste. Hitler convenció a los alemanes de que era necesario ampliar las fronteras del Estado. Un nombre surge cuando se recuerda aquel episodio, el de Reinhard Heydrich, «el carnicero de Praga». Nombrado en 1941 Reichsprotektor de Bohemia y Moravia, su misión era germanizar a viva fuerza la república. Con ese objetivo debía eliminar a los judíos, escoger entre «la basura checa» a los futuros alemanes y poner al resto de la población a trabajar como siervos del Reich de los mil años. Unos terroristas caídos del cielo y su alocada temeridad de superhombre nietzscheano evitaron que alcanzara su propósito.

La segunda invasión vino del este. El deseo de oxigenar el régimen comunista impuesto al concluir la Segunda Guerra Mundial provocó las manifestaciones de la primavera de 1968 y, con ellas, el despliegue de los tanques del pacto de Varsovia. La liquidación de la cultura checa dejó de ser entonces una posibilidad para transformarse en programa político gracias al presidente impuesto por los rusos, Gustav Husak, también llamado a causa de la masacre cultural llevada a cabo durante su mandato «el presidente del olvido». El precio por intentar huir del telón de acero, eufemismo tras el cual se extendía el inconmensurable campo de concentración soviético, fueron veinte años más de estalinismo sin Stalin y la impresión para los checos de que agonizaban como pueblo.

Entre quienes asistieron en la entonces Checoslovaquia al esfuerzo comunista por borrar cualquier rastro de cultura que estorbara los planes del partido estaba el mayor escritor checo de la segunda mitad del siglo xx, Milan Kundera. Tratándose de un partidario de las reformas, puede considerarse una suerte que, en vez de ser confinado en un hospital psiquiátrico o un campo de trabajo, le permitieran ganarse la vida ejerciendo como albañil o tocando el piano en un club. El régimen, a pesar de su extraordinaria dureza, se estaba reblandeciendo. Pocos años antes, en la URSS, bastaba con elogiar una pintura impresionista para que uno fuera acusado de calumniar al socialismo y, por tanto, de ser un traidor. Habida cuenta que un decreto de 1934 extendía la culpa de los traidores a sus familias, incluidos los niños mayores de doce años, edad a partir de la cual podía ser aplicada la pena capital, verse obligado a cambiar de profesión no era el peor castigo para un disidente. El objetivo prioritario del nuevo gobierno eran ya menos los individuos que su conciencia de pueblo. Había que separar a la población checa de sus raíces a fin de hacerla permeable a las quiméricas promesas del partido. Lo que sucedió en aquellas dos décadas, y lo que sucedió fue una mezcla de terror y connivencia, confirmó que el marqués de Vauvenargues estaba en lo cierto cuando escribió que «la esclavitud humilla tanto a la gente que esta termina por amarla».

Consciente de que su vida en la patria era en esas condiciones imposible, Kundera prefirió marcharse. Más que la prohibición de publicar —las autoridades habían retirado tiempo atrás sus libros de librerías y bibliotecas—, fue la deliberada aniquilación de la cultura checa por parte del Estado lo que le decidió a hacerlo. En 1979, cuatro años después de instalarse en Francia, perdió también su nacionalidad. El gobierno checo no quería tener nada que ver con un escritor opuesto a sus ideales. Luego, para compensar su éxito internacional, se le organizó una dura campaña de descrédito similar a la que han sufrido todas las personas de relieve que han osado cuestionar las bondades de la dictadura del proletariado. Los ecos de esa campaña aún resuenan gracias a los vástagos de los «intelectuales comprometidos», hoy especializados en los discursos identitarios, la corrección política y otros sucedáneos bajos en calorías de la revolución.

 

EUROPA Y LA NOVELA

La experiencia del exilio ayudó sin duda a Kundera a verse como un escritor europeo y no solo checo. A fin de cuentas, Europa es algo más que un viejo mosaico de territorios separados por costumbres y lenguas diversas; es una cultura unida por la historia. Esa unidad se remonta al Imperio Romano y sobrevivió espiritualmente a la fragmentación política durante la Edad Media gracias al predominio de la Iglesia. La ruptura, una ruptura que afectó a todos de alguna manera, se produjo con el advenimiento de la modernidad, cuando el individuo pasó a ocupar el lugar que hasta entonces había ocupado Dios. Destruida la unanimidad de la fe, perdidas las certezas religiosas, los europeos empezaron a experimentar la existencia como algo muy problemático. Tal experiencia tuvo graves consecuencias en todos los órdenes de la vida, incluido el de las artes y la literatura, las cuales evolucionarían hasta convertirse en una actividad individual en la cual se expresa una «originalidad personal irremplazable». Fue en este contexto donde apareció la novela moderna, cuyo crucial papel histórico reivindica Kundera en cuatro libros de ensayos: El arte de la novela, Testamentos traicionados, El telón y Un encuentro.

Aunque él mismo ha repetido a menudo que estos ensayos no responden a una voluntad teórica, sino que son las reflexiones de un novelista que ha tropezado reiteradamente con ciertos problemas teóricos inexcusables, nadie puede negar que encierran una muy original y clarividente interpretación del género. Por lo pronto, y a diferencia de quienes acostumbran a tratarla como si fuera un mero reflejo de las corrientes filosóficas o morales preponderantes, Kundera defiende la autonomía estética de la novela a la vez que subraya su condición de contrapeso a la prepotencia de las ideas típica de la modernidad. Si la filosofía, al menos en la línea hegeliano-marxista que terminaría por dominar la escena pública, se esforzaba por convertir las ideas en mitos capaces de encandilar a las masas, y la ciencia, al igual que la industria y el mercado vinculados a ella, se apartaba cada vez más de la experiencia humana personal, la novela fue dejando atrás el mundo del mito en el cual hundía sus raíces para concentrarse en la realidad presente, o lo que viene a ser igual, en el problema personal y cotidiano de la existencia humana. Identificar lo moderno sólo con la ideología y la ciencia constituye, por eso, una arbitrariedad y, además, un olvido de lo que Europa debe a don Quijote, a Tristram Shandy o a Madame Bovary. ¿Acaso no nos enseñaron estas y otras figuras novelescas una forma de comprender la vida, de sentir y relacionarnos?, ¿y no ha acreditado la novela, pese a las innumerables necrológicas a su costa, el vigor suficiente para cuestionar cada vez que ha hecho falta la voluntad de quienes se esfuerzan por imponer una concepción monolítica de la verdad, que es aquello contra lo que viene luchando Europa desde hace siglos?

Innegablemente, la novela tiene su propia e irrenunciable misión. Pensar que simplemente gravita alrededor de las ideas filosóficas, estéticas y morales de la sociedad es privarla de toda sustancia. Eso quizás sea lo que hacen los novelistas mediocres, que suelen ser, inevitablemente, la mayoría, aunque no, desde luego, aquellos a los que el arte de la novela debe su perfección, desde Rabelais o Cervantes a Joyce o Kafka pasando por Balzac, Tolstoi o Proust. Las novelas de estos autores señeros se caracterizan todas por examinar la existencia con la pretensión de volverla inteligible. No hay nada abstracto en ellas, su cometido es observar y comprender lo real tal y como se nos ofrece en la vida cotidiana, aunque aprovechando los recursos de la ficción. Se trata, en suma, y como decía Hermann Broch, de «descubrir lo que únicamente una novela puede descubrir». Se explica así la ambigüedad de sus hallazgos, la imposibilidad de convertirlos en una verdad ciclópea, como aparentemente desean todos aquellos que identifican la sabiduría con una especie de comodín universal gracias al cual decantar a su favor todas las apuestas. Al concluir la lectura de Madame Bovary, no sabemos qué piensa Flaubert acerca de la protagonista. ¿Es una mujer caprichosa o una mujer incapaz de resignarse a vivir la existencia gris que le ha tocado en suerte? El autor no lo dice. Tampoco está claro si Cervantes considera a don Quijote un lunático idealista o un hombre bueno extraviado en el laberinto de los sueños. Pero nada de esto es muy importante. A fin de cuentas, los novelistas no ofrecen sus personajes a la consideración pública para que el lector los emule o los juzgue, sino para que los comprenda. Verdad que los espíritus pragmáticos y la gente de convicciones morales rotundas se soliviantan con tal indefinición, pero no hay que llevarse a engaño: el espacio de la novela es el espacio donde nadie es el poseedor de la verdad, pues todos en ese espacio tienen derecho a ser comprendidos.