KUNDERA EN LA PICOTA

En toda sociedad rigen ciertos valores sobre los que descansa su moral. Esos valores son considerados fundamentales para su estabilidad. La tendencia es protegerlos al precio que sea. En Europa, con la crisis de la fe cristiana y el renacimiento de la filosofía en el siglo xvi, la relación con los valores cambió radicalmente. Igual que ocurrió en la antigua Grecia cuando aparecieron los primeros filósofos, se tendió a cuestionarlos en vez de aferrarse a ellos. El pasado, que había sido considerado hasta ese momento fuente de toda ejemplaridad, perdió su prestigio a favor de lo nuevo. La confianza en el progreso hizo que se tolerara cada vez más la duda y, hasta cierto punto, pues nada de lo que estamos diciendo aconteció sin conflicto, la transgresión. El arte y la literatura, en cuanto actividades imaginativas, se beneficiaron de ello y disfrutaron de una libertad creciente. Esto no significa que no estuvieran en el punto de mira de los celosos guardianes de lo establecido. Siempre ha sido así. También actualmente. Que los valores hegemónicos sean los de las masas y no los del clero o la burguesía acomodada no cambia nada. Beatería y fanatismo son la sombra de cualquier moral. Para comprobarlo basta con observar la virulencia con que hoy se ejerce la censura, especialmente la censura retrospectiva. Aunque ya nadie se escandaliza con los adulterios de madame Bovary, ponemos el grito en el cielo cuando leemos los comentarios misóginos de Baudelaire o misóginos, racistas y elitistas de Nietzsche. Incapaces de aceptar que los hombres son hijos de su tiempo, algunos pretenden prohibir sus obras, como si no fueran la escalera que nos ha ayudado a subir a donde estamos. Se ve que además del sentido histórico hemos perdido el sentido del humor, la capacidad para tomar distancia de nuestras creencias. El humor, que siempre fue el mejor antídoto contra la intolerancia, parece estar desapareciendo a la vez que prolifera una sospechosa hiperestesia moral, eso que hace que alguien como Jomeini, un monstruo capaz de enviar una legión de niños a las fronteras minadas del país enemigo para que las desactiven con sus cuerpos, condene a muerte a un escritor que se ha referido a Mahoma en términos inapropiados para su delicada sensibilidad de clérigo oscurantista, o que docenas de actores alienados por la corrección política declinen la invitación a participar en las películas de Woody Allen porque una mujer despechada vertió sobre él feroces y jamás probadas acusaciones acerca de su conducta sexual.

En un mundo sin humor, en el que cualquier transgresión es considerada un sacrilegio, la novela tiene muchas dificultades para existir. Si el esfuerzo por penetrar en las zonas oscuras de la conciencia de los personajes, aquellas donde no penetra la moral social, es castigado con la crítica o la censura: ¿de qué va a ocuparse el novelista?, ¿qué clase de relación con la realidad y la vida humana tendría una literatura que omitiese cualquier referencia a las cosas que disgustan a la opinión pública?, ¿y a donde iría a parar el poder crítico de la novela si no se cuestionara también los valores en que ella descansa? La obligación de permanecer donde quiere la moral convertiría la literatura en algo inane. Cuando se critica a un escritor por salirse del cauce por donde circula la sociedad a la que pertenece se está incurriendo en un peligroso malentendido. El novelista que tiene algo que decir intenta siempre hacer visible aquello que solemos mantener oculto. Si se le exige que sólo escriba sobre lo que podemos aceptar socialmente es como si le pedimos al médico que explore al enfermo sólo mientras no tropiece con ninguna enfermedad. Recuérdese que el espacio de la novela es el de la ficción y que por equivocadas que sean las ideas u opiniones deslizadas en ellas jamás son fatales. Donde sí son fatales es en la realidad. Por eso produce auténtica consternación la seriedad con que a veces se critica una simple frase defendida por un personaje de ficción y la ligereza con que luego se disculpan horrores atroces cometidos por verdaderos verdugos (pensemos, por ejemplo, en esos críticos estilo Sartre que no veían nada reprochable en el terror estalinista y, en cambio, no dudaban en pedir la cabeza del escritor que se atrevía a reflejarlo en una novela).

Kundera lleva años siendo víctima de una persecución de esta naturaleza. Se le acusa de considerar a las mujeres como objetos. Aunque se trata de una calumnia infundada (que en sus novelas haya personajes misóginos no lo convierte a él en misógino, igual que no lo llamaríamos bueno por haber concebido sólo a personajes buenos), al final parece que ha acabado pasando aquello que anuncia el refrán indio: «si un necio arroja una piedra a un pozo, ni tres sabios juntos conseguirán sacarla». De repente, un literato con una carrera irreprochable se convierte en lo que alguien ha llamado atinadamente «culpable por acusación». Lo curioso es que esto simplemente se da por descontado, como si se tratara de un axioma matemático. Evocaré, como ejemplo, un artículo muy citado de Jonathan Coe: «How important is Milan Kundera today?» (The Guardian, 22/V/2015). El escritor checo acababa de publicar, tras un largo período de silencio, La fiesta de la insignificancia y la reacción del público había sido más bien tibia. Coe parece saber el motivo. Lo sabe tan bien que no más comenzar su relato formula una pregunta que arrancaría las carcajadas de Kafka: ¿habrá quedado fatalmente dañada la reputación de Kundera a causa de su incorrecta «descripción de las mujeres»?

Para un amante de la literatura resulta desconcertante que se cuestione la importancia de un autor a causa de su descripción de las mujeres. ¿Cómo deberían ser descritas las mujeres?, ¿existe un canon, una versión oficial, una norma de obligado cumplimiento que pone al infractor fuera de la ley?, ¿y quién es el juez que decide si las mujeres han sido descritas como dios manda? Por otra parte, y suponiendo que Kundera haya descrito a las mujeres y no a algunas mujeres, ¿en qué afecta esa descripción, salvo que sea una descripción literariamente fallida, al valor estético de su producción?, ¿acaso una novela no crea un mundo que funciona con reglas propias? Pero incluso en el caso de que los críticos más biliosos estuvieran en lo cierto y Kundera fuera, en efecto, un misógino furibundo que escribe novelas: ¿limitaría realmente eso sus logros como escritor?

Coe cree que sí, aunque para justificarlo no presenta ningún argumento, sino que se limita a alegar unas cuantas frases sueltas de la primera página de La fiesta de la insignificancia (un hombre camina por París mientras reflexiona acerca de los ombligos de las mujeres jóvenes que pasan a su lado) y otras expurgadas antes por una conocida activista feminista, Joan Smith. Ésta sentenció en su libro Misogynies que «la hostilidad es el factor común en todos los escritos de Kundera acerca de las mujeres» y, como las afirmaciones hechas en gracia feminista gozan del privilegio de la infalibilidad, cuestionarlo sería como colocarse deliberadamente del lado del error. Coe, de todos modos, no puede negar que en las obras de Kundera hay personajes femeninos «tan bien desarrollados como sus hombres». Esta observación no le impide seguir afirmando que es un misógino, un androcentrista. De hecho, cuando descubre que La fiesta de la insignificancia se abre con un tipo que hace comentarios sobre los ombligos de las chicas, no sigue leyendo. ¿Para qué? Es obvio que quien habla es Kundera. ¿Quién si no? Sin embargo, si se hubiera tomado la molestia de avanzar habría visto que la obsesión del personaje por los ombligos no tiene nada que ver con las injusticias que deploran con razón las feministas (y todos los que sin serlo deploran las injusticias), sino con un acontecimiento que marcó su infancia, pues la madre lo abandonó, aunque antes de despedirse de él lo besó en el ombligo. En fin, y como dijo Freud, a veces un puro es sólo un puro.

Sacar de contexto unas frases de una novela como si fueran versículos de la Biblia, o sea, palabra de dios, y responsabilizar de ellas al autor, quien por lo visto sólo puede decir en todo momento la verdad sobre lo que cree, es ignorar lo más elemental: que una novela es una obra de ficción y que el autor no expresa en ella sus ideas, sino las ideas de sus personajes, los cuales pueden pensar lo que les venga en gana, incluidas también las cosas más abominables. Cuando un personaje de Kundera dice que «las mujeres no buscan hombres hermosos, sino hombres que han tenido mujeres hermosas, y que, por eso, tener una amante fea es un error fatal», quien habla no es el escritor. Puede que él mismo apruebe eso que ha escrito, pero el crítico no puede dar a esas palabras un valor confesional por la sencilla razón de que se trata de una novela, una obra de ficción.

Sólo quien tiene una manera muy simple de ver la realidad puede creer que la realidad sea algo simple. Eso es lo que les ocurre a los moralistas que degradan las novelas al leerlas como si fueran manifiestos o documentos. A ellos quizá les parezca justificado ese modo de proceder —la forma de proceder de Jomeini y los rabinos de Roth, de Hitler o el Comité Central del Partido Comunista, del Santo Oficio o los mamporreros del feminismo—, pero como crítica literaria no vale nada. Considerado moralmente todo el arte es censurable. La afición de Picasso y de Goya a los toros repugna a los animalistas, el vanguardismo de Stravinsky hizo que en Rusia se le tuviera por un ideólogo de la burguesía imperialista, Otto Dix tuvo que huir de Alemania acusado de ser un artista degenerado, el modo que tiene Kundera de hablar de algunas mujeres lo han convertido, a ojos de sus detractores, en un peligroso machista. Por la misma regla de tres podríamos censurar a Cervantes porque fue un funcionario corrupto incapaz de cuadrar sus cuentas, o condenar a sor Juana Inés de la Cruz porque se aprovechó del tráfico de influencias para beneficiar al convento en el que vivía. Exigir a los personajes de las novelas sentimientos y actitudes adecuadas según la moral vigente es una forma de despotismo aberrante. Se trata de un problema serio, agudizado hoy gracias a la existencia de esos nuevos púlpitos que son las redes sociales, un problema que explica por qué Kundera piensa que Europa está perdiendo su esencia, la cual, no se olvide, no tiene sólo que ver con el amor (la solidaridad, la justicia social, la igualdad), sino con el humor, pues el amor sin humor es como un día sin noche.

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