EL HUMOR

Esa voluntad de comprensión de la vida característica de la novela moderna se sostiene en los dos factores que diferencian a la civilización occidental de otras civilizaciones: el amor y el humor, idealización y transgresión. Gracias al amor hemos aprendido a salir del yo y ver al otro como tal otro. Gracias al humor hemos evitado que el yo —y esto significa también el otro— se convierta en algo rígido, una de esas identidades monolíticas cuya defensa a ultranza conduce al fanatismo. La novela cuenta desde su origen con ambas potencias, se nutre de ellas. Por eso, al rememorar su nacimiento, Kundera cita un proverbio judío en el que se habla de la limitación del hombre y la risa de Dios: «El hombre piensa, Dios ríe». Rabelais, dice, comenzó la primera novela moderna, Gargantúa y Pantagruel, el día que escuchó la risa de Dios. ¿La risa de Dios?, ¿acaso Dios ríe?, ¿de qué iba a reírse Dios? Kundera cree que sí, que Dios ríe, y que se ríe del hombre, y ello por tres motivos: porque, a pesar de ser un ser que piensa, siempre se le escapa la verdad; porque, aunque cree saber qué es, nunca es lo que supone ser; y, finalmente, porque la visión de las cosas que cada cual tiene se aparta inevitablemente de la de los demás, lo que significa que el hombre vive en una suerte de torre de Babel donde no hay forma de que llegue a reinar nunca el acuerdo. La risa divina que se burla de lo humano o, más precisamente, el eco de esa risa fue lo que los primeros novelistas intentaron captar en el alba de la modernidad, un momento de la historia en el que todavía se consideraba irreverente creer que Dios ríe o que el hombre fracasa cuando piensa.

Los antiguos conocían la risa, la sátira, la burla, la comedia, pero no el humor. Éste es un invento moderno, ligado íntimamente a la novela. La comedia antigua explotó diversos aspectos de lo cómico, pero no el humor, que se caracteriza, como escribió Octavio Paz, por «convertir en ambiguo todo lo que toca». Se trata, por eso, de una actitud, un modo de afrontar la realidad que cuenta con la posibilidad de que ésta sea de otra forma a como la pensamos, de que uno mismo sea también de otra forma. El humor nos hace descubrir súbitamente que la realidad no es tan consistente como parece. Ideas, personas y cosas pierden su significado aparente si dejamos de mirarlas «seriamente». El efecto inmediato de la ambigüedad deliberada propia del humor es la suspensión del juicio moral, una suerte de escepticismo sutil que es la característica común a las novelas señeras de la tradición. Queda claro entonces que la novela de verdad no se escribe para defender ciertos valores. Su objetivo es comprender, no juzgar. Dentro del horizonte imaginario de la acción no hace falta señalar si los personajes se conducen de acuerdo con los principios éticos comúnmente aceptados por la opinión pública. «Suspender el juicio moral no es lo inmoral de la novela, es su moral», escribe Kundera. La creación de ese espacio imaginario no sometido a unos principios previos es lo que permite el experimento narrativo de contemplar la vida evolucionando en libertad. Que ese experimento realizado sin interrupción desde que Rabelais firmó Gargantúa y Pantagruel ha tenido efectos positivos en la existencia de los europeos es obvio para cualquiera que esté familiarizado con su historia. ¿Acaso sabríamos qué significa ser individuo si no hubiera sido gracias a ello?, ¿qué mejor para entender la libertad que el afán por dar cabida y sentido a los actos de todo tipo de personas?

Ser novelista no es simplemente practicar un género literario, es una actitud, una posición frente la existencia que excluye toda identificación con una ideología, una moral, una religión. Por supuesto, el escritor tiene su concepción de las cosas, pero si no escapa de ella cuando escribe es muy difícil que pueda hacer una buena novela. Pensemos, por ejemplo, en todos esos autores que hicieron literatura comprometida tras contraer la enfermedad totalitaria: ¿qué ha quedado de ellos? Para Kundera esa no-identificación característica de la actitud del novelista no tiene nada que ver con la indiferencia, la evasión o la pasividad, sino que es una suerte de resistencia, de desafío burlón, de rebeldía. Lamentablemente, frente a una tradición de novelistas que sonríen y dudan tenemos otra de predicadores y moralistas que fruncen el ceño y amenazan. Aquí cabe encontrar desde clérigos fanáticos a ideólogos furibundos, un catálogo de gente convencida de que la literatura sólo es legítima si sirve a la moral, su moral. Todos ellos supeditan los derechos de la ficción a sus ideas, sean las ideas reveladas del hombre religioso o las del idealista que no cree que el individuo esté en condiciones de descubrir por sí solo las leyes que deben gobernar su voluntad. El arte resulta en este contexto muy difícil, pues quienes crean desde sí mismos, en el sentido moderno de la palabra, tarde o temprano terminan cuestionando los valores vigentes, algo que resulta para ellos igual de peligroso tanto si detrás de esos valores indiscutibles está Dios como si está el bien monopolizado, por ejemplo, por los apuntadores de la revolución, los adalides del progreso o los voceros de cualquier minoría más o menos oprimida.

 

LOS DERECHOS DE LA FICCIÓN

El olvido de los derechos de la ficción no sólo representa una amenaza directa contra la novela (y el resto de las artes), sino también contra algunos de los logros de la modernidad que la hizo posible. Dicha amenaza acrece cuanto mayor es el poder de sus enemigos. Estos son, según Kundera, principalmente tres: la pérdida del sentido del humor; la necedad ligada a la información, el especialísimo y el imperio de las ideas preconcebidas; y el kitsch, es decir, la complacencia en el engaño embellecedor, el gusto por lo falso.

Si hasta el siglo xx Europa fue el espacio donde el individuo era posible porque lo eran también el humor, la ironía y la autenticidad, desde entonces todo esto se ha vuelto problemático y difícil. Un ejemplo revelador es la desconcertante reacción de los europeos frente a la fatua de Jomeini contra Salman Rushdie por Los versos satánicos. Kundera observa que lo significativo de aquel lamentable episodio no fue que la novela fuera tratada por el padre de la República Islámica de Irán como un manifiesto, sino que lo hicieran los europeos. Aunque todo el mundo sabía que el imán no era la persona adecuada para penetrar en el verdadero significado de una novela, no se cuestionó su interpretación, sino únicamente su veredicto. Pocos advirtieron que la ausencia de sentido del humor, algo perfectamente congruente con la seriedad de la fe, le incapacitaba para realizar una exégesis adecuada del texto. ¿Cómo va a comprender algo quien no distingue la realidad de la ficción? Pero no ha sido éste el único caso en que una novela desata la cólera de los inquisidores. Philip Roth, por ejemplo, se vio obligado a defender su derecho a fabular sin atar a sus personajes a los prejuicios de los lectores judíos que le reprochaban la irreverencia con que abordaba la fe de sus antepasados, y Kundera —luego hablaré con detalle del asunto— lleva años sufriendo como una minoría oprimida las críticas de los cazadores de brujas del feminismo que le reprochan ser un misógino o tratar despectivamente a los personajes femeninos en sus novelas. Roth y Kundera son sólo dos nombres en una larga lista de escritores denunciados por la policía ideológica, un ejército de mamporreros morales que, amparándose en la difusa opinión pública, no dudan en linchar a cualquiera que no se arrodille ante sus principios. Y ellos dos no son los únicos, hay más en su punto de mira, aunque no muchos más, pues en esas listas de autores a los que se trata de neutralizar por razones extraliterarias rara vez figuran autores mediocres. Se ve que el verdadero aborrecimiento lo produce la excelencia.

Carencia de sentido del humor y necedad suelen ser fenómenos paralelos, especialmente en el mundo moderno, donde la necedad no es simplemente ignorancia, un defecto más o menos subsanable, sino algo relacionado, como dijimos, con la información, el especialismo y el imperio de las ideas preconcebidas. Recuérdense los imprescindibles análisis de Ortega en La rebelión de las masas o aquella famosa frase de un personaje de Musil en El hombre sin atributos: «Las máquinas son cada vez más complejas; los cerebros cada vez más simples». Flaubert, a quien suele remitir Kundera como autoridad suprema en la necedad moderna, estaba seguro de que la confianza ilustrada en el poder del progreso para acabar con ella carece de toda justificación. La necedad no mengua con el progreso, progresa con él. Basta con observar de qué manera han prosperado la charlatanería, la cortedad de miras y la imbecilidad ideológica en el último siglo. Un gremio al completo, el de los intelectuales comprometidos, puede ser considerado el perfecto ejemplo de necedad derivada no de la falta de inteligencia o información, sino de la ofuscación mental que impide contrastar las propias ideas con la realidad. Sus descendientes, creadores del «populismo intelectual» responsable de la pandemia psiquiátrica que padecemos desde hace lustros, aún creen que el saber es un estado de gracia que autoriza a quien lo padece a dirigir los destinos del mundo. A lo anterior hay que añadir que la necedad sigue nutriéndose, como hizo siempre, de aquello que parece justificarlo todo: la búsqueda denodada del bien, el santo grial de la demagogia lírica de todos los tiempos. Rememoremos, por ejemplo, a Monsieur Bovary, quien, animado por su amigo el farmacéutico, decide operar al patizambo Hipólito, una intervención que sobrepasa sus competencias médicas y termina con la amputación de la pierna del muchacho. Por hacer un bien, ha hecho un mal mayor. Esto sucede a menudo. El necio confunde las buenas ideas, los buenos sentimientos, los buenos deseos, con el buen juicio. Bouvard y Pecuchet, la novela póstuma de Flaubert, desarrolla esta idea hasta extremos desternillantes. Pero ni mucho menos fue el primero en hacerlo. Recuérdese el episodio de la liberación de los galeotes del Quijote. En cuanto los recién liberados se vieron sin cadenas, le dieron una paliza a su bienhechor. El siglo xx ha proporcionado montones de ejemplos parecidos, aunque por desgracia la mayor parte de ellos en la propia realidad. Los crímenes de los ideócratas soviéticos en nombre de la revolución son el ejemplo clásico. Decenas de millones de personas sacrificadas por una idea. Asombrosamente, y esto prueba lo necia que puede llegar a ser la necedad, todavía hay quien mira hacia otro lado y, convencido de su perfección moral, prefiere ignorar que sus ideas sirvieron un día para aplastar a pueblos enteros.

El predominio de lo sentimental sobre el buen juicio guarda relación asimismo con otro de los enemigos de la modernidad: el kitsch. La creencia de que el corazón está más capacitado para juzgar éticamente las acciones humanas que la razón nos ha llevado, según Kundera, a una situación catastrófica. La inteligencia emocional, que es más emocional que inteligencia, trata de imponer, y de hecho da la impresión de haber impuesto, un terrorismo del corazón que amenaza cualquier pretensión de considerar los asuntos desapasionadamente. Los hechos cuentan menos que las pasiones que suscitan y, como éstas son heterogéneas, la sociedad se ve abocada a una creciente confusión en la que el valor supremo es la propia emoción, la subjetividad en estado puro. El problema es que si hay algo en el mundo realmente susceptible de falsificación son los sentimientos, un fenómeno que la tradición centroeuropea designa con la palabra kitsch. Detrás de ella no sólo está el mal gusto o la sensiblería, sino algo bastante peor, pues el gran problema del kitsch, como muy bien ve Kundera, es que reduce a nada las obras de arte, volviéndolas insignificantes, desactivándolas. Si al juzgarlas se impone el lugar común sentimental, todo eso que se identifica, por ejemplo, con lo políticamente correcto, desaparece lo artístico de la obra de arte. El lector, el espectador, el público, sólo está dispuesto a contemplar lo que le emociona o le satisface moralmente. Más allá no está dispuesto a ir, aunque en ese más allá es donde opera, por definición, la obra de arte. ¿Quién puede reconocer y apreciar las buenas novelas, novelas de verdad, en un contexto como éste?