Autor de culto, dicho en la jerga de los aficionados a las letras, Ory cuenta con fieles seguidores de su obra y obtiene constante atención en los medios académicos (se le dedican con regularidad tesis y estudios universitarios). No logra, sin embargo, una difusión generalizada, porque ésta resulta incompatible con su esencia de raro. De raro y, en consecuencia, de inclasificable. Ello se debe, sobre todo, a la peculiaridad de sus escritos. Y, asimismo, a la naturaleza abigarrada de su obra: lírica (siempre rupturista del sistema dominante, y no sólo por la inicial aventura de aquel vanguardismo doméstico que fue el postismo), aforística (en no pocas páginas sueltas, y, de modo unitario, en los pensamientos, sentencias, ocurrencias, aforismos y greguerías de Aerolitos), dietarística (su voluminoso y magnífico Diario, su «gran obra», como le decía su valedor Félix Grande), ensayística (con la versatilidad de curiosidades que revela Iconografías y estelas) y narrativa.
EL PROSISTA MARGINADO
De esta escritura heterogénea, es la poesía la forma que se asocia de manera bastante excluyente a su trabajo, en detrimento de la prosa, sea de la prosa de expresión verista, directa, sintética, antirretórica (aparentemente, porque obedece a una retórica de eficacia expresiva y comunicativa muy calculada) del monumental Diario, una cumbre de este género en toda nuestra historia, sea de la prosa imaginativa. Esta última, por otra parte, tampoco es unitaria y obedece a registros diferenciados, el de los cuentos, el de su única novela publicada, Mèphiboseth en Onou (varias más destruyó, según certifica el Diario), o el de La memoria amorosa (Madrid, Visor, 2011). Este libro póstumo, breve e intenso, que recuperó el diligente Jesús Fernández Palacios en cumplimiento de un encargo testamentario, revela la variedad tonal al alcance del autor. Se articula como una evocación emocional de cuatro escenarios sucesivos de la peripecia geográfica de Ory (Tarsis, Mayrit, Lutecia y Picardía: nombres que señalan a Cádiz, Madrid, París y Amiens-Thêzy) y no pertenece a ningún género específico (repárese en que figura en una colección de poesía, aunque se trate de prosa). Se funda en la autobiografía, como tantas y tantas páginas oryanas, se aproxima al diario sin fechas, se asoma a la disposición versal del poema, practica el diálogo expeditivo, tiene el aliento reflexivo del ensayo y fabula cuentísticamente una situación. Habría que calificar el conjunto de medio centenar de mínimas piezas de La memoria amorosa como «prosas», término elástico que nos permite reconocer la libertad de ideación y de plasmación verbal como fundamento de la escritura.
Curioso resulta que el registro postergado de la obra de Ory, la prosa, no fue una afición de domingo, sino que le dedicó una perseverante atención desde la juventud. Acaso puso en ella más empeño incluso que en la poesía, según sugiere su estudioso José Manuel García Gil en el rescate que acaba de hacer del escritor gaditano. Se trata de una antología de piezas breves, Cuentos sin hadas (Madrid, Cátedra, 2017), precedida de una completa y documentada introducción que traza con claridad la trayectoria vital de Ory, contextualiza sus relatos en su marco histórico y expone la singular poética narrativa que le inspiraba. Es una feliz y oportuna iniciativa editorial por traer a la actualidad al escritor andaluz, y por incluirlo en el discurso narrativo de posguerra, en el que es casi un desconocido. La ausencia del narrador gaditano en la prosa castellana del pasado siglo, de la que más de uno somos responsables, pedía esta reparación. Quien firma la presente nota de lectura se siente culpable de haber cometido esa injusticia en un libro reciente donde debería figurar, La novela española durante el franquismo. Sólo le dediqué una mención de pasada, un simple recordatorio de su relación con el grupo amistoso —«la fratría», lo llama Sánchez Ferlosio— vinculado con Revista Española. ¿Por qué ocurre tal fallo?
En un trabajo panorámico es fácil que se escape algún autor entre los que componen la infantería de las letras. Puede ocurrir, además de por un descuido o por el extravío de una papeleta, por ignorancia. Pero no era el caso. Me había venido encontrando de forma esporádica a Ory en publicaciones periódicas desde la alta posguerra. En algunas franquistas y del Sindicato Español Universitario (SEU): Fantasía, La Hora, La Estafeta Literaria y El Español. En la proclive a la polémica del falangista Juan Fernández Figueroa, Índice de Artes y Letras, en la más templada Correo Literario y en la ensayística, amén de literaria, Cuadernos Hispanoamericanos. Todas ellas dentro del ámbito oficial. También en otras independientes: en la generacional Revista Española y en la profesoral Ínsula. E incluso en el órgano de la oposición democrática en el exilio, Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura. Igualmente lo había encontrado en otras publicaciones posteriores, ya de la España en democracia: Barcarola o Fin de Siglo. La amplia nómina de revistas que acogieron al cuentista indica tanto una perseverancia en el cultivo del género como una notable promiscuidad estética. No es Ory, a la luz de las publicaciones a las que entregó relatos, un escritor de capilla.
Había encontrado, asimismo, al autor gaditano representado en Cuentos de la joven generación, la compilación escolar preparada por William H. Shoemaker y aparecida en la editorial Holt, Rinehart and Winston de Nueva York en 1958. Es relevante esta presencia porque el curioso hispanista norteamericano dejó constancia en su antología de un estado de opinión pública —agenciado en las tertulias madrileñas que frecuentaba— acerca de los nuevos cuentistas descollantes por aquellas fechas. Y puso a Ory en muy buena y selecta compañía: Manuel Pilares, Rafael Azcona, Ferrer-Vidal, Josefina Rodríguez (más tarde Josefina Aldecoa), José María de Quinto, Martín Gaite, Ignacio Aldecoa, Acquaroni y unos pocos más. El también entusiasta galdosiano reconocía en «Una exhibición peligrosa», la pieza elegida, una «muy lograda exhibición literaria de cortísima extensión […] en que, con segura mano y en casi los mismos minutos que dura la acción imaginada, el artista lleva al lector a una horrorosa experiencia vicaria». Y sentenciaba su secreto: «El cuento parece que se dice él mismo, pero no nos engañemos».
Además, había saludado en su momento un par de colecciones de cuentos de Ory, la que ponía en el título la pieza escogida por Shoemaker y El alfabeto griego, patrocinada por un editor-escritor-artista muy cercano a la sensibilidad del gaditano, Antonio Beneyto. Y, claro, conocía Cuentos sin hadas, especie de opera omnia de su narrativa breve que venía a ser un homenaje al autor de su ciudad natal. Siendo todo esto así, sólo hay una razón para haber ignorado a Ory en una descripción histórica enciclopédica. Ory como narrador (y como poeta) no resulta encajable en los grupos habituales, ni de tipo cronológico ni de tipo artístico. Pertenece biológicamente a la llamada generación del medio siglo —recordemos: la de Caballero Bonald, Ferlosio, los Goytisolo, Marsé…—, aunque su narrativa breve poco o nada tiene que ver con el realismo testimonial que este grupo practicó durante los años cincuenta y sesenta por razones políticas y utilitarias. Entono el debido mea culpa: el Ory cuentista pagó el vicio profesoral de los encasillamientos porque no hay uno solo en el que se acomode con propiedad dentro de las corrientes de la narrativa española del pasado siglo.
Tampoco recordé a Ory en otro momento de nuestra literatura de la pasada centuria en que podría haberlo mencionado. Me refiero a los amenes de la dictadura, cuando la prosa española renunció al realismo y se embarcó en una agresiva campaña de experimentos formales y de renovación temática. Aquel modernismo narrativo que marcó parte de los años sesenta y setenta no era, sin embargo, el modelo literario que inspiraba al Ory de Mèphiboseth en Onou. Las apariencias indican algunas relaciones con la corriente entonces en boga. Los referentes de aquel movimiento innovador coindicen con los de Ory, que él mismo condensó en su Diario, el 1 de octubre de 1952, en la «fórmula» con la que aspiraba a «crear un estilo inconfundible»: «D. + K. + F. = Carlos Edmundo de Ory», cuyas siglas remiten, por si hiciera falta desvelarlo, a Dostoyevski, Kafka y Faulkner. También la cronología revela una curiosa proximidad: el desatado discurso oryano apareció a finales de 1973, en plena onda expansiva del faulknerismo benetiano, de la apoteosis kafkiana acaudillada por el efímeramente famoso José Leyva y de los tormentos interiores típicos de los personajes habituales en tantos representantes de la nueva novela de aquel momento. Pero se trató de una simple coincidencia ambiental y de fechas.