La veta principal temático-anecdótica de Ory representada por los cuentos mencionados se abre a una segunda línea de acercamientos que vislumbran estados anímicos. Uno notable guarda relación con una vivencia del propio escritor, la soledad, que aborda en «La profesora de francés». El cuento hace una mostración dolida, empática del «corazón de una mujer sola» sobre parámetros muy diferentes a los del bloque anterior, pues aquí se adopta el enfoque de un realismo psicológico tradicional e introspectivo. El mismo propósito de acercarse a la soledad se encuentra en «Basuras», mas ahora avecindada en la infelicidad y con un tono cálido en la presentación de la tristeza, infrecuente en un autor propenso a las experiencias que tienden al desosiego mental y al desgarro. A estos asuntos acompaña otro motivo muy oryano, la pérdida de la identidad, vinculada al anhelo de conseguir el amor en una relación desigual. En fin, tampoco falta, frente al tono severo general en sus cuentos, la nota lúdico-humorística de «La lista», divertida historia de lo que sucede cuando el secretario de Dios pide a su superior unas vacaciones.

Por lo común, los cuentos de Ory tienen un emplazamiento mental o desarrollan una parábola (término que utiliza en varias piezas y da lugar a una especie de ciclo temático) y marginan la recreación stendhaliana del mundo, frente a la tendencia más extendida entre sus colegas —y unos cuantos de ellos amigos— del medio siglo. No se halla, sin embargo, ese realismo costumbrista, ausente por completo en su escritura, y el estupendo relato «El robo del saxofón (cuento de niños terribles)» reclama un tercer espacio diferenciado. Esta novela corta de una cuarentena de páginas refiere con minuciosidad noticiosa y expansiones descriptivas ajenas a la condensación exigida por el cuento, y por boca de una primera persona testigo de los sucesos, la historia de unos muchachos amigos que perpetran un delito menor, el robo del saxofón de una orquesta que actuaba en el Centro Mercantil de la ciudad de «xxx» (como advierte García Gil en nota, la propia patria chica de Ory, a cuyo Centro Mercantil acudía de adolescente el escritor con fines lúdicos y para hurtar libros de su biblioteca). La narración da cuenta de las consecuencias que tuvo para el protagonista, Félix Bermejo, el modesto pillaje con el que se quería dar satisfacción a un deseo profundo. Las apelaciones al lector y las referencias metanarrativas le dan un tono cálido, como de historia para referir a unos oyentes cómplices en la plaza pública, a una anécdota de ambiente provinciano de la época en que se sitúa la acción, el otoño de 1940.

Si este cuento algo recuerda no es al emblemático Kafka, sino a los escritores neorrealistas, a Aldecoa ante todo, y también a Martín Gaite y Fernández Santos. Como estos colegas, Ory recrea con suficiente precisión un medio y un ambiente. Prodiga notas de observación: una taberna, una carnicería. Dibuja una auténtica estampa local: escenarios, hábitos. Añade algún expreso apunte sociológico: concreta el estrato social de Félix, «rebelde en el segundo estadio de la clase media». Pero no hay, al igual que en sus mencionados coetáneos, ánimo de pintar una explícita estampa crítica. Se limita a reflejar, por medio de los protagonistas amigos (nada terribles, aunque así los señale humorísticamente el título), un clima colectivo de tristeza, languidez, aburrimiento y falta de alicientes vitales, una vida mortecina e insulsa, sólo animada por algunos sueños. Fiel a sus intereses, Ory adensa la historia con explicaciones psicologistas de los personajes y de sus familias. Y, desde luego, evita otorgar a la narración la vitola de denuncia social. Apunta en una dirección más genérica, hacia la percepción nítida de la vida: «Una cosa es la poesía y los sueños y otra cosa es la realidad», afirma el narrador. La estampa de época contiene un relato de aprendizaje: el juez que se ocupa del robo «representaba para mí la rotura con la vida fantástica solucionable y poblada de sugestión», concluye.

 

UNA AVENTURA DE INTERIORES
El reflejo del mundo exterior no importa, sin embargo, mucho a Ory. Lo imanta, por el contrario, la mirada a los hondones de una conciencia conflictiva. La suya es una aventura de interiores atenta a explorar conciencias atribuladas, dubitativas, desarboladas, agónicas. Conciencias que, en general, no observa en otros sino en sí mismo. Por eso sus relatos tienen un fuerte contenido autobiográfico o, mejor, autovivencial. Es él, su yo malherido, el punto de partida de la escritura, la cual tiene bastante de autoconocimiento y un algo, con frecuencia, de catarsis.

Desde bien temprano tenemos muestras de la conflictividad íntima real que siempre amenazó a Ory. En el Diario confiesa el 15 de diciembre de 1949 cuánto daría él por ser algo distinto a lo que es: ser un muchacho cualquiera, un estudiante, un niño rico, un niño vago, un niño sonriente, un niño idiota, un niño o una niña, un gato, un cocinero de barco, un payaso de circo, un sepulturero; un otro. Por ser, especifica, «¡todo, menos Carlos Edmundo! Menos este Carlos Edmundo indómito, diminuto y enérgico, enamorado y demente, maniático, colérico, sediento, irresistible, solitario, irónico, inteligente, magnífico, duro, molesto, sarcástico, torpe, cómico, franco, categórico, filósofo, adivino, ingenuo, honrado, lujurioso, distinto, adusto, ocioso, inquieto, temible, doliente…». En esta enumeración caótica y paradojal se intuye el programa literario de los asuntos que configurarán la temática del escritor, en busca de construir una identidad a través de sus alter ego. Semejante ajetreo mental persigue fijar una percepción de la realidad lo más clara posible, y ese empeño se convierte en sostén de una poética.

En bastantes ocasiones, las explicaciones que los personajes de los cuentos de Ory dan acerca de sus vivencias parecen retratar situaciones anímicas del propio autor que éste convierte en sustancia del relato. Así ocurre cuando, en el inédito «Los ruidos», leemos: «En mi niñez acostumbré mi organismo a los baños de lo extenso experimentando reacciones interiores de gran intensidad»; o «Lo irreal puede concretizarse en la emoción»; o también «Bajo un clima de tranquilidad la concentración mental se absolutiza [el subrayado es mío] más y más con la circulación regular y la respiración calma». ¿No tenemos en estas advertencias el estímulo a partir del que levanta Ory un cuento? Más claro queda todavía en otras consideraciones alojadas, asimismo, en «Los ruidos». En el relato, dice el narrador, «Se rememoran episodios de una epopeya cuyos héroes son las sensaciones, los sentimientos, imaginaciones y fantasías y toda la carga de intuición del continuum estético diferenciado. Vivencias de lo mío o mundos privados de elaboraciones secretas padecidas y gozadas en soledad». ¿No cabe decir que los cuentos de Ory expresan esas «vivencias de lo mío» o esos secretos mundos privados, padecidos o gozados en soledad, sobre los que discursea el narrador?

Otras piezas apuntan en el mismo sentido. En ellas se contienen porciones de las inquietudes del autor con las que él conforma sus cuentos. Me lo parece la observación pegadiza de «Un documento»: «Hay cosas que no son tan insignificantes como a primera vista parecen. O bien, a primera vista, todo lo más pueden parecer extrañas. Y resultan sencillas». También estos comentarios de «El mago de la trompeta»: «Las palabras de los hombres […] no son otra cosa que reflejos instantáneos de la imagen de su espíritu»; «No soy amigo de redondear las cosas y menos la realidad»; «A veces me da la impresión de que soy un cerebro sentimental».

En algún cuento de Ory hallamos, incluso, apuntes que aluden a la manera de escribir. En «El mago de la trompeta» detalla un espontaneísmo de la escritura que sugiere el procedimiento utilizado por el propio autor cuando se siente escritor inspirado, entregado al impulso irracional del que surge un texto: «Un cuento lleva el argumento tan metido dentro de su ropaje de palabras que a menudo es difícil entresacar un motivo de su desarrollo. Miren, hablando claro, la instantaneidad es todo. Yo escribo un cuento como un pájaro vuela. Esta criatura necesita del espacio; pues bien, yo necesito del hombre. En donde hay un hombre hay un cuento (puede que hasta un cuento de hadas), y allí donde hay un cuento hay un problema insoluble. […] Hay que escribir todo al correr de la pluma, sin buscar las palabras». Este difuso razonamiento remite a una concepción muy flexible tanto del género cuento como de lo narrativo. Así lo revelaba la curiosa reseña que Ory dedicó a Ciudades y días, de Diego de Mesa. Sin ninguna duda, este libro del escritor madrileño exilado en México es una novela —una novela corta, por ser precisos— que cuenta con tratamiento poemático la experiencia bélica y sentimental de un soldado republicado durante la Guerra Civil. A pesar del carácter unitario del relato, Ory afirma: «No es una novela. Se trata de una narración sugestiva y amena dividida en cuatro capítulos, y éstos, a su vez, en otros más cortos, todos ellos con un título directo, síntesis de lo narrado» («Ciudades y días», Cuadernos Hispanoamericanos, número 14, marzo-abril de 1950). No parece Ory que le concediera a la trama argumental demasiada importancia. Más bien valora como sustancia básica de lo narrativo un tono, que en el caso del libro en cuestión consiste en la frescura de la prosa, en la «limpia prosificación», en la «expresión alegre y simpática» que el autor, «un hombre candoroso», hace de una dura experiencia vital.