Contar las vivencias, me parece, es la quintaesencia de lo narrativo para Ory. Vivir y escribir, o vivir para escribir, constituyen para él una misma cosa. De ahí un rasgo que afecta a bastantes de sus relatos: el cuento detalla cómo se escribe, qué disyuntivas se le ofrecen al narrador en primera persona, qué obstáculos encontró dicho narrador en su proceso de narrar… Ya advirtió José Luis Calvo Carilla, gran conocedor de nuestro autor, en su ensayo «Carlos Edmundo de Ory, un prosista postista» (Cuadernos Hispanoamericanos, número 543, septiembre de 1995), que en los cuentos del gaditano «el recurso a la especulación ficcional va a ser inherente en muchos casos al propio desarrollo de la acción o a la creación de ambientes intemporales o fantasmagóricos». No se trata de una afición metaliteraria de orden culturalista, sino de imbricar la anécdota y su relato para representar de este modo la trabazón de vida y literatura. Esa impresión producen sus textos, en su conjunto, no sólo la prosa, y él mismo la avala en el Diario: «Vivir no es escribir. Pero, cuando escribo, vivo. O mejor: es entonces cuando de verdad vivo», anota el 14 de septiembre de 1952. Y al día siguiente llega incluso al agonismo romántico: «Toda mi literatura es la literatura de mi muerte».
Habría que añadir anotaciones de base biográfica insertas en los cuentos, claras en el manifiestamente autovivencial «La sonrisa de Osiris»: «Porque tú has sido siempre movimiento, acción, nerviosismo, impulso, arrebato», dice en un momento el narrador, y añade en otro: «Sí, me dije: ha enloquecido a fuerza de tensiones mentales, ideas fijas, introspecciones, ensimismamientos. Ímprobas faenas que atosigan el pensamiento y crean estados de enajenación súbita». Aunque no es el autobiografismo nada disimulado lo que me interesa resaltar, sino que esa materia pasa a convertirse en la sustancia misma sobre la que Ory construye sus relatos. Sus cuentos expresan los mismos afanes que inquietan al autor. Se convierten en expansión narrativa de sus obsesiones, en exorcismo verbal de peculiares aprensiones. En última instancia, afrontan, sin dar respuestas simplistas, la última frontera del ser, el asunto por antonomasia, el que plantea en el muy extraño «Los ruidos»: «El hombre, esa incógnita».
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Este nuevo Cuentos sin hadas recobra al Ory narrador y lo inserta en el canon de la prosa española de posguerra, que enriquece y flexibiliza con su escritura personal y excéntrica. El rescate no resulta todavía todo lo completo que sería deseable. Queda pendiente recuperar el inédito «Del aquí», un original mecanografiado con el que Ory cumplió la obligación contraída con la beca de creación literaria en el extranjero que le concedió la Fundación Juan March en 1973. El propio autor de la antología, José Manuel García Gil, tendría que ser su perfecto editor. Y aguarda una reedición de Mèphiboseth en Onou, casi desconocido, en parte, por la dificultad de su lectura y, en parte, por su salida en un artesanal sello grancanario, Inventarios Provisionales. La peculiaridad de su ideación y la entrega absoluta al fondo de la mente de estas memorias del subsuelo y memorias de un loco castellanas no deben permanecer más tiempo en la absoluta ignorancia actual. Con todo ello, se le restituiría a Carlos Edmundo de Ory su derecho a figurar en el patrimonio de la prosa narrativa española.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]