Mèphiboseth en Onou nada tenía que ver con aquellos afanes. Es una de las obras literarias de más guadianesca gestación que yo conozca. Su concepción se remonta al 24 de mayo de 1945, día en que, todavía sin título, Ory la registra en su Diario: «Esta noche a las diez he comenzado mi novela autobiográfica. He escrito dos páginas». Con un escueto Mèphiboseth la bautiza casi dos años más tarde, el 5 de febrero de 1947. Y hasta un mes después, el 10 de marzo, no le dará el título completo a esta su «lucha con Apolo en Paros», a este «mi libro de Job». Una veintena de apuntes en el Diario van constatando el proceloso surcar los mares del manuscrito de la novela, con progresos, retrocesos y desfallecimientos. A finales de 1949, el 21 de diciembre, anota que el libro «ya está realmente terminado». «Sin embargo —precisa—, necesita una revisión». Otros dos años después (el 28 de septiembre de 1951), él mismo duda de su capacidad de rematar el trabajo: «Comencé la última (¿es cierto?) revisión». Parece que ahora la cosa está bien encaminada y va en serio. A finales del mismo año (el 5 de diciembre) piensa «en la conclusión definitiva de mi gran libro», en trance de exaltación creadora: «Mi cabeza está en estado de gracia. Bullen ideas». En 1952 se dispone a hacer varias copias mecanográficas, le lee un capítulo a una amiga y ha decidido entregarle el original a su valedor, el político y editor Eduardo Aunós, el mismo que le había sacado los cuentos Kikirikí-Mangó. Aún habrá que tardar el texto ne varietur, porque Ory continúa enredado en la madeja de este «libro de adolescencia» al que parece ponerle, por fin, «título definitivo: Mèphiboseth en Onou. (Cuadernos de un visionario)».

La censura impide en septiembre de 1953 que acabe esta carrera de correcciones, mudanzas y ampliaciones. El estricto e intransigente Pedro de Lorenzo ha dictaminado que el libro «debería llamarse El blasfemador». Así que la peripecia se reanuda, pues Ory persiste en su manía de hacer modificaciones. Apunta el 19 de septiembre de 1955: «Comienzo a escribir la cuarta versión» de un trabajo que unas veces va hacia adelante y otras hacia atrás, que se ramifica, que se hace «gordo y negro». El tiempo no cuenta para la labor émula de Sísifo de este «libro siempre concebido y nunca realizado», según observa en mayo de 1956. El tiempo está estancado: recupera en 1961 un viejo manuscrito y quiere «destruirla, quemarla», la novela, porque «es obra de juventud». Este mareante work in progress se dilatará durante cerca de tres decenios: en febrero de 1973 manda una copia al editor J. J. Armas Marcelo y, al terminar el año, le llegan ejemplares de la novela iniciada en 1945.

Merecía la pena precisar con cierto detalle esta correría textual, ya que esclarece que Mèphiboseth en Onou no guarda relación alguna con el modernismo propugnado por la generación del 68, por los jóvenes benetianos y novísimos. Era el resultado de una larguísima aventura espiritual, de un descenso a las profundidades de la psique, de una exploración atormentada del yo que no debe nada a la moda de presentar seres conflictivos, ensimismados y solipsistas en el ocaso de la dictadura. Mèphiboseth en Onou era —es— un ejercicio espiritual de esclarecimiento autobiográfico, casi de suplantación del autor por un alter ego visionario. El escritor gaditano lo tuvo claro desde temprano: «Carlos Edmundo de Ory es un ser imaginario. Yo soy Mèphiboseth, el personaje de mi novela. Yo no existo. Existe mi loco», leemos en el Diario el 27 de octubre de 1951. Y el 30 de marzo de 1954 confiesa: «¡Cuántas cosas he dicho en mi Mèphiboseth que están aplicadas a mí directamente!» (la cursiva es del autor). Este su «libro profético» (así lo califica el 28 de enero de 2000) no encaja en ninguna de las corrientes que atraviesan las letras de posguerra, por mucho que un fondo visionario establezca aparentes vínculos con las novelas innovadoras de hacia 1970.

 

MODOS DE PENETRAR EN LA REALIDAD
La condición extraterritorial de Ory afecta también, desde luego, a sus cuentos, al menos en el específico sentido de no hallarse arraigados en ninguno de los movimientos narrativos dominantes en su tiempo. Ya lo anuncia el publicar una pieza en La Cerbatana, órgano de expresión de un grupo de amigos que pretendían distanciarse del convencionalismo literario colectivo. Y lo corrobora el que siguiera dando a conocer sus textos en publicaciones de muy diferente y contrapuesto signo. Nada parece tan incongruente como firmar en medios radicalmente contrarios; entre los antes citados, el gubernamental exaltado El Español y el opositor Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura. Es una señal clara de un andar artístico e ideológico del todo libre. Y valga, en honor de nuestro autor, añadir que algo no muy distinto hicieron otros muchos de sus coetáneos. La antología Cuentos sin hadas preparada por García Gil muestra bien a las claras la singularidad de la cuentística de Ory. (Apostillo entre paréntesis que el título elegido me parece un desacierto editorial: se presta a confusión con el homónimo editado en Cádiz en 2001, cuando son obras distintas y producirá confusiones bibliográficas. Piezas de la edición gaditana no figuran en la de García Gil y viceversa, pues éste añade media docena de relatos procedentes de un conjunto todavía inédito, «Del aquí»).

Contrastes llamativos se encuentran entre los cuentos y narraciones reunidos en los Cuentos sin hadas de García Gil. Pongamos un botón de muestra. «El robo del saxofón» tiene carácter realista-naturalista mientras que lo enigmático vibra en los inéditos «El pastelero» o «Escribiendo a los Reyes Magos». Éstos serían los extremos de una aproximación a la realidad en la que caben otras varias posibilidades o modos de acercamiento. Intentado, pues, deslindar las perspectivas adoptadas por Ory, podrían diferenciarse las tres señaladas.

La primera, al tratarse de la más común en nuestro narrador, se define por su incursión en la realidad insondable con el concurso de lo fantástico. Lo muestran los inéditos recién citados, en línea convergente con bastantes de los conocidos. Lo onírico-visionario sedimenta «El desenterrado». La aproximación parapsicológica sostiene «La mujer de los tres trapos», el primero que escribió —según precisa García Gil— y que anuncia una tempranera inquietud. En el límite del absurdo se plantea «Una exhibición peligrosa». Tal frontera se encuentra en el cogollo anecdótico de este cuento: las vicisitudes de un hombre que mete la cabeza por el hueco de un cristal roto. Curioso es el viaje de ida y vuelta de lo imaginario al verismo. El final da un quiebro hacia la lógica: se llevaron al hombre al hospital y la gente se preguntaba, aun conociendo tal desaguisado, si estaba muerto.

Pertenece este relato a lo onírico como fuente de sorpresa, y esa misma clave alcanza otra dimensión menos apacible, la de la pesadilla, en «El pescador enfermo», uno de los que ejemplifican la materialización de lo que Ory llamaba el «suceso mágico». La potencia inventiva del escritor se pone de relieve en la historia del pescador que ha apresado unas truchas y, para salvarlas, orina en la cazuela de cocer las patatas. En una dinámica de metamorfosis, las truchas se trasforman en ratones a los que finalmente encuentra convertidos en peces muertos dentro de la jaula en que los ha recluido. El misterio en estado puro da lugar también en otras ocasiones a lo onírico con trazas de goticismo y fantaterror. En «José en el camposanto», el padre muerto pide al hijo que lo sustituya en la tumba un rato. Cuando el padre regresa, el hijo ha desaparecido y nunca volverá.

El ámbito de lo incógnito y misterioso adquiere en Ory la dimensión de la imaginería surrealista que, complementada con un juego de pura creatividad, produce la extrañeza. En el minirrelato, muy temprano, de 1949, «Corto informe de un suceso», un hombre contempla la luna, de pronto, impreca al satélite («—¡¡La luna apesta!!») y sigue su camino. Cuando se ha marchado, la luna escupe «desdeñosamente» sobre un pescado muerto abandonado en el sitio desde donde lo insultó. En «El acto bruto», Jeremías Perro se libera de la opresora idea de hacer algo definitivo en la vida decidiendo que debía matar. Lo hace y confiesa el crimen. La policía le pregunta quién es el muerto o muerta. Es una silla, declara. En efecto, una silla está tirada en la casa y muestra una herida en el respaldo.

La línea visionaria predominante en la narrativa de Ory adquiere otras varias modulaciones. En general, sus piezas presentan situaciones oscuras y difícilmente explicables o comprensibles, sin respuesta desde una visión lógica y cartesiana de la vida. El sentido de los textos —salvo la percepción de un halo de misterio— no es del todo inteligible, claramente accesible ni mucho menos evidente. En «La parábola del bolso», un hombre que sigue a una mujer le pide que le enseñe ese objeto, ella asiente y él comprueba que lleva media docena de huevos rotos. En «El silencio de Sonia», ¿qué ruido raro hace la chica para que el narrador le exija que deje de hacerlo? En «La sonrisa de Osiris», unas mentes desasosegadas dan lugar al retrato en estado hipnótico en el que el poeta y el doble se confrontan en lucha dramática, agónica.