También en Ausencias hay un crimen y una viuda. Y éstas son las palabras con las que Mario responde a su hermana cuando ella le pregunta por sus desarreglos neuronales: «Desde niño he sentido esa sensación de flotar, de estar en un lugar y no estar al mismo tiempo. Me veía fuera de la realidad concreta en donde el tiempo se estiraba como una goma elástica. Al principio… es como si yo estuviera perdido en una niebla que lentamente se va disipando… y enseguida siento una vibración en la atmósfera, algo así como el sonido que se expande en el aire cuando se golpea una copa de cristal, una vibración que hace temblar ligeramente los objetos: la mesa, las sillas, la lámpara y hasta las paredes. Sé que estoy tendido en la tierra, en el suelo, sobre un banco, en la cama o en un sofá, en un cuarto, en una sala de conciertos, en el campo, en el interior de un automóvil, en un paraje desértico… Y soy yo, pero también soy otra persona: otra persona no ajena, pero sí diferente, como si estuviera compuesto por personalidades distintas y, sin embargo, semejantes, como si mi cuerpo se dividiera en segmentos, cada uno de los cuales es diferente».

Esa sensación de salir de sí, esa prolongación más allá del propio cuerpo, se describe en un capítulo en el que se ha hablado de la herencia genética y se recupera una de las citas favoritas de Borges, el fragmento del filósofo Empédocles de Agrigento ya utilizado en El jardín de las delicias: «Y es que ya fui una vez muchacho y muchacha, y arbusto, y ave rapaz y mudo pez de los mares». Sentencia que —aunque en principio se refiera a la transmigración de las almas— parece barruntar tanto el retablo del Bosco qua da título a esa película como el evolucionismo de Darwin.

La misma fascinación por Borges lleva a Saura a reiterar un texto suyo que ya utilizó en la película El Sur, un ensayo fílmico sobre el escritor argentino, yendo más allá de la mera adaptación de su cuento homónimo. Se trata del conocido epílogo de El Hacedor, que ahora reaparece en Ausencias: «Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara».

En medio de todas estas reflexiones, Mario reconoce: «Bueno, la verdad es que creo que le estoy echando demasiada literatura». Como si lo suyo fueran las imágenes, no las palabras. Quizá un eco de los propios dilemas de Saura ante su faceta de escritor, más desconocida aún que la de fotógrafo. Y ello a pesar de que no resulta difícil sorprender la huella de El Jarama, de Rafael Sánchez Ferlosio, en la secuencia del río de Los golfos o la técnica de monólogo interior de Tiempo de silencio, de Luis Martín-Santos, en la escena de la siesta de La caza. O de que son varios los guiones que ha anticipado en forma narrativa antes de ser rodados (Pajarico, ¡Esa luz!) o que ha adaptado después a esa modalidad (Buñuel y la mesa del rey Salomón; Elisa, vida mía). Algo especialmente relevante en el caso de ¡Esa luz!, porque se trata de su película sobre la Guerra Civil y porque se inspira en las peripecias de Ramón J. Sender y su esposa, Amparo Barayón, y contiene numerosos componentes autobiográficos, dado que la madre de Saura y Sender fueron medio novios en Huesca.

Hay otros escritores en su filmografía, como el protagonista de Dulces horas, que reescribe su pasado familiar para que lo interprete una compañía de teatro. Sin olvidar el antecedente más próximo del Mario Romero de Ausencias, el personaje de Luis Santamaría en Elisa, vida mía, tanto la película de 1976 como la novela publicada en 2004. En pocas de sus obras ha dejado Saura una constancia tan explícita de la estrecha vinculación que su universo mantiene con la literatura. Uno de los personajes reales en los que se inspiró para Luis Santamaría fue la novelista Carmen Laforet. Pero no acaban ahí, ni mucho menos, esos vínculos, que se extienden a El Criticón, de Baltasar Gracián; Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, de Rainer Maria Rilke; El gran teatro del mundo, de Calderón de la Barca, y, por supuesto, los versos de Garcilaso que le prestan su título.

Ahora, en Ausencias, en el episodio que lo lleva a refugiarse en la casa que su hermana Teresa tiene en la playa, Mario baja hasta la orilla del mar con su cámara y, al observar el oleaje, piensa.

El sonido de las olas al disolverse lamiendo la arena y removiendo los guijarros que se desplazaban, como si se arrastrara algo por el suelo, acompasaba su respiración. En ese sonido, en ese flujo y reflujo, en el ir y venir infatigable del mar, sin cuerpo y sin alma, estaba quizá lo que llamamos vida. En esa labor lenta de disgregación y acumulación de desechos estaba representada la naturaleza o lo que llamamos «naturaleza», palabra que englobaba demasiadas cosas y entre ellas la vida y la muerte: conjunto, orden y desorden, caos, expansión y contracción…

Los que saben de eso dicen que fue en un mar primigenio donde la vida comenzó y evolucionó, y fue en el mar donde nuestros antepasados vivieron antes de tomar la determinación de salir a la tierra y respirar el oxígeno del aire. Una determinación azarosa que nos hizo soñar con volar para salir del agua. Pero nunca salimos del todo y bebemos agua para subsistir; y allí quedan, en el interior de nuestro cuerpo, las huellas de las bestias acuáticas que un día fuimos. ¡Cuánta razón tenía Quevedo cuando decía que somos «Un fue, un será, y un es»! Lo hicimos, lo hicieron otras bestias seguramente diminutas que tenían branquias para respirar en el agua y pulmones que respiraban el aire, bestias que al final devinieron hombres. Algunos saurios hicieron lo más difícil: se convirtieron en aves y aprendieron a volar millones de años antes de que el hombre lo hiciera dando un rodeo y con ingenios interpuestos.

Es decir, quizá —como asegura Jung— la mayor parte de las cosas que hacemos se deben a que venimos haciéndolas desde muy lejos. Estas ideas serán retomadas en otro capítulo que también transcurre junto al mar, el titulado «Anna Richstein». Mario ha ido a Mallorca a visitar a la mujer de ese nombre, para mostrarle el mensaje y la fotografía escondidos por el padre de ella en el interior del chasis filmpack de la cámara Ernemann Ermanox, antes de ser detenido por los nazis. La mujer y la niña de la foto —le dice Anna— son ella y su madre, que sobrevivió al campo de concentración de Buchenwald. Y señala a la anciana que está allí, en la terraza, balanceándose en una mecedora. Parece acechar el horizonte para ver ese rayo verde que se produce justamente en el momento en que se pone el sol y la luz cede su lugar a la sombra, tal y como cuenta Julio Verne en la novela que lleva ese título.

Tras retirar Anna a su madre de la terraza, Mario experimenta una peculiar sensación: «Cuando entró en el cuarto de estar observó que la mecedora todavía se balanceaba, y lo extraño era que no paró de hacerlo en todo el tiempo. Aquello le sorprendió y pensó que debía de tener algún mecanismo electrónico que procuraba ese movimiento pendular. Un amigo neurólogo le dijo que ese bypass, ese ir y venir, el uno y el dos, la cola de los perros, el péndulo de un reloj, son los movimientos más básicos que permanecen en los animales y en el hombre, como un vestigio de tiempos más allá de los dinosaurios. Y que ese movimiento compulsivo, de la cópula, de los espermatozoos que nadan en el semen con un movimiento de látigo en sus colillas de renacuajos, nos lleva al comienzo de la vida, a las primeras bacterias, y de nuevo a las actinias y a las maravillosas medusas transparentes que se contraen y expanden en su Big Bang; y también el temblor insistente del párkinson».

No es la única vez que Mario establece ese tipo de conexiones. Lo hace a menudo durante sus «ausencias» o las resacas de los medicamentos con los que tratan de aliviárselas. En una de sus duermevelas en la residencia ve a una mujer caminando por las dunas de un desierto, al atardecer, con una luz verde, irreal y prehistórica, similar al rayo verde de Verne que anuncia la oscuridad. La mujer lleva un velo negro que le cubre todo el cuerpo, como un sudario. Le recuerda ese espectro femenino de El caballero y la muerte, atribuido a Pedro de Camprobín, que se conserva en el hospital de la Caridad de Sevilla, y que Saura empleó a modo de tableau vivant en Goya en Burdeos.

5. FINAL
Ese tránsito del día a la noche es el mismo umbral en el que se sitúa el flickering o parpadeo de las películas al proyectarse y el clic de una foto al ser tomada por alguien. Y quizá sea ahí donde radique el misterio de esa máquina del tiempo que es la cámara, al igual que los movimientos binarios del balanceo de cunas y mecedoras, el péndulo que en los relojes marca los segundos y el pálpito de la vida en los organismos, las pulsaciones del corazón que emulan los marcapasos, el meneo de la cola de los perros o el ritmo de la cópula de la que surgirán los espermatozoides, la única célula automotriz del cuerpo humano gracias a su flagelo, capaz de remontar contra la gravedad y la corriente. Quizá todo ello no sea sino un eco remoto del primer latido cósmico, aquel Big Bang que dio origen al universo. Toda la novela Ausencias está llena de esta sabiduría, nada alardeada, que convierte en una experiencia impagable atender a lo mucho que Saura tiene aún que decir.

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