La individualidad, la idea, su articulación jurídica, social, familiar, en lo filosófico, en la conceptuación psicológica, es una realidad y al mismo tiempo una fantasmagoría. Aprecio mucho que usted conciba al individuo como límites que son rebasados continuamente. ¿Le molesta la individualidad? ¿Hemos hecho de ella una realidad hiperbólica?

Muchas veces se confunde el viaje con una dimensión cuantitativa. Sin embargo, este experimento de descentramiento puede realizarse igualmente a través de grandes desplazamientos o desde la más pura inmovilidad

El individuo, como antes he dicho, es una fantasmagoría. Cierto que es la única representación por la que creemos tener un acceso al mundo que nos rodea, pero eso no cambia su estatuto fantasmal. Cuando uno avanza en esta constatación se da cuenta de que nuestra fe en el individuo nos obliga a la imagen misma del prisionero: somos prisioneros en un nombre, somos prisioneros en una piel, somos prisioneros en una identidad. Lo paradójico es que nos pasamos la vida afianzando esta fantasmagoría y, simultáneamente, tratando de escapar de ella. Queremos escapar de nosotros, sin saber hacia dónde, de modo que nuestro encierro en el individuo acaba siendo el principal obstáculo para conseguir una libertad interior que es, en definitiva, la condición necesaria para cualquier libertad exterior.

De ahí la importancia de lo otro, de los otros, para llegar a conocernos. El camino de Narciso conduce a la autodestrucción. El de Narciso es el mito que mejor nos introduce a las aspiraciones y penurias del individuo. Narciso, encerrado en el estrecho margen de su propia piel, se contempla obsesivamente pero es incapaz de penetrar en el agua en cuya superficie se refleja su figura. Yo escribí mi libro Visión desde el fondo del mar, entre otras cosas, como una forma de rebatir la estrategia de Narciso. Metafóricamente, desde el fondo del mar uno contempla el mundo como un juego inacabable de iridiscencias, de matices, de presencias sensoriales. Para llegar a uno mismo hay que romper las propias fronteras y verterse en ese juego ilimitado. De ahí que el conocimiento pase por los sentidos, y sean los sentidos los que puedan reconducirte hacia ti mismo.

Desde algún ángulo a través de esta perspectiva podemos apreciar la importancia del arte a lo largo de los milenios: ha actuado ante nosotros como un espejo transfigurador que rompía el hechizo en que está sumido el individuo. Quebraba, por así decirlo, su piel, mostrándole, aunque fuera provisionalmente, el centro y la salida del laberinto. Como individuos somos desorientados habitantes de un laberinto; en cambio, mediante la atracción por lo otro, podemos llegar a tener la sensación de desvelar el enigma en el centro o la de conseguir la libertad única de la salida.

Respiramos cuando rompemos el caparazón en el que estamos metidos, y que creemos que actúa como coraza cuando en realidad se trata de una cárcel. Lo más sorprendente que nos ofrece la experiencia es que, precisamente, en los momentos extáticos es cuando somos capaces de ver en nuestro interior, de ver en los otros, de ver el mundo. Un ver que es un sentir; un sentir que es un conocer.

Usted ha sido y es un viajero apasionado, constante, y afirma en algún sitio que «los libros me han ofrecido preguntas, y los viajes, respuestas». ¿Esos viajes, en esta frase, son una metáfora de la vida? ¿No ha habido respuesta en los libros mismos, quiero decir, no hay experiencia en ellos?

Tanto los libros como los viajes pueden ofrecer la experiencia única de hacerte salir de ti mismo. Estás en otro mirador, contemplas con otra mirada. Esta es la verdadera substancia del viaje. Nos obligamos a descentrarnos, a poner en cuestión nuestras fronteras. Somos el otro que creíamos que estaba allá fuera cuando, en realidad, nos acompañaba en la intimidad.

El amor tiene que ser la consecuencia de la capacidad de amar. Por eso es tan necesario el amor propio, el que parte de la riqueza y no de la carencia, para emprender el abandono que implica la aventura amorosa

Muchas veces se confunde el viaje con una dimensión cuantitativa. Sin embargo, este experimento de descentramiento puede realizarse igualmente a través de grandes desplazamientos o desde la más pura inmovilidad. Si se produce aquella operación, el viaje inmóvil es un viaje alrededor del mundo. Esto acerca, pienso, la travesía de los místicos y la travesía de los exploradores. El falso viaje es aquel que realizamos con una supervisión externa, sin que apenas cuente nuestra libertad interior. En nuestros días tenemos el ejemplo, o la plaga, del turismo masivo que está constituido por una aglomeración asfixiante de falsos viajes. Ninguno de ellos proporciona experiencia, y, en cualquier caso, la que proporcionan seguro que es menor que la de aquel Viaje alrededor de mi habitación.

Algo similar sucede con la mala literatura. Los estantes de nuestras librerías están repletos de pésimos libros de la misma manera que los museos están atiborrados de turistas. Son libros que no producen en quien los lee ningún anclaje. Son pistas de patinaje a través de las cuales uno se desliza. En ningún caso se produce inmersión, verticalidad. Por el contrario, los buenos libros son, en efecto, auténticas experiencias de vida, auténticos camaradas de viaje. Por eso Pushkin, antes de morir, se giró hacia su biblioteca para despedirse. Sabía que allí estaban, acompañándole, amistades fieles y amores portentosos. Un libro que haya significado una aventura espiritual está siempre con nosotros, aunque quizá haga muchos años que no lo leemos. Pero así se explica también el placer de la relectura, de volver a leer páginas que han dejado en ti una fuerte impresión. Uno renueva lo que ya sintió de una forma distinta, más sutil, más compleja, más rica. Exactamente ocurre cuando volvemos a paisajes y ciudades que representaron mucho para nosotros. Los volvemos a habitar con ecos amplificados y, siempre, con nuevos descubrimientos.

No sólo ha sido un lector de gran curiosidad, un escritor prolífico en varios géneros y un viajero, sino… alguien para quien el amor ha existido y existe. Pero el amor, aunque siempre es una pasión, un vértigo aceptado, no es lo mismo, tiene variantes, formas distintas según qué épocas, y diría que según qué personas. ¿El amor, el abrazo amoroso, es el crisol que otorga sentido a lo que somos, criaturas un poco –o un mucho– perdidas en este mundo nuestro hecho de cosmos, sí, pero también de imaginación, algo que no termina nunca de coincidir?

En algún lugar he dicho que nacemos con la mitad de la frase escrita y nos pasamos la vida intentando escribir la otra mitad. Así se realiza la realidad o el espejismo de una entereza que es, aun ignorándolo, nuestra máxima aspiración. Dicho de otro modo: en todas las épocas de las que tenemos constancia documental el ser humano ha expresado un sentimiento de escisión, de separación, difícilmente consolable. Si bien lo miramos, la mayoría de las acciones humanas, físicas e intelectuales, han buscado un consuelo, por otro lado muy difícil de alcanzar. La cultura nos enseña que el hombre ha marchado siempre en esa dirección: la religión, el arte, la filosofía, las exploraciones de todo tipo. Sea a través de Dios, de la creatividad o del adentramiento en tierras desconocidas, el hombre ha intentado completar su entereza porque se ha sentido un morador de la escisión y la soledad.

La amistad ha sido una de las formas más recurrentes de conseguir lo que frecuentemente es inalcanzable. Por eso la historia de la literatura, que expresa la frustración y aspiración humanas, es una historia de la amistad desde los primeros ejemplos que conocemos. Recordemos la pareja amistosa formada por Gilgamesh y Enkidu o la compuesta por Aquiles y Patroclo. En tiempos modernos no se entiende la monumental obra de Montaigne sin la conmovedora apelación a la amistad que atraviesa los Ensayos.

La historia de la literatura es asimismo la historia del amor. No obstante, este siempre se ha presentado de forma más compleja y más tensa que la amistad porque el amor nos parece la tentativa más concluyente de construcción o reconstrucción de esa unidad que anhelamos. Y al ser la más concluyente es también la tentativa más abismática. Si debemos juzgar a través de las obras literarias, el ser humano ha creído que realmente mediante el amor sería capaz de escribir la otra mitad de la frase. Y eso lo significa todo, pues esa frase completada es la que nos introduciría al sentido de la vida.

Esa cualidad casi alquímica que otorgamos a la pasión amorosa nos ha proporcionado una epopeya tan vigorosa como frágil. Ahí reside el lado trágico del amor, pues conduce, con frecuencia, al amante a apuestas de todo o nada. Por eso el amor ha sido temido y también rebatido de forma que, en todas las culturas, los caminos de sabiduría debían implicar la superación de la pasión amorosa. Budha, Sócrates. La fantástica ironía es que Sócrates, en El Banquete, para exponer el camino de la sabiduría tiene que recurrir a la fuerza de Eros, y al final de su discurso es una mujer extranjera, Diotima, quien le introduce en la naturaleza de la sabiduría que es también la naturaleza del amor.

Puedo decir que a lo largo de mi vida he oído a muchos alardear de que dejarían de lado el amor para ser más sabios, pero aún no he conocido, en persona, a ninguno de estos sabios que haya renunciado voluntariamente al amor. Ocurre como en la dialéctica entre caída y renacimiento: el ser humano siente una oculta necesidad de darse una respuesta y, al pasar esta por la búsqueda de una entereza, no puede residir indefinidamente en la soledad. Se necesita el amor de una mujer, de un hombre, de Dios, o de cualquier otra manifestación que permita la ilusión de completarse. Pero eso no puede llevarnos a equívocos. El amor no puede ser la consecuencia egoísta de la soledad. Si es así, se trata, con seguridad, de un sentimiento fallido. El amor tiene que ser la consecuencia de la capacidad de amar. Por eso es tan necesario el amor propio, el que parte de la riqueza y no de la carencia, para emprender el abandono que implica la aventura amorosa.