En cuanto a Saer: como todos los narradores de su generación asistió puntualmente —ésta es una ensoñación— a las clases magistrales que dictaba Jorge Luis Borges en el aula magna de la Universidad de Buenos Aires. Muchos de esos narradores, embelesados, sólo escuchaban esas clases. Aprendían tramas, argumentos, sintaxis, adjetivación. Estudiaban el fantástico, el policial. Salían, como zombis, repitiendo la consigna «imaginación razonada». Algunos de ellos, más de izquierda, alertados por los contornistas, iban además a la biblioteca a leer los libros de Roberto Arlt, muerto casi veinte años antes, casi olvidado, o confundido con un escritor del Partido Comunista. Aprendieron, con Contorno, a leer algo que no sabían bien qué era y que muchos años después Analía Capdevila llamó «realismo visionario»[10]. Pero Saer, además, y acá comienza a complicarse el friso, se escapaba de las clases de Borges y de la biblioteca de Arlt para asistir, en el tercer subsuelo de la universidad —estaba tan alejado del aula magna que era como si estuviera en otra provincia— a las clases que daba, en una sala mínima, en penumbras, casi para nadie, el hoy insigne poeta Juan L. Ortiz. Signos de puntuación, cortes de verso, región, léxico y, sobre todo, disolución de las fronteras genéricas. Con todo eso a cuestas y, por supuesto, con un élan personal y ahora inconfundible, escribió los «Argumentos» de La mayor —a la lista del submarinista— como cierre y liquidación del género. De algún modo, después de los «Argumentos» de Saer, que son cápsulas narrativas, impulsos de un relato que en un momento el narrador abandona, sintiendo, a la manera simbolista, que lo que falta puede ser repuesto por el lector, no se pueden seguir escribiendo cuentos en la Argentina. Tal vez extraordinarios relatos de ficción de «media distancia» —la imagen que puede responder al mundo del box o a la del transporte es de Ricardo Piglia—que escribieron y escriben César Aira o Elvio Gandolfo sean una consecuencia de esa liquidación. Como puede serlo también el progresivo paso de la ficción a la crónica en el caso específico de Hebe Uhart. Una gran cuentista (si no fuera porque el género estaba muerto) que encuentra, al fin, en la crónica, un glorioso ensanchamiento expresivo.

Ahora, sin embargo, lo vemos, está lleno de cuentistas argentinos. Jóvenes cuentistas argentinos que hacen el cursus honorum de las pequeñas editoriales independientes o públicas a las majors multinacionales, a los premios, a los aviones. En las reseñas, todos son honrados con ditirambos que, a duras penas, recibió Borges mucho después de haber publicado sus dos libros capitales, y que ahora se reparten como volantes publicitarios callejeros: «excelente», «bellísimo», «sorprendente», «estremecedor». Son todos textuales.

«Un cigarrillo y un premio literario no se le niegan a nadie», decía Saer cuando recibió el Nadal, para bajarle varios cambios al tono celebratorio de quienes lo felicitaban y reafirmando que, en todo caso, ese era un asunto de la industria editorial, que no atañía específicamente al arte de la composición ni a la literatura.

En esa línea, nada definido hoy como un «cuento» puede ser calificado de manera entusiasta, pues se trata de un género que llegó, en la literatura nacional argentina, a su cima con Borges. Y que Saer liquidó.

Un cuento es a la narración lo que un soneto o un romance a la poesía. Una forma específica, reglada e histórica. Por alguna razón, sin duda dictada por el mercado —una presión de la que prescinden casi todos los poetas del mundo— el género trascendió a su liquidación y a su cierre histórico. Y es probable que muchos buenos y muy buenos narradores (debe haberlos debajo de esos adjetivos) se encuentren, finalmente, cómodos con los réditos obtenidos a cambio de ese condicionante.

En cuanto a las narraciones breves, una de las derivas virtuosas del cuento, este comienzo alentador de una que viene de publicar Claudio Iglesias: «Cuando Manuel era un bebé, una niñera lo dejó momentáneamente a su arbitrio en una plaza, donde lo mordió un cerdo».[11]

Ya podemos imaginarnos (aun: ejercitar en un taller de escritura creativa) los desarrollos posibles de esa primera frase si fuese la de un «cuento». En el imperante revival del subgénero terror, más de uno convertiría a Manuel en un cerdo. Pero como no se trata de un cuento, sino de una concentrada biografía del pintor Manuel Musto, el autor lo cierra así: «Juan Pablo Renzi, en 1976, le hizo un homenaje; lo pintó de grande, de frente y con su jopo intacto».

 

[1] Payró, Roberto Jorge, «Rubén Darío» en Evocaciones de un porteño viejo, Buenos Aires, Quetzal, 1952.

[2][2] Darío, Rubén, «Palabras liminares» en Prosas profanas. Poesías completas, Buenos Aires, Timón, 1945.

[3] Prieto, Martín, «Un poeta político», entrevista a Raúl Zurita. Inédita.

[4] Bioy Casares, Adolfo, Borges, Buenos Aires, Destino, 2006.

[5] Giménez Zapiola, Emilio, «Informe de mí mismo», entrevista a Jorge Luis Borges, revista Atlántida número 1245, Buenos Aires, diciembre de 1970, citado en Chiappini, Luis, Borges y los escritores, Rosario, Zeus Editora, 1993.

[6] Saer, Juan José, «Libros argentinos», en Trabajos, Buenos Aires, Seix Barral, 2005.

[7][7] Jarkowski, Aníbal, Juan José Saer: seamos realistas (a pesar de todo), Buenos Aires, Malba Literatura, Colección Cuadernos, 2018.

[8] Bioy Casares, Adolfo, cit. en 4.

[9] Arlt, Roberto, El Jorobadito, Buenos Aires, Losada, 1958.

[10] Capdevila, Analía, «Arlt: por un realismo visionario», en El interpretador, número 27, Buenos Aires, junio de 2006. En línea: <https://revistaelinterpretador.wordpress.com/2016/12/07/arlt-por-un-realismo-visionario/>.

[11] Iglesias, Claudio, Genios pobres, Buenos Aires, Mansalva, 2018.

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