POR MALVA FLORES

«¿Qué habéis hecho, entonces, de mi alto valle metafísico?».
Alfonso Reyes

 

Con una puntualidad parecida al destino, el 19 de septiembre de este año, pocas horas después de que se realizara un simulacro nacional en homenaje a los muertos durante el terremoto del 19 de septiembre de 1985 y apenas una semana después de que otro sismo con magnitud de 8.1 fuera un látigo en algunas regiones del país, un nuevo terremoto cayó sobre nosotros, devastando personas y ciudades, pueblos escondidos y la gran capital: la Ciudad de México. Para quienes sufrimos el de 1985, el recuerdo de aquellos días aciagos se convierte en renovado sacudimiento emocional al sufrir, como una asombrosa y muy tardía réplica, el nuevo sismo. También son inolvidables las muestras de solidaridad que en 1985 lograron no sólo el salvamento de vidas sino, asimismo, la construcción de una sociedad civil organizada por su voluntad.

Cuando esta colaboración esté frente a los lectores, habrá pasado ya la primera emergencia: la de rescatar vidas. No así las tareas forzadas a las que se verá sometido mi país, después de esta nueva tragedia que, en algunos estados, secó incluso varios manantiales: huyó el agua, que tiene más formas de la huida que nosotros, los humanos. Cuando esto escribo, más de diez mil escuelas en el centro y sur de México han sido severamente dañadas y varias centenas deberán ser demolidas. Además de la Ciudad de México, el sismo del 19 de septiembre y el previo, del día 7, afectó a tres de los estados del país que se encuentran entre los más pobres (Guerrero, Oaxaca y Chiapas). El estado de Puebla sufrió graves daños en infraestructura y se han perdido más de trescientas cincuenta vidas en este último movimiento de la Tierra que dejó toneladas de polvo en nuestros ojos.

 

LA VENGANZA DEL POLVO

En el polvo se nace, en él se muere. El polvo es el alfa y el omega. ¿Y si fuera el verdadero Dios? Acaso el polvo sea el tiempo mismo, sustentáculo de la conciencia. Acaso el corpúsculo material se confunda con el instante.

 

Lejos de mi ciudad, leo «Palinodia del polvo», de Alfonso Reyes, aquel extraordinario texto, escrito en 1940, donde el polígrafo lamenta la contaminación de su valle de México, de su Anáhuac. La primera línea de ese escrito —«¿Es ésta la región más transparente del aire?»— recordaba y retractaba las primeras palabras de su Visión de Anáhuac, escrita en 1915 y publicada en 1917, hace cien años.

«Viajero: has llegado a la región más transparente del aire», dice Reyes en 1915, recordando las líneas de una famosa conferencia suya, ofrecida cuatro años antes con el título de «El paisaje en la poesía mexicana del siglo xix». Allí aseguró que los mexicanos, como los griegos que elogiaban a sus ciudades con inscripciones grabadas a las puertas de aquéllas, podríamos también grabar alguna que dijera «Caminante: has llegado a la región más propicia para el vagar libre del espíritu. Caminante: has llegado a la región más transparente del aire».

Leo toda esta información en Visión de México (2017), la antología preparada y anotada por uno de nuestros más grandes reyistas, Adolfo Castañón, quien durante dos décadas dispuso de su tiempo, congojas y alegrías para ofrecernos este libro fundamental, editado en dos volúmenes por la Academia Mexicana de la Lengua, en la colección Clásicos de la Lengua Española. Allí mismo apareció también la edición crítica de El águila y la serpiente, de Martín Luis Guzmán, realizada por Susana Quintanilla, donde se recoge el material de las entregas publicadas originalmente en el periódico El Universal, amén de otro material al que se une el estudio de Quintanilla, «El águila y la serpiente por entregas (1916-1929)».

El de Reyes es un compendio de su obra atendiendo a una idea del polígrafo, según nos cuenta el propio Castañón en el amplio estudio que acompaña la obra («Para un perfil de Alfonso Reyes»), donde rastrea el origen del deseo del poeta regiomontano que, en cartas y otros documentos, señaló uno de sus sueños: «Una serie de ensayos que habían de desarrollarse bajo esta divisa: “En busca del alma nacional”».

Hablar de «alma nacional» puede resultar hoy, a la vista de los disturbios y enconos que el atroz nacionalismo, pasado y presente, han provocado, un dislate. «Alma nacional» no es nacionalismo. No lo fue para Reyes, ni para Castañón, que dividió la antología en varios apartados. Desde «Reyes por sí mismo (memorias y diarios)» hasta «Del saber nacional a la crítica del nacionalismo», vemos el despliegue de un pensamiento y una actitud vital que no puede concebirse ajena a su patria y sí, como la búsqueda «de los genios del lugar y de los duendes del tiempo, de la historia, la literatura y la geografía, en busca de ese espacio hecho de creencias y paisajes llamado México», anuncia Castañón. Quizá, en el fondo, sí exista un alma nacional, muy lejana, por cierto, a la que políticos, economistas, intelectuales o deportistas observan: aquella que sobrevive en la conciencia de los ciudadanos como un eje de cohesión inalterable; ese eje que hizo rodar los pesados engranajes de la abulia y el encono y dejó salir, el 19 de septiembre, nuestra alma mejor entre varillas, vigas, cuerpos. Una forma de la armonía contra la venganza del polvo y de la corrupción. Una línea del poema «Las ruinas de México», escrito por José Emilio Pacheco hace treinta y dos años, se vuelve boomerang: «Sólo el polvo es indestructible», y, a la vista de los acontecimientos, estos apuntes quizá deberían llamarse «la continuidad del polvo».

En la presentación pública de Visión de México, Adolfo Castañón insistió, por cierto, en la «profunda armonía de la cultura hispánica» y la «línea de continuidad» que se establecía entre los títulos de esa colección. Pienso, entonces, en la línea que va de la dolorosa idea de Reyes al nombrar la naturaleza del polvo —«nuestro alfa y nuestro omega»— y el verso de Pacheco. Las líneas de continuidad de la literatura son mapas para reconocernos. También son, como las líneas de la mano, augurios, profecías, homenajes. No puedo evitar que llegue a mí un recuerdo, que alude a esa continuidad y a otros títulos que tienen que ver con Reyes. Casi un cuarto de siglo después de aparecida Visión de Anáhuac, Carlos Fuentes utilizó la línea inicial para dar nombre a su primera novela, lo que le valió una dolida carta del regiomontano:

5 de enero de 1959

 

Querido Carlos:

 

Alguien me asegura que, interrogado sobre el asunto, contestaste:

«Nunca fue mi intento contradecir a Alfonso Reyes al denominar mi novela con el título La región más transparente. Reyes habla del México de su tiempo, y yo doy el contraste con el México de hoy en día».

No, Carlos, no es ése el punto. Cuando yo dije en la Visión de Anáhuac: «Viajero, has llegado a la región más transparente del aire», yo estaba describiendo el valle de México y el paisaje físico que encontraron aquí los conquistadores en el siglo xvi. Tú, en tu novela, te refieres al ambiente humano del México contemporáneo. ¡Claro que no hay la menor contradicción!

Ahora bien: no voy a negarte que, si yo hubiera conocido el carácter de tu novela cuando me pediste permiso de bautizarla con mis palabras, hubiera dudado en concedértelo, pues siempre hay lectores y críticos malévolos que pueden atribuirte el deseo de lanzarme un sarcasmo; y, sobre todo, yo hubiera preferido que no empeñaras mi frase, aplicándola a un objeto tan turbio. «Turbio» no es censura: tú has querido conscientemente hacer un libro turbio y feo, ¿verdad?

Y nada más. Te abraza.

Alfonso Reyes[1]

 

Mientras recuerdo esto, y esta nota frívola en medio del desastre me ruboriza, algo me dice que tal vez la cultura sí sea una forma de salvación, a pesar de los terremotos y las calamidades; que la literatura es una de las formas más altas de la empatía, un sitio para saber del otro, de los otros que también podemos ser nosotros. Tal vez eso mismo pensaron los jóvenes que llevaron alivio a los niños que lo perdieron todo durante el temblor y fueron a los albergues a regalarles libros, a contarles cuentos, a recitarles poemas. A trescientos kilómetros de distancia de mi ciudad, con la angustia e impotencia de quien ve de lejos la destrucción de los sitios que alguna vez amó, yo seguía leyendo a Reyes y nada me disculpaba. ¿Qué hizo mi generación en esos años que pasaron entre el terremoto de 1985 y el de ahora?

En 1940, Reyes lamentó:

¡Oh desecadores de lagos, taladores de bosques! ¡Cercenadores de pulmones, rompedores de espejos mágicos! Y cuando las montañas de andesita se vengan abajo, en el derrumbe paulatino del circo que nos guarece y ampara, veréis cómo, sorbido en el negro embudo giratorio, tromba de basura, nuestro valle mismo desaparece. Cansado el desierto de la injuria de las ciudades; cansado de la planta humana, que urbaniza por donde pasa, apretado el polvo contra el suelo; cansado de esperar por siglos de siglos, he aquí: arroja contra las graciosas flores de piedra, contra las moradas y las calles, contra los jardines y las torres, las nefastas caballerías de Atila, la ligera tropa salvaje de grises y amarillas pezuñas. Venganza y venganza del polvo.

 

PARÉNTESIS DEL POLVO

Leo en la revista Este País, del mes de septiembre, una encuesta a treinta y tres escritores mexicanos sobre cuáles son las cinco obras que nos ayudan a entender el México de hoy. Los resultados me sorprenden, no por las obras o los autores mismos, sino porque los entrevistados, muchos de ellos muy jóvenes, coinciden en un asunto que se ha discutido hasta la saciedad. ¿Son o no son vigentes algunos autores? El resultado arroja las siguientes cifras: el escritor más mencionado es Octavio Paz (veintidós menciones), seguido por Juan Rulfo (catorce). Las obras con mayor número de referencias son Pedro Páramo (trece) y El laberinto de la soledad (trece también). Vuelvo a pensar en la continuidad de la que hablaba Castañón.

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