POR IGNACIO VIDAL-FOLCH

Aparece a la vuelta de la esquina de Casanova y Mallorca, sereno y perfectamente adaptado al paisaje urbano barcelonés, César López Rosell, en compañía de su mujer y de un niño que debe de ser su nieto. Van hablando y César no me ha visto, ni yo tenía nada que decirle, y así nos hemos cruzado de manera casual y quizá por última vez, quién sabe. ¿Pero qué hacía este cumplido periodista a media mañana de un día laborable, de paseo por el Ensanche en vez de estar en la redacción de El Periódico, dirigiendo el área de Cultura y Espectáculos como lo ha hecho, o como lo hacía cuando lo conocí, y durante muchos años? Ah, ya caigo: han pasado las décadas, está jubilado y de ahí esa actitud apacible como de disponer de su vida y no estar presionado por las horas. Ya es otro marino que perdió la gracia del mar.

Y pensar que este señor más corpulento que delgado, de mediana estatura, que ya no cumplirá setenta años, que conserva el mismo pelo lacio, como una cortina sobre el rostro salpicado de marcas de viruela, sólo que ahora es entrecano, y la misma barba, pero ahora desigual, informe, como colgándole del rostro, al pilotar con sacrificio y aplomo el operativo Carreras dio un ejemplo de pundonor profesional, y, aunque él no escribiera de modo memorable, me regaló una de esas lecciones inolvidables de periodismo y hasta escritura tout court, sí, la escritura narrativa, la escritura y su relación con las cosas —una relación devoradora—, y cómo modula la relación de las cosas con la sociedad, o sea, con el lector.

Cuando conocí a César López Rosell yo tenía el empleo más detestado y denostado de la profesión —salvo el que se ocupa de poner laboriosamente en página la lista de las farmacias abiertas durante el día y las de nacimientos y funerales— y, a la vez, el más exaltante, si sabías entender su grandeza: era editor —una palabra elegante para un trabajo de corrector con amplios poderes de decisión—. Eran los primeros años de la incorporación de la informática al periodismo, los tiempos en que los caracteres verdes parpadeaban en hileras sobre la negra pantalla, también demasiado parpadeante, colores y temblores que te obligaban a aguzar la vista y te inducían a cometer continuos errores de tipografía. Pero peor era que una descompensación o imprecisión del sistema operativo hacía que, cuando el redactor había acabado de escribir su texto, y el titular, el subtítulo, los ladillos y demás elementos que integraban su pieza, y su ordenador le indicaba que todo estaba ajustado y cuadrado al espacio que cada elemento tenía asignado…, en realidad, no era así, y, al imprimir la galerada, sobraban o faltaban caracteres en el título o en el cuerpo de la noticia. Las palabras desbordaban la rejilla y se precipitaban al espacio blanco más allá de las líneas negras fronterizas. A menudo, el sistema operativo se «colgaba» o paralizaba y había que suspender el trabajo durante unos minutos, a veces varias veces a lo largo de la misma tarde, hasta que se volvía a poner en marcha. Por esto cundía la frustración y con cierta frecuencia algún periodista se incorporaba y, a modo de desahogo, gritaba: «¡No me gusta el sistema!». Declaración bastante extemporánea y divertida, pues podía referirse tanto al sistema operativo como al «sistema» en general, el sistema capitalista, pero, en cualquiera de los dos casos, daba igual que el sistema le gustase o no a quien así lo criticaba.

Bien. Para corregir estas disfunciones entre los ordenadores de los redactores y el ordenador central, fue constituido el equipo de editores, pertrechados con una maquinaria electrónica de potencia superior con la que se podía enmendar esos fallos y, al mismo tiempo, corregir las insuficiencias gramaticales, léxicas y ortográficas de los periodistas, que eran sorprendentemente numerosas.

El horario de trabajo de los editores empezaba cuando el de los redactores estaba concluyendo, hacia las siete de la tarde, y se prolongaba en horas de actividad cerebral diabólicamente intensa e inmovilidad física casi permanente ante el ordenador hasta la una de la noche. Luego, algunos seguíamos de guardia en la redacción vacía hasta las tres. Era una labor anónima y subalterna, al servicio de los redactores, y trabajábamos sometidos a una gran presión de tiempo, y el horario era difícilmente compatible con la vida familiar, y los periodistas nos compadecían o nos detestaban por todo eso, pero, sobre todo, porque entrábamos en sus textos, los leíamos palabra por palabra, escrutándolos con una intensidad crítica que ningún otro lector les dedicaba, corregíamos, alargábamos o abreviábamos sus párrafos, ajustábamos sus titulares, a veces incluso cambiando involuntariamente su sentido; por todo eso y porque, aunque corregíamos muchos de sus errores de digitación, de sintaxis, de ortografía, de concordancia, errores que, por cierto, eran asombrosamente numerosos, tratándose de profesionales de la escritura, también cometíamos otros… En definitiva, se tenía la sensación de que nuestro trabajo era poco menos que de galeotes; en efecto, era casi imposible salir de esa sección, ser trasladado a otra por bien que lo hiciésemos y, en este sentido, cuanto más competente fueses era peor, ya que, como nadie quería hacerlo, nadie se ofrecía voluntario, y, en el improbable caso de que alguien masoquista se ofreciese, era un trabajo un poco especializado, que exigía determinados conocimientos que no todos tenían, no había a quien pasarle los remos.

Los editores temían ver pasar los años y las décadas en aquella mesa, corrigiendo los errores de otros, sometidos a un ritmo de trabajo estresante, frenético, y con un horario que hacía imposible llevar una vida social más o menos normal.

Por lo tanto, la mayoría de ellos no estaban contentos, pero yo sí, a mí me sorprendía el poder demiúrgico que tenía sobre lo que los diferentes redactores acababan de escribir, y el poder supremo de corregirles y mejorarles, lo cual proporciona un sentido de superioridad muy agradable. Superioridad, además, no sobre el estilo y las torpezas de unos desconocidos, sino de unos compañeros a los que veía a mi lado, atareados ante sus pantallas, que cada día, en un momento u otro, alzaban la cabeza por encima de sus pantallas para avisarnos de que acababan de transmitir su escrito al espacio digital donde nosotros podríamos pescarlo para ponernos a trabajar en él y agregarle cierta limpieza, brillo y esplendor, «Ya tienes el 14.ª», decían, mirándome con una mezcla de esperanza de que no lo encontrase demasiado mal escrito y no protestase o me burlase de sus faltas y temor a que lo «tocase» demasiado, a lo peor, reduciendo en nombre de la normativa lingüística su impacto.

Hablo de unos años en los que los asuntos de interés local que hacían palpitar a la sociedad barcelonesa y que animaban las conversaciones a la hora del café los ponía en circulación La Vanguardia y, concretamente, un veterano periodista y novelista premiado cuyas ficciones policiacas, desbordantes de putas, tenían un éxito fenomenal en la dulce Francia, entre otros países, quien estaba al cargo de la sección de Cartas al Director, donde filtraba —si es que no las escribía, como creo, él mismo— las cartas de los lectores que documentaban los inquietantes vuelos vespertinos, por el cielo de Barcelona, de «un gran pájaro negro» y misterioso, cuya existencia o no, y si era la sombra de alucinaciones colectivas o un ave real, acaso un buitre de excepcional envergadura, dio pie a un largo y animado debate en tan distinguida página. Cuando este debate decaía o se agotaba el misterio y los lectores empezaban a sentirse aburridos del «gran pájaro negro», el veterano periodista, que estaba dotado de indudable instinto y conocía al detalle la personalidad de sus conciudadanos, se sacaba de la manga otros temas que también daban mucho juego, aunque fueran menos enigmáticos, más pedestres; recuerdo, por ejemplo, la interminable discusión sobre si los calcetines de rombos, de aire escocés o golfista, que la casa Punto Blanco estaba intentando imponer en Barcelona eran elegantes y propios de los señores o una horterada inadmisible. Y, cuando el debate sobre los calcetines no daba más de sí, entonces, el imaginativo periodista sorprendía con otro tema de los que encantaban a los lectores, que era si el rollo de papel higiénico debía colgarse de su soporte en la pared, de manera que la tira de papel saliera del rollo por la parte exterior, la más a mano para el usuario, o, por el contrario, por la parte interior, la más pegada a la pared. La opinión se incendió. Durante meses tal fue el caso Dreyfus catalán. A esto se debía referir Lorenzo Gomis en sus memorias Una temporada en la Tierra cuando con alguna retranca celebraba la grandeza de este país, que le había permitido vivir muy bien escribiendo en La Vanguardia durante décadas sobre los plátanos de Barcelona.