Mucha sangre de Caín

tiene la gente labriega,

y en el hogar campesino

armó la envidia pelea.

 

El hechizado lector asistía a la incubación del odio de P. G. C., cuyo carácter algo sombrío, esquivo, introvertido y muy celoso de lo suyo, también señaladamente traicionero y mezquino, envidioso, trapacero y mal perdedor a la brisca, tenía desde tiempo atrás inquietos y temerosos a sus vecinos, hasta que por fin, en un arrebato homicida largamente rumiado, P. G. C. tomaba el hacha de hierro, se iba a por Braulio Domínguez con homicida determinación, lo sorprendía, a lo mejor, cultivando su huerto o segando el trigal, y, antes de que pudiera reaccionar, los párrafos quedaban manchados por los salpicones de sangre mientras P. G. C. descargaba una y otra vez el hacha sobre el infeliz Braulio…

No obstante, aún quedaba al final de la quinta columna un poco de espacio que llenar con palabras y, así, el desdichado Braulio alcanzaba a exhalar un grito desgarrado antes de caer de bruces entre los surcos, empapándolos con su sangre como durante tantos años los había empapado con el sudor de su frente, luego, se estremecía en los últimos estertores hasta quedar yerto. La página solía acabar —no importaba que tan evocativa nota de color se repitiese crónica tras crónica, más o menos idéntica a sí misma, ya sea en Matarrubias, Cavaleda o Matamoros, pues lo que se lee en el periódico, sobre todo cuando se trata de sucesos arquetípicos como este del crimen rural y bestial del resentimiento larvado, agriado hasta la toxicidad que envenena la sangre, que, al fin y al cabo, es, asimismo, cosa sabida y repetida, se olvida pronto, de manera que da igual que lo repitas— con una rigurosa descripción del crepúsculo incendiado en los campos desolados e infinitos, como si la misma naturaleza se hubiera quedado atónita y sobrecogida por el crimen; y ya estaban llenas de arriba abajo las cinco columnas de la página entera, nacidas de aquella brevísima nota de EFE, casi de la nada, milagrosamente, como el universo del gran bostezo del caos o del Big Bang de una sopa de electrones y neutrinos hace trece mil setecientos millones de años. Y, como última pincelada en la noche que ya había caído sobre el crimen rural, el artículo terminaba así: «A lo lejos, tal vez, aullaba un perro».

Grande, Enrique Blasco, y grande también su verdadera rúbrica, el perro que aullaba a la muerte en el anochecer campesino y en la página del ABC, un día y otro, sin cansarse.

Pero tengo que admitir que los logros de Enrique Blasco y su perro aullador y crepuscular, con ser admirables, difícilmente podrían igualarse con la hazaña de César López Rosell, que convirtió a Carreras en un icono popular, poco menos que en un Cristo resucitado, y su lucha contra la enfermedad, en símbolo regional y conmovedor de la lucha de todos y cada uno de nosotros contra nuestra condición mortal, batalla de la que el tenor salió victorioso, de momento, y ojalá que por muchos años, aunque —dicho sea de paso— parece que su melodiosa voz quedó resentida y algo maltrecha, y ya nunca volvería a cantar los solos de La Bohème ni «Rosó, Rosó, llum de la meva vida» con la excelencia y el caudal de voz de antes de su calvario en el Fred Hutchinson Cancer Research Center de Seattle, estado de Washington, Estados Unidos. En realidad, cabe suponer que esto le preocupará relativamente poco, y hasta lo dará por bueno, a cambio de haberse reenganchado a la vida.

Tampoco se puede comparar, creo, el perro aullador del crepúsculo con el seguimiento del caso del «negro de Bañolas» por Jacinto Antón, unos años después, en El País. «El negro de Bañolas», como así era llamado popularmente, era la pieza más característica y atractiva del museo Darder de historia natural de la ciudad lacustre de Bañolas, un museo de aire un tanto antiguo y provincial, polvoriento, colonial, que exhibía —y exhibe— curiosidades de la naturaleza, entre ellas, varios animales exóticos disecados, como cuatro leones y un tigre un poco apolillados; si bien destacaba como suprema excentricidad, un poco misteriosa, pero sin que nadie se escandalizase —de la misma manera que nadie se escandalizaba por ver expuestas, entre una rosada garza y un cactus, dos pieles humanas convenientemente curtidas y correspondientes a un varón y una hembra, extendidas en la pared como manchas de un gran test de Rorschach—, un hombre negro disecado, un bosquimano de pequeña estatura, de mirada impasible de ojos de cristal, de cuerpo liso sin musculatura, de piernecitas extremadamente flacas, armado con una lanza y un escudo como de juguete, vestido con un taparrabos, dentro de una vitrina. El negro, propiamente un cadáver, era la mascota de Bañolas. A la gente que visitaba el museo le gustaba sacarse fotos a su lado sin reparar en que aquello era un poco extraño, poco edificante, indecoroso, hasta que un médico llamado Alphonse Arcelín, español de origen haitiano, concejal socialista de la cercana población de Cambrils, tras visitar el museo, envió una carta abierta al alcalde de Bañolas reclamando en nombre de la humanidad y del respeto la retirada del negro disecado de la exposición.

El periodista Jacinto Antón, que, en parte por sus orígenes familiares ligados a una hacienda en Brasil y, en parte, por inclinación natural a las rarezas y excentricidades de la naturaleza y a los aventureros de la literatura y de la vida, alimentada con copiosas lecturas, tiene una sensibilidad muy afinada para cuestiones como ésta fue el primero en percibir en la carta de Arcelín un poderoso foco de interés periodístico y humano y se puso a trabajar en el tema del negro, prodigando crónicas y más crónicas que, gracias a su estilo vibrante pero contenido, apasionado pero autoirónico, enganchaban al lector y acabaron por convertir el caso del negro de Bañolas en poco menos que asunto de Estado, en el que intervinieron el secretario de la Unesco, Federico Mayor Zaragoza, y el de la ONU, Kofi Annan; sobre el negro se discutió acaloradamente en la Organización por la Unidad Africana (OUA).

En Botsuana, a principios del siglo xix, dos taxidermistas franceses, los hermanos Verreaux, lo desenterraron, sustrajeron, disecaron, lo metieron en una caja y lo embarcaron hacia Europa, donde se expuso en una tienda de París con un rótulo que decía «Hombre de los arbustos del desierto de Kalahari»; allí lo compró el naturalista Francesc Darder para exhibirlo en su museo de Bañolas, hasta que el Gobierno de Botsuana cursó una protesta oficial y vehemente contra semejante atropello racista. Adquirió el caso tal envergadura que los demás medios de comunicación se tuvieron que interesar e informar sobre él, aunque a regañadientes, porque iban siguiendo la estela de Jacinto Antón, que, al haberse adelantado, les llevaba una ventaja que supo mantener. Y, así, cuando el resto daba la noticia, por ejemplo, de que Botsuana reclamaba al negro para tributarle los honores reparadores y darle digna sepultura, Jacinto ya anticipaba que, cediendo a las presiones internacionales, el museo Darder lo retiraba de la exposición al público y lo guardaba en la sala de reservas, rebautizado el bosquimano como «objeto 1 004». Y, al día siguiente, cuando otros periodistas se resignaban a repetir esta información, él podía dar fe de que el Gobierno de España era sensible a las reclamaciones africanas, respondería afirmativamente a la petición de Botsuana, había tomado la firme decisión de repatriar el objeto 1 004 a la mayor brevedad. Y así fue.

En el mismo museo Darder despojaron al negro del taparrabos, la lanza y el escudo y enviaron lo demás al museo de Antropología de Madrid, donde siempre que ando por allí, si dispongo de unos minutos, entro para saludar al gigante extremeño en su vitrina; en fin, al esqueleto y al vaciado en yeso del cuerpo de Agustín Luengo —un apellido muy apropiado—, al que Pedro González de Velasco, un sabio de la época, a mediados del siglo xix, compró la propiedad de su futuro cadáver por el precio de una pequeña suma diaria que le abonaría cada día hasta el de su muerte, para, a partir de entonces, poder exhibir sus despojos en el museo que pensaba fundar, que es el museo de Antropología donde realmente se exhiben los restos del gigante. Y por cierto que a Velasco no le salió muy caro, ya que el desdichado Agustín murió a los veintiséis años, después de una vida marcada por los continuos dolores físicos que le causaba su acromegalia. Menciono al gigante extremeño porque lo siento, en cierto modo, fraternalmente emparentado con el negro de Bañolas, al que allí mismo, en la casa del gigante, abrieron en canal, le sacaron el relleno de algodón y los ojos de vidrio, le desprendieron el reseco y duro cuero embetunado en que se había convertido la piel, que, de todas formas, se había roto durante estos manejos, metieron los huesos y la calavera en un féretro pequeño, muy pequeño, y lo enviaron a Gaborone, capital de Botsuana, donde fue enterrado durante una ceremonia funeraria con mucha pompa y solemnidad, en un rincón del parque Tsholofeld, en el que por fin descansa, a la sombra de unas grandes acacias.

El intrépido Jacinto Antón viajó a Gaborone para asistir al entierro e incluso volvió después a la ciudad con el único objetivo de recogerse ante la tumba y verter sobre ella un botellín de agua del lago de Bañolas, como postrer homenaje de despedida al pobre negro, pero yo creo que también como agridulce y privada celebración —solos, por fin, el negro y Jacinto, en aquella remota tumba africana— del éxito que los dos juntos habían obtenido y del largo viaje recorrido hasta llegar exactamente allí.