«Me gusta la lengua como aliada»Por Carmen de Eusebio

© Juan María Rodríguez

Sara Mesa (Madrid, 1976) estudió Periodismo y Filología Hispánica. Es escritora y periodista. Sus inicios literarios fueron en poesía, en 2007 recibió el Premio Nacional de Poesía «Fundación Cultural Miguel Hernández» por su poemario Este jilguero agenda. En narrativa ha publicado La sobriedad del galápago (2008, XI Edición de Cuentos Ilustrados de la Diputación Provincial de Badajoz), No es fácil ser verde (2009, Everest), El trepador de cerebros (2010, Tropo Editores), Un incendio invisible (2001, Fundación José Manuel Lara y reeditado en 2017 por la Editorial Anagrama. En 2011 recibió el Premio Málaga de Novela), Cuatro por cuatro (2012, Editorial Anagrama. Finalista del Premio Herralde de Novela), Cicatriz (2015, Editorial Anagrama. Premio Ojo Crítico de Narrativa y en 2017 Premio Literario Arzobispo Juan de San Clemente), Mala letra (2016, Editorial Anagrama) y Cara de Pan (2018, Editorial Anagrama)

 

 

Siempre hay un primer momento, así confuso o difuso, en el que alguien reconoce su deseo de escribir, tal vez de dedicarse a la escritura como modo de entender las cosas. ¿Cuándo sucedió esto en usted?

En mi caso fue un proceso difuso y paulatino, nada que sucediera de un día para otro. No soy de este tipo de escritores que sabían lo que querían ser desde niños y que encaminaron sus pasos para conseguirlo. Tampoco en mi familia había relación con el mundo literario ni de la cultura. Yo era una niña muy lectora, seguí siéndolo de adolescente, es un hábito que tengo pegado a mi piel. Y supongo que eso tenía que salir por algún lado, tarde o temprano, pero no fue premeditado, más bien hubo un momento en mi vida en que me senté a escribir, de manera muy vacilante al principio, pero con continuidad y cierta obstinación. He tardado mucho en darme cuenta de lo importante que es para mí y, a pesar de haber ya publicado un buen montón de libros, todavía me resulta extraño llamarme «escritora».

 

Sus inicios literarios fueron en la poesía. En 2007 publicó su único poemario, Este jilguero agenda, galardonado con el Premio Fundación Cultural Miguel Hernández. Después de este libro, todo lo que ha publicado ha sido en narrativa. ¿Ha abandonado definitivamente la poesía?

Sí, esto tiene relación con lo que estábamos hablando antes. Cuando comencé a escribir aún no sabía cuál era mi lenguaje, es algo que uno va aprendiendo poco a poco, escribir siempre es un proceso, un camino que nunca sabes dónde te conduce y que nunca acaba. Escribí poemas pero no me sentía demasiado cómoda con el lenguaje poético. Sinceramente, creo que no es lo mío, no estoy dotada para la poesía. En la narrativa sí me siento como pez en el agua. Puedo hacer las cosas mejor o peor, puedo acertar o fracasar, pero estoy nadando en mi elemento.

 

Con la aparición de Cicatriz (2015) se consolida su carrera literaria. Recibe el Premio «El Ojo Crítico» de Narrativa y es elegida como una de las mejores novelas del año por El País, El Mundo, ABC, El Español y otros medios. Escritores y críticos literarios no tuvieron reparos en afirmar que estaban frente a una «una verdadera revelación» (J. M. Guelbenzu); o que «Sara Mesa levanta una literatura de alto voltaje trabajada con precisión de orfebre» (Rafael Chirbes). Las buenas críticas no han cesado con sus siguientes libros, Pozuelo Yvancos dice de Un incendio invisible: «Demuestra ser una creadora muy exigente. Una novela que funciona como los buenos cuentos pues contiene mucho más de lo que dice». ¿Qué significó para usted esta atención y buena acogida de sus libros? ¿Existe algún tipo de presión y mayor exigencia en la escritura?

Funciono mucho con la intuición, los símbolos, mis propias obsesiones, las imágenes que me rondan y –no sé bien por qué…– evito planificar demasiado

Lo que ocurrió con Cicatriz fue muy sorprendente. Yo ya había publicado una novela anterior en Anagrama, Cuatro por cuatro, que había sido finalista del Premio Herralde, pero que, a pesar de las buenas críticas, pasó bastante desapercibida. Nada —ni un premio, ni una editorial potente— garantiza que un libro despegue, por eso es una sorpresa cuando sucede, como pasó con Cicatriz. Cicatriz se publicó en marzo de 2015, y al principio iba poco a poco, creo que funcionó el «boca a boca» y así fue encontrando sus lectores. En diciembre recibió el Premio «El Ojo Crítico» y a finales de año entró en las listas de los periódicos en lugares muy destacados. Nadie lo esperaba, yo tampoco. No sentía que fuese mi mejor novela, siempre pensé que había algo en ella fallido, algo que yo no había conseguido transmitir, que se me escurría. Y, sin embargo, llegó a muchos lectores, muy variados, hombres y mujeres, de todas las edades, lectores constantes o no tan constantes, y se firmaron varias traducciones. La historia conectó y esa magia, un poco azarosa, no siempre es fácil de explicar. Así que, más que presión, es una novela que me ha dado muchas alegrías. Otra cosa distinta es la exigencia interna, las dudas que siempre permanecen, esa constante autocrítica que tengo y que creo que es muy sana. Esto permanece inalterable por bien o mal que me vayan las cosas. Funciona en un nivel mucho más íntimo.

Centrándonos en su obra, me interesa un rasgo común en sus libros, esa visión crítica de la sociedad actual, lo que supone una poética de la novela. ¿Podría decirme si ve la novela, al menos la suya, como un compromiso crítico, o hay algo más?

Yo al principio esto no lo veía. La etiqueta de «literatura comprometida» me chirriaba un poco, porque me sonaba a una voluntariedad previa a la escritura, una especie de premisa forzada que dirigía y coartaba la creación. Y cuando yo escribo es más bien al revés, funciono mucho con la intuición, los símbolos, mis propias obsesiones, las imágenes que me rondan y —no sé bien por qué…— evito planificar demasiado, racionalizar demasiado. Sin embargo, con el tiempo, me he dado cuenta de que, en prácticamente todos mis libros, hay algún tipo de denuncia o posicionamiento ético —no desligado de lo estético— que funciona a un nivel más profundo. Es imposible escribir sobre los temas que me interesan —el poder, las ideologías invisibles, los prejuicios, las imposiciones grupales, los abusos de la normatividad, etcétera— desde un lugar neutro, de mero observador. Ya el hecho de pararme a observar es una declaración de intenciones. Así que sí, entiendo que hay algún tipo de compromiso crítico, más conmigo misma que con ninguna ideología externa.

 

Cara de pan es su última novela publicada. En ella narra la relación «íntima» entre una adolescente de casi catorce años y un hombre adulto de cincuenta y cuatro. Se conocen en un parque, lugar donde se desarrolla casi toda la trama, y deciden no llamarse por sus nombres verdaderos, Casi y Viejo serán sus nombres a partir de entonces. Ese espacio delimitado, repetitivo, donde los personajes quedan atrapados, es el pilar que soporta la estructura de la novela. ¿Qué le llevó a esta exploración algo inquietante situada en un espacio público?

El espacio está muy relacionado con uno de los motores de la novela, que tiene que ver con la necesidad de huir, de protegerse de la presión exterior. Es la lucha de la individualidad, de la diferencia, frente a la norma. Ellos mismos llaman «refugio» al lugar del parque donde se encuentran cada día. Lo que sucede es que no es un refugio, por así decirlo, confortable. Al revés, es pequeño, incómodo y está siempre amenazado por lo que hay alrededor, amenaza que se encarna en los operarios del parque. No es un lugar seguro, sino que es furtivo, transitorio y sospechoso para terceros.

 

Viejo es un paseante, alguien que observa y escucha. Le gusta mirar, hay un placer en mirar, siempre lleva unos prismáticos. También le gusta hablar de sus pasiones: la música de Nina Simone y los pájaros. Es un personaje oscuro, no sabe o no quiere saber, actúa de un modo que no termina de mostrarse, sólo a través de las conversaciones con Casi, alternando pasado y presente de sí mismo, nos vamos enterando de dónde viene y cuáles son los conflictos de nuestro tiempo. ¿Por qué esa ambigüedad de los hechos, y ese vínculo de una preadolescente y un viejo?

La ambigüedad es consciente y en mis libros es traslación directa de la ambigüedad de la vida, que es inabarcable y escapa a cualquier tipo de mirada totalizadora. De la vida sólo conocemos algunas partes, lo que alcanzamos a ver o a entender, una mínima porción del todo. Si esto es así, no sé por qué en los libros nos empeñamos a veces en explicarlo todo y en deshacer la ambigüedad. En Cara de pan hay un narrador en tercera persona, pero el foco narrativo está situado en Casi, la niña. De ella sabemos lo que hace, lo que cuenta y lo que piensa, mientras que del Viejo sólo sabemos lo que hace y lo que cuenta, y ni siquiera tenemos garantía de que no esté mintiendo. En el libro, manejo un falso equilibrio narrativo, porque, en efecto, el gran desconocido es el Viejo. Y ahí es donde pongo a jugar nuestros prejuicios, porque justo lo que no conocemos es lo que solemos prejuzgar.

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