POR ERIKA MARTÍNEZ

INTRODUCCIÓN: OCUPAR LA PALABRA O UN NUEVO ESCENARIO PARA LA POESÍA

Una de las particularidades del llamado spoken word, las jams de poesía o los slams, es su capacidad para convocar a una multitud de la que se espera una reacción a veces impredecible. Al micrófono, se improvisa un torbellino de monólogos teatrales, canciones, recitados propios y ajenos, cuyo efecto transitorio es propio —en los mejores casos— de su función crítica. No en vano, estos escenarios suelen presentarse como alternativas informales a la supuesta solemnidad de la poesía tradicional. Como ha señalado Martín Rodríguez-Gaona en La lira de las masas (2019), su convocatoria se dirige casi siempre a los nativos digitales, que siguen un paradigma oral y componen desde la autonomía y la inmediatez, contraponiéndose al paradigma ilustrado de la poesía impresa. Y sin embargo ambos paradigmas fluyen a veces entre sí. Quizás por ello es posible que un animal de escenario como Frank Báez ganara en 2009 el Premio Nacional de Poesía de la República Dominicana con su libro Postales, y que éste se haya publicado en edición impresa en multitud de países. Estén o no comunicados ambos paradigmas, está claro que en el aire flota la idea apocalíptica del ocaso de la poesía impresa, narrada a veces en tono elegíaco. En Postales, leemos:

[…] el bosque es la metáfora de la muerte

a la que nos dirigimos como Hansel y Gretel

dejando migas de pan para volver a casa

así los poetas dejan sus poemas

aunque los pájaros

se coman las migas de pan

y los editores ya no publiquen poetas (38).

 

Recurriendo a las últimas reflexiones sobre la asamblea de Judith Butler (2015), podríamos decir que el carácter performático del spoken word no sólo tiene lugar frente al micrófono, por muy abierto que éste sea. Más allá del escenario, incluso más allá de la palabra, la reunión de los cuerpos que actúan implica ya una performatividad plural, estando lo lingüístico y lo corporal relacionados en forma de quiasmo (16). Frank Báez fundó en 2007, junto con Homero Pumarol, el colectivo multidisciplinar El Hombrecito. Uno de los músicos del colectivo afirmaba en una entrevista reciente:

Nosotros nunca hemos visto los venues como tales, sino como espacios. De alguna manera tratamos de que, allá donde tocamos, el espacio sea el que dialogue con lo que estamos haciendo. Tal vez una tarima es un espacio muy genérico, mientras un colmado o la calle sea un espacio vivo, donde hay gente que cuenta historias […]. No queremos limitarnos solamente en tocar en venues, sino también a descubrir lugares y hacer que sean parte de la historia (Betances y Drlacxos Cueto, 2018).

 

Quizás la ocupación poética de espacios públicos adquiera resonancias en el siglo xxi con el resto de movimientos de ocupación. No puede olvidarse, sin embargo, que estos nuevos escenarios sirven también en algunos casos para popularizar la comida rápida de la poesía. En todas sus variantes, el spoken word se dirige a la masa y se produce desde la masa. Esa es su fuerza y su conflicto.

En los poemas de Báez, lo escenográfico irrumpe en forma de vestigio. Así, en su libro Postales, nos encontramos a menudo con interpelaciones del tipo: «(Abro un paréntesis aquí para advertir / que tienen que hacerse el examen del sida. / Yo me lo hago anual. / A más tardar se lo dan en una semana)» (33).[i] En otro orden retórico, muchas de estas postales cierran con un guiño de carácter teatral, una salida abrupta, una irreverencia o un gesto nimio que deja en el aire cierto misterio:

Y entré en la iglesia y recé un padrenuestro

por los poetas y por los poetas sin talento

convencido de que Whitman se levantó

y le estrechó la mano a Roberto Bolaño

cuando Caronte lo depositó en la orilla

y lo dejó en el infierno extenso

y ardiente como un caldero y éste

asombrado se rascó la cabeza y avanzó (63).[ii]

 

Esta poética del gesto es también, por supuesto, la de Nicanor Parra. ¿Cómo no recordar aquí que los Artefactos terminaron publicándose como una caja de tarjetas postales? En ellas había ya una voluntad de recuperar la conexión perdida con el lector, un cuestionamiento del libro como institución, un diálogo con otras artes dudosas, con discursos no literarios o incluso no estrictamente verbales. Si Nicanor Parra creó los Artefactos porque deseaba que sus poemas se vieran,[iii] Frank Báez los arrastra al escenario para que se escuchen. Ambos buscan una comunicación diferente a la del verso tradicional. Agarran al lector por la solapa y esperan una reacción. Aunque esa reacción quede en suspenso, como queda la respuesta de una postal. ¿Pero quién escribe esas postales sin respuesta?

 

SER A QUIEN LE FALTA: EL POETA COMO SUJETO PRECARIO

Las Postales, de Frank Báez, se abren con un poema titulado «Autorretrato». Ante él, cabría preguntarse cómo retratar a un sujeto cuyas certidumbres fueron disolviéndose a lo largo del siglo xx, hasta llegar a disolverse él mismo. ¿Qué queda de esa criatura renqueante que ha visto erosionada su experiencia del logos, la familia, el hogar o la patria? Queda —podríamos decir leyendo este libro— su incertidumbre, su vulnerabilidad y una incansable autoparodia. De las muchas opciones posibles para ponerlo en movimiento, Báez apuesta por una energía deambulante y centrífuga, pero también por un carácter mundano y refractario a lo metafísico. Quizás por ello sus versos van siempre con el cuerpo por delante. No son portadores de una conciencia —como pretendía la poesía comprometida—, sino más bien de una presencia. Y sin embargo, paradójicamente, el poeta insiste en definirse en negativo, por todo aquello que no es, lo que le falta: «Me piden cigarros y poesía / pero no tengo nada de eso» (41).

En el poema «Metaldom», la voz enunciativa compara las frustraciones de una fábrica metalúrgica de Santo Domingo con las suyas propias como poeta, prefigurando el deterioro progresivo del mundo que comparten. Lo hace dirigiéndose con sarcasmo a la fábrica, cuyo nombre podría ser el de una catedral imaginaria del rock metálico. Un siglo antes, en el poema «Ecce Homo», Rubén Darío se había dirigido a la selva con un coloquialismo imprecador, diciéndole: «¡Oh selva! Estás horrible: / perezosos tus árboles se mecen; / parece un imposible, / ya tus crenchas de robles se emblanquecen […]. Oye lo que te digo en el oído: / échate a descansar, ya estás muy vieja» (68). Darío impugnaba así a la naturaleza como símbolo de la identidad americana, en una primera fase del modernismo todavía caracterizada por cierta aspiración civilizatoria de carácter positivista.[iv] Un siglo después, Frank Báez parece impugnar la fantasía de progreso encarnada en la fábrica metalúrgica, pero sin refugiarse en ninguna variante de la metafísica. El poema «Maharishi» (llamado así por un sistema educativo basado en la meditación trascendental) podría leerse como una historia satírica del fracaso de los espiritualismos New Age. De hecho, los últimos cuatro versos del poema incluyen una alusión a la victoria de la fábrica sobre el colegio y a la muerte de George Harrison en 2001. Acaso el siglo xxi comenzó enterrando para siempre la mística hippie. Antes de eso, en los versos de «Metaldom», el poeta le baja los humos a la fábrica, igual que se los baja a sí mismo, y afirma: «Pongámoslo claro, tú nunca serás / la General Motors / y yo nunca seré García Lorca» (60).

Más allá de esta comparativa posthumanista (no entre el poeta y el obrero, sino entre el poeta y la fábrica), decía que el libro Postales comienza con un autorretrato. Un autorretrato en mitad de una caída. La génesis del sujeto lírico apunta así a una mitología platónica y cristiana, que reformuló Altazor para la poesía moderna e invoca humorísticamente el dominicano. Una mitología, se diría, desmitificada. Frente a la trascendencia existencial que fue cobrando el manuscrito de Altazor, este poema de Báez enumera la sucesión hilarante de humillaciones, ataques y fantasías violentas que habría generado su existencia en el prójimo a partir de una caída iniciática por las escaleras durante su infancia. El accidente se convierte así en acto fundacional del sujeto, que deja de definirse como todo lo que queda cuando apartas las circunstancias, para pasar a comprenderse directamente por sus contingencias. Esta falta de esencia apuntaría también, por supuesto, al carácter performático del sujeto:

Rodé al año y medio por las escaleras

hasta el segundo piso.

A los seis casi me ahogo en la piscina.

A los siete me arrastró la corriente de un río.

Me golpearon con un palo, con la culata de un fusil,

con una tabla […].

Luego publiqué un libro de poesía y una vecina lo leyó

y escéptica dijo que era capaz de escribir

mejores poemas en media hora, y lo hizo. […].

Los vecinos sueñan conmigo baleado.

Los poetas con dedicarme elegías.
Otros con rociarme gasolina en la cabeza
y arrojar un fósforo y ver mis rizos en llamas (11-12).

Total
2
Shares