POR SONIA E. RODRÍGUEZ GARCÍA

1. A MODO DE INTRODUCCIÓN. PARA UNA FILOSOFÍA DE LA RELIGIÓN EN ORTEGA

Hace ya un cierto tiempo, un compañero y amigo me lanzó el reto de estudiar el tema de la religión en la obra de Ortega. Como consecuencia de este reto, comencé una pequeña investigación que, si bien inicialmente no contaba con grandes pretensiones, terminó cristalizando en un objetivo un poco más ambicioso: justificar por qué y en qué sentido podemos hablar de una filosofía de la religión —difusa, sucinta, tal vez ni siquiera voluntariamente insinuada— en la obra de Ortega. O tal vez el objetivo de la investigación sea mucho más humilde, y consista simplemente en dejar hablar a Ortega, de recuperar e intentar articular algunas ideas que podemos encontrar diseminadas a lo largo de su obra, porque como el propio Ortega afirma «todo escritor tiene derecho a que busquemos en su obra lo que en ella ha querido poner» (II, 217) o, si lo preferimos, porque «del mismo modo que hay un ver que es mirar, hay un leer que es intelligere o leer lo de dentro, un leer pensativo» (I, 722). [1]

Ahora bien, soy consciente de cuán osada puede resultar la empresa que he asumido como propia. «¿Filosofía de la religión en Ortega?» se preguntarán escépticamente tanto legos como versados en el pensamiento del filósofo madrileño. Para evitar malentendidos y falsas expectativas, considero necesario comenzar realizando tres importantes aclaraciones: la primera, sobre el alcance y pretensiones de la investigación, la segunda sobre qué entendemos por filosofía de la religión y la tercera sobre la consideración que Ortega brinda a la filosofía de la religión.

En primer lugar, en cuanto al alcance y pretensiones de la investigación baste decir que sí hay un pensamiento —digamos que de tercer o de cuarto orden— en torno a la religión en la obra de Ortega; un pensamiento que, además, evoluciona y cambia de foco de atención, al tiempo que su filosofía madura y proyecta otros intereses de primer y segundo orden. Y, no, este pensamiento no constituye el núcleo central de la filosofía del autor, ni tampoco transforma, ni revoluciona la comprensión que hasta ahora tenemos de su filosofía. A lo sumo, todo lo que hace este pensamiento es iluminar una faceta «religiosa» —digámoslo así, al menos, por el momento— de nuestro filósofo; una faceta que parecería haber quedado oscurecida en el contraluz de su militante laicidad. ¿Añade esta faceta algo fundamental a la vida y a la obra de Ortega? Probablemente no, pero tal vez las pequeñas notas y reflexiones que de ella surgen añadan algo o enriquezcan a aquellos que andamos enredados en esto que llamamos filosofía de la religión.

En segundo lugar, es menester explicitar qué entendemos por filosofía de la religión. En este punto debo reconocer cuánto deben y beben mis planteamientos y presupuestos del pensamiento del profesor Manuel Fraijó. Con él, acepto que la filosofía de la religión es, en primera instancia, filosofía y que no debería confundirse ni con la teología natural ni con la filosofía religiosa que impregnó la historia del pensamiento filosófico medieval. La filosofía de la religión nace en el siglo xviii de la mano del giro antropológico —¡No hay religión sin ser humano! ¡Y aún cabría preguntarse si hay ser humano sin religión! Es, además, filosofía de la religión, no de una religión, ni de las religiones. Asume con la fenomenología de la religión el acuciante reto de determinar qué es la religión, de buscar su especificidad —la raíz común de sistemas de creencias y rituales tan dispares como los mantenidos por las grandes religiones monoteístas, las religiones del Libro (judaísmo, cristianismo e islam), y las religiones orientales que comparten una cosmovisión similar (hinduismo, budismo, taoísmo)—; al tiempo que mantiene una articulación positiva con las demás ciencias de la religión (historia, antropología y sociología de la religión, entre otras). Y así, bajo el rótulo de «filosofía de la religión» incluimos toda «reflexión crítica, abierta, rigurosa y no confesional sobre los temas relacionados con la religión» (Fraijó, 1994: 40).

Por último, en tercer lugar, queremos destacar que, si bien Ortega no elabora una filosofía de la religión —ni por supuesto es una de sus preocupaciones—, sí le confiere valor a la disciplina filosófica como tal. La muestra más clara la podemos encontrar en el ofrecimiento que, hasta en dos ocasiones, Ortega le hace a Unamuno. La primera, en diciembre de 1906, cuando le sugiere: «Vamos a ver. ¿Por qué no se dedica usted más de lleno a la Filosofía de la Religión y le hacemos catedrático de nueva creación con máximo de sueldo en Madrid? Creo que le hace falta a usted, mi buen don Miguel, una continencia, una cejuela, un cilicillo, si no nos vamos de cabeza al misticismo energuménico y por ese mero hecho nos colocamos fuera de Europa, flor del Universo» (Ortega-Unamuno, 1987: 90); y la segunda, un mes más tarde, en enero de 1907, cuando le vuelve a insistir: «Porque estoy empeñado en meterle a usted  por la cátedra de Filosofía de la Religión. Ahí puede ser usted utilísimo como enreciador de conciencias y, al mismo tiempo, hallará usted una presión que es necesaria para toda cristalización perfecta. Además, podíamos formar entre algunos hombres honrados como una isla donde salvarnos del energumenismo. Seamos lakistas y nuestro lago… Sea la charca de Madrid» (ibid., 68).

Tal vez, si Unamuno hubiese aceptado este ofrecimiento, podríamos encontrar hoy en la obra de Ortega, un pensamiento, no vamos a decir más «sistemático» pero, al menos sí, más constante y articulado que nos permitiese hablar sin dificultad de la filosofía de la religión de Ortega. Pero, dado que éste no es el caso, baste decir que esta consideración que Ortega brinda a la filosofía de la religión como disciplina filosófica es totalmente comprensible si prestamos atención al profundo respeto que Ortega muestra en estos años hacia la religión, en general, y hacia el sentimiento religioso, en particular.

 

2. LA VALORACIÓN POSITIVA DEL SENTIMIENTO RELIGIOSO

La valoración positiva del sentimiento religioso es nuestro primer punto de apoyo para postular la existencia de una filosofía de la religión en la obra de Ortega, una filosofía que, además, durante los primeros años de juventud de Ortega tendrá la virtualidad de aproximarse e incluso adelantar ideas que posteriormente serán popularizadas por la fenomenología de la religión.

En «Arte de este mundo y del otro» (1911) podemos leer: «unido a un gran respecto y a un fervor hacia la idea religiosa, hay en mí una suspicacia y una antipatía radicales hacia el misticismo» (I, 437); y, poco después, parafraseando a Schmarsow, Ortega afirma «el arte es […] una operación espiritual tan necesaria como la reacción religiosa o la científica» (I, 438). Este respeto a la religión no puede ser de otro modo si tenemos en cuenta que Ortega, siguiendo a Renan, había afirmado años antes, en «Moralejas» (1906), que «el instinto religioso es en el hombre lo que el instinto de nidificación en el pájaro: nada extraño tiene que, como las aves laboran sus nidos en los árboles, hagan de sus altares los hombres» (I, 101). Pero si hay una formulación clara, que no ha lugar a dudas sobre su posición ante la religión y que merecería ser considerada como punto de partida para el estudio de una filosofía de la religión en Ortega, ésa es la que encontramos en «Sobre El Santo» (1908), un comentario a la traducción española de El Santo de Antonio Fogazzaro. Pese a su extensión, no me resisto a reproducir aquí un fragmento por cuanto tiene de ilustrativo y porque no creo ser capaz de expresar las ideas allí expuestas de forma más clara ni más bella:

Nunca olvidaré que cierto día, en un pasillo del Ateneo, me confesó un ingenuo ateneísta que él había nacido sin el prejuicio religioso. Y esto me lo decía, poco más o menos, con el tono y el gesto que hubiera podido declararme: Yo, ¿sabe usted?, he nacido sin el rudimento del tercer párpado.

Semejante manera de considerar la religión es profundamente chabacana. Yo no concibo que ningún hombre, el cual aspire a henchir su espíritu indefinidamente, pueda renunciar sin dolor al mundo de lo religioso; a mí, al menos, me produce enorme pesar sentirme excluido de la participación en ese mundo. Porque hay un sentido religioso, como hay un sentido estético y un sentido del olfato, del tacto, de la visión. El tacto crea el mundo de la corporeidad; la retina, el mundo cambiante de los colores; el olfato, hace dobles los jardines, suscitando, junto al jardín de flores, un jardín de aromas. Y hay ciegos y hay insensibles, y cada sentido que falta es un mundo menos que posee la fantasía, facultad andariega y vagabunda. Pues si hay un mundo de superficies, el del tacto, y un mundo de bellezas, hay también un mundo más allá de realidades religiosas. ¿No compadecemos al hermano nuestro falto de sentido estético? A este amigo mío ateneísta le faltaba la agudeza de nervios requerida para sentir, al punto que se entra en contacto con las cosas, esa otra vida de segundo plano que ellas tienen, su vida religiosa, su latir divino. Porque es lo cierto que, sublimado toda cosa hasta su última determinación, llega un instante en que la ciencia acaba sin acabar la cosa; este núcleo transcientífico de las cosas es su religiosidad (II, 20).

 

El sentido —instinto o sentimiento, dependiendo del texto— religioso como parte constitutiva del ser humano, la postulación de una realidad o mundo más allá, nuestro modo de acceso a este mundo, la posibilidad de razonamiento en torno al mismo y su comprensión final son algunos de los temas en torno a la religión que aparecen con mayor recurrencia en el joven Ortega. Pero aun destacando estas ideas de juventud y pese a tratarse de un escrito muy temprano, «Sobre El Santo» puede postularse como la puerta de entrada para una filosofía de la religión en Ortega porque concentra gran parte de las ideas que el filósofo madrileño hará titilar a lo largo de su obra y no sólo en sus escritos de juventud. Baste reseñarlas muy brevemente, dejando constancia de que estos temas son los que reaparecen con mayor fuerza en años sucesivos, en su primera y segunda navegación: la función positiva de la religión como modo de pensar y de sentir, como modo de «henchir el espíritu»; el deseo de construir una nueva religión que esté «a la altura de los tiempos»; el rechazo del misticismo y la defensa del teólogo; y, la crítica a la religión positiva y al influjo político y social de las instituciones religiosas.

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