Por falta de espacio no podemos abordar la sistematización y la evolución de esta filosofía de la religión en la obra de Ortega, tarea que habremos de dejar para futuros trabajos. Sin embargo, merece la pena profundizar no sólo en la valoración positiva del sentimiento religioso, sino en los diferentes modos de espiritualidad que Ortega analiza en estos años de juventud, tarea que abordaremos desde la exposición y el análisis de «Arte de este mundo y del otro» (1911); porque, si «Sobre El Santo» es la puerta de entrada para el estudio de una filosofía de la religión en Ortega, «Arte de este mundo y del otro» puede postularse como la clave de bóveda del pensamiento en torno a la religión en el joven Ortega.

Bajo este título se recoge una serie de artículos publicados entre julio y agosto de 1911 en El imparcial, en los que el objetivo de Ortega es revisar las tesis expuestas por Worringer en Problemas formales del arte gótico —la traducción del título del libro es del propio Ortega; la edición española del libro es posterior y fue traducida como La esencia del estilo gótico. En esta obra, Worringer se ocupa del problema estético del arte gótico y del estado de espíritu que le da forma. Ortega manifiesta una marcada simpatía hacia los análisis de Worringer y cree encontrar en ellos similitudes con las tesis por él expuestas un año antes en «Adán en el paraíso». Para ambos autores, la arquitectura es un documento que atestigua el espíritu de un pueblo o de una época, porque es una manifestación de cómo vivencia el ser humano su relación con el universo. En consecuencia, a partir del análisis de la arquitectura podemos conocer y determinar la espiritualidad de un pueblo o de una época e incluso vivenciar, experimentar los mismos sentimientos que motivaron tales manifestaciones artísticas. «De este modo, transformaríamos la historia del arte en una historia del sentimiento cósmico, como tal equivalente a la historia de la religión» (I, 439). Esta identificación entre historia del arte e historia de la religión puede resultar un poco precipitada, pero la sorpresa inicial se ve mitigada si atendemos a lo que ambas tienen en común: el «sentimiento cósmico» que las alienta. Para Ortega, el sentimiento cósmico es «el estado psíquico en que cada vez se encuentra la humanidad frente al cosmos» (ibidem), esto es, el sentimiento que suscita en nosotros la percepción del mundo circundante y la conexión que sentimos tener con ese cosmos. La idea no es nueva. Ya en «Moralejas» (1906), afirmaba Ortega: «grandes y chicos, viejos y mozos, sabios e inocentes, llevamos todos dentro una visión del universo» (I, 93); y en «Algunas notas» (1908): «en cada instante es preciso que la verdad del mundo sea un sistema o, lo que es lo mismo, que el mundo sea un cosmos o universo» (I, 201). El sentimiento cósmico es una de las perennes preocupaciones del ser humano señaladas por Ortega en «Una polémica» (1910): «Desde el salvajismo hasta nuestros días no creo que se haya inventado ninguna sensación ni sentimiento elemental: la materia, pues, el conjunto de hechos brutos que nos preocupan es el mismo que preocupaba al salvaje; si en algo nos separamos de él habrá que buscarlo en la distinta valoración que a aquellos mismos motivos o hechos demos» (I, 386). Así las cosas, podríamos afirmar que diferentes sentimientos cósmicos darán lugar a diferentes conceptualizaciones que determinan nuestras cosmovisiones y nuestra relación con cosmos. Pero, además, este sentimiento cósmico producirá diferentes reacciones —como la religiosa— y manifestaciones —como la artística— que no serán totalmente independientes por cuanto tiene en común una misma espiritualidad. Arte y religión, por tanto, serán dos respuestas interconectadas por el sentimiento cósmico que las origina.

 

3. FENOMENOLOGÍA DEL SENTIMIENTO ARTÍSTICO-RELIGIOSO

Hasta aquí Ortega parece de acuerdo con el pensamiento de Worringer; sin embargo, no mantendrá el acuerdo en relación con la línea artístico-evolutiva trazada por Worringer —una línea que determina un progreso desde el arte abstractivo y geométrico del hombre primitivo hasta el arte simpatético del hombre gótico— y sitúa en los orígenes del arte paleolítico —en nuestras cuevas de Altamira— un tipo de espiritualidad diferente cuya clave artística será la imitación. Frente a la tipología antropológica de Worringer —que diferencia hombre primitivo, hombre clásico, hombre oriental y hombre gótico—, Ortega reclama la consideración de un tipo cultural diferente, el hombre mediterráneo, cuyo representante más puro sería el español. Vamos a exponer de forma esquemática estos arquetipos, pues los análisis de Worringer-Ortega ensayan lo que bien se podría considerar una suerte de fenomenología del sentimiento artístico-religioso. Justificar debidamente esta idea merecería un análisis y argumentación mucho mayor que la que aquí podemos ofrecer. Pero como mínimo consideramos imprescindible precisar que no hablamos de una fenomenología trascendental al más puro estilo husserliano, pero tampoco del método más próximo a la historia comparada que viene siendo más usual en la fenomenología de la religión; sino más bien hablamos de un método propio de la filosofía, de un modo de filosofar que —siguiendo a Charles Taylor— englobamos bajo la expresión «investigación trascendental». Esta metodología filosófica consiste en un tipo de investigación que, partiendo de un rasgo indubitable de nuestra experiencia y a través de una cadena apodíctica de indispensabilidad, se remonta a la condición de posibilidad de dicha experiencia. La conclusión alcanzada constituye una tesis fuerte que goza de la misma certeza que la experiencia de la que parte y, en último término, apunta a una «condición invariable» del ser humano, esto es, una estructura trascendental (Taylor, 1978). Así, Ortega-Worringer elaboran una suerte de fenomenología del sentimiento artístico-religioso porque, partiendo de la descripción y el análisis de las manifestaciones artísticas —hecho indubitable—, intentan remontarse a las condiciones de posibilidad de dichas manifestaciones. El análisis revela que tanto el arte como la religión son manifestaciones de diferentes tipos de espiritualidad —esto es, de diferentes cosmovisiones que entrañan una determinada comprensión del ser humano, del universo y de su mutua interrelación. Estas espiritualidades remiten, a su vez, a una estructura trascendental en el ser humano que, con mayor o menor acierto, Ortega recoge bajo la expresión «sentimiento cósmico» y a la que nosotros preferimos referir como la «dimensión espiritual» del ser humano.

Como decíamos, esbozaremos brevemente estos análisis, porque, en realidad, nuestra atención se dirige a otro punto en el que reside la verdadera originalidad del pensamiento orteguiano: la radical contraposición entre el hombre gótico y el hombre mediterráneo que magníficamente ilustra a través de la experiencia y de los sentimientos suscitados en su visita a una catedral gótica y a otra románica. Es nuestra intención mostrar cómo, a partir del análisis de la arquitectura y de los sentimientos estético-religiosos provocados, Ortega realiza la descripción fenomenológica de dos grandes tipos de espiritualidad radicalmente opuestos que finalmente conjugará en una síntesis superadora.

Comencemos con la tipología propuesta por Worringer. El hombre primitivo o «táctil» todavía no posee el órgano intelectual con el que reducir los fenómenos naturales a leyes y relaciones fijas. Por ello, el universo es «tremebunda presencia de lo que no se sabe qué es» (I, 442). El sentimiento cósmico, la emoción del hombre primitivo frente al universo, es de terror, espanto, miedo. Es una época de vacilación e inseguridad. En la interpretación mítica de la naturaleza, el hombre primitivo sitúa un dios tras cada figura real. Tras esas fuerzas naturales que ni conoce ni puede controlar, el hombre primitivo construye un mundo de divinidades a las que puede rezar, invocar, suplicar y propiciar. El estilo artístico de este hombre está dominado por la abstracción y la geometría. Su función es proteger a los objetos de la variabilidad caótica a la que están sometidos, vinculándolos con una regularidad inorgánica superior.

A diferencia del hombre primitivo, el hombre clásico cuenta ya con el intelecto y es capaz de reducir el desorden a orden y de reconducir el caos a cosmos. El griego racionaliza el mundo: la «Naturaleza» es el caos de la naturaleza sometida a la regularidad. El sentimiento cósmico que invade a este hombre es de confianza y admiración. Entendimiento e instinto llegan a un equilibrio en el hombre clásico, quien desarrolla un temperamento confiable y amigable, afirmador de la vida. Worringer caracteriza al hombre clásico «por el racionalismo, por la falta de sensibilidad y de interés para ese más allá que limita la porción del mundo acotado por nuestra razón» (I, 443). Consecuentemente, el estilo artístico está dominado por esta racionalización: el griego busca la proporción, la medida exacta, el equilibrio de aquella realidad regulada, estática, clara y precisa que gusta de contemplar.

Por su parte, el hombre oriental reconoce que hay ritmos y leyes en la naturaleza, pero su sentimiento cósmico es más profundo, supera y trasciende la razón; y, tras el velo de la lógica y de la física, «palpa una ultrarrealidad de quien las cosas presentes son como vagos ensueños y apariencias» (I, 445). El universo es el velo de Maia «prendido sobre una incognoscible realidad trasmundana» (ibidem). La emoción cósmica que caracteriza al hombre oriental prepara la llegada del hombre gótico, pues considera que podemos acercarnos a la verdadera realidad por medios más perfectos que el conocimiento. El estilo artístico rompe con la línea orgánica y geométrica, y se complace buscando nuevas líneas dinámicas, expresivas, que abran las puertas hacia el más allá.

Esta tendencia es radicalizada y llevada a su máxima expresión por el hombre gótico, para quien el universo se convierte en enigma dotado de sensibilidad y el arte en movimiento apasionadamente vital que responde a una «expresión superorgánica» (I, 448). El estilo artístico está dominado por la simpatía: el hombre gótico vuelca sobre la obra una fuerza y vitalidad que se harán autónomas y trascenderán los impulsos que las originaron. De forma que el arte simpatético muestra «el deseo de perderse en una movilidad potenciada antinaturalmente, una movilidad suprasensible y espiritual, merced a la cual nuestro ánimo se liberte del sentimiento de sujeción a lo real; en suma, lo que luego «en el ardiente excelsior de las catedrales góticas, ha de aparecernos como trascendentalismo petrificado» (I, 450). Así, nosotros podríamos resumir el sentimiento cósmico del hombre gótico como el sentimiento de absoluta trascendencia.

La teoría de Worringer supone que, históricamente, el arte ha empezado con el estilo abstractivo y geométrico del hombre primitivo y ha evolucionado hasta el arte simpatético del hombre gótico. Pero, frente al hombre gótico y como antagonista complementario, Ortega reclama para el hombre mediterráneo un lugar dentro de esta clasificación antropológica. Para Ortega, la del hombre mediterráneo es una postura metafísica genuina ante el mundo, totalmente diferente a la abstractiva del indoeuropeo, la racionalista del griego, la instintiva del oriental y la mística del gótico. El sentimiento que mueve a este hombre es el de agresión y desafío hacia todo lo suprasensible, de absoluta antipatía y desprecio hacia todo lo trascendente. El universo del hombre mediterráneo se caracteriza por un materialismo extremo: «Las cosas materiales, las hermanas cosas, en su rudeza material, en su individualidad, en su miseria y sordidez, no quintaesenciadas y traducidas y estilizadas, no como símbolo de valores superiores… eso ama el hombre español» (I, 446). El hombre mediterráneo busca lo trivial, lo intrascendente, quiere salvar las cosas en cuanto cosas, en cuanto materia individualizada. Su estilo artístico se fundamenta en la imitación y nosotros podríamos resumir su sentimiento cósmico como el sentimiento de absoluta inmanencia.

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