5. NATURALEZA Y RELIGIÓN: DE LAS ERMITAS DE CÓRDOBA A LA PEGAGOGÍA DEL PAISAJE

Ni catedral gótica, ni catedral románica. La preferencia espiritual de Ortega la podemos encontrar en uno de sus primeros artículos: «Las ermitas de Córdoba» (1904). El vínculo sentimiento cósmico-arte-religión se ve también claramente reflejado en el aprecio de Ortega por las ermitas de Córdoba y el paisaje que las envuelve. Convertidas en capillas o santuarios, generalmente pequeños, las ermitas se sitúan por lo común en un ambiente rural y no tienen culto permanente.

Visitemos, por ejemplo, las ermitas de Córdoba, que son una fábrica de soledad como no hay otra. En la cima de un monte se hallan las blancas celdas rodeadas de arbustos y árboles severos de flores que traen a la memoria la flor extática del Beato Angélico. […] El aroma de Córdoba, balsámico y pertinaz, es aquí más intenso, y plantas bravas le influyen algún dejo punzante, enérgico, tónico que acelera la sangre en las venas, despierta las más hondas ideas, sacude al místico bufón que vagabundea por el cuerpo del hombre y, no obstante, unge los nervios de castidad y de templanza (II, 11).

 

No es meramente anecdótico que Ortega elija la sencillez de las ermitas. Las ermitas son un lugar de oración y recogimiento que permite cultivar en paz una vocación particular. El silencio y el recogimiento interior son condiciones necesarias para despertar aquel tipo de vivencia que agita nuestra mente —sacude al místico bufón— y agudiza nuestros nervios, sin necesidad de llegar al energumenismo místico del goticismo. Las experiencias perturbadoras no son del agrado de Ortega; por el contrario, él busca la calma, la tranquilidad, el sosiego, en definitiva, la paz de espíritu, sentimientos que parece encontrar en las ermitas.

En realidad, el gusto de Ortega por las ermitas de Córdoba es un precedente de la «pedagogía del paisaje» anunciada —aunque nunca desarrollada— por Rubín de Cendoya, alter ego del propio Ortega. No es tanto la sencilla arquitectura de las ermitas como el paisaje que las rodea lo que favorece la llegada de sentimientos de paz, tranquilidad y sosiego. Y, así, Rubín de Cendoya, «místico español» —apréciese el oxímoron creado por el propio Ortega: místico, sí, pero español— reflexiona ante el paisaje: Segovia, El Escorial y, muy especialmente, la sierra del Guadarrama son algunos de sus lugares favoritos. Y así, frente a la temporalidad, la terrible temporalidad y finitud del ser humano, Ortega halla en los montes «una voluntad suprema de perdurar sobre toda mudanza» (I, 100), un ansia de eternidad con la que finalmente conectará el individuo: «un ansia infinita de permanencia trasciende de lo más adentrado de nosotros, en tanto que la razón nos anticipa la imagen de una muerte cierta. Frente a ese problema trágico, insoluble, se evapora el individuo» (ibidem). Ante la grandiosidad, majestuosidad e intemporalidad del paisaje, y en radical oposición a la necesidad de los montes dentro de la mecánica universal, Rubín de Cendoya ofrece a Ortega la desgarradora realidad: un ansia infinita de permanencia trasciende de lo más adentrado de nosotros, en tanto que la razón nos anticipa la imagen de una muerte cierta. Frente a ese problema trágico, insoluble, se evapora el individuo «créeme, amigo mío, tú y yo somos una casualidad» (ibidem). Merece la pena dirigir la atención hacia la similitud y proximidad que muestra Ortega con el lenguaje y con algunas ideas puramente unamunianas. No es casual. «Pedagogía del paisaje» fue escrito y publicado en septiembre de 1906, tan sólo unos meses antes de la correspondencia en la que Ortega le ofrece a Unamuno la cátedra de Filosofía de la religión. Sin embargo, el ansia de inmortalidad orteguiana no se verá abocada a la angustia unamuniana, sino que encontrará una vía de escape en la naturaleza. Ante la terrible realidad de la radical finitud del ser humano, «este paisaje, en cambio, me hace descubrir una porción de mí mismo más compacta y nervuda, menos fugitiva y de azar […]. Más este paisaje me hace encontrar dentro de mí algo personalísimo, específico: ahora conozco que soy algo firme, inmutable, perenne; frente a estos altos montes azules yo soy al menos un «celtíbero» (I, 101). La inevitable y angustiosa disolución del yo, la muerte del individuo, se ve mitigada por la identificación del sujeto como parte de una colectividad. El individuo se reconoce formando parte de un todo imperecedero que, en este caso, se encuentra vinculado a una «raza» —limitando la expresión al significado orteguiano—; pero que, como veremos a continuación, va mucho más allá y supone la unión y comunión del individuo con la naturaleza.

Ortega continúa explicando que cada paisaje enseña una nueva virtud; de ahí la propuesta orteguiana de escribir una «pedagogía» —entendida ésta como paideia— «del paisaje» versus la «pedagoga social» de Natorp. En este caso, las virtudes enseñadas por los montes del Guadarrama son la serenidad y la sinceridad. «Dime el paisaje en que vives y te diré quién eres» (I, 102). Así los paisajes que rodean al madrileño —al tipo madrileño y no al particular madrileño que es Ortega— hacen de éste un ser torvo y hostil. Muy diferente este modo de ser al de la «espiritualidad tranquila de los poetas “lakistas” y la incomparable dicha de su existencia» (ibidem). Podemos, ahora, comprender el porqué de aquella petición de Ortega a Unamuno: «Seamos lakistas y nuestro lago… Sea la charca de Madrid». Ortega ve en los lakistas un ideal a seguir. Estos poetas, aun siendo románticos, encontraron en el disfrute de los encantos de la naturaleza, en la paz de los campos de campanillas y en los lagos flanqueados por narcisos una cierta imperturbabilidad de ánimo, absolutamente contraria a la angustia unamuniana.

Entendemos, sin demasiada dificultad, el motivo de que la Sierra del Guadarrama transmita al joven Ortega la virtud de la serenidad. La naturaleza parece haber ofrecido siempre ese refugio al ser humano. Pero ¿qué decir de la virtud de la sinceridad? Ortega no se refiere aquí a la sinceridad como veracidad, sino a una concepción más espiritual de la sinceridad que tiene que ver con el recogimiento y el descubrimiento de que uno mismo es algo más que una mera casualidad: «Apenas nos hallamos solos en medio de un panorama natural, unos dedos menudos e invisibles comienzan a tejer en torno nuestro ese misterio de la sinceridad, que une en un mismo tapiz animales, plantas y piedras. A poco nos sentimos insertos en la vida unánime de los campos, el paisaje solitario va destilando quietud en nuestro pecho, armonía, benevolencia» (I, 102). Ni la experiencia de lo sublime o de lo sagrado con aquella mezcla de terror y de fascinación, ni el sentimiento de pura dependencia respecto a algo inconmensurablemente superior frente a lo que el ser humano se empequeñece hasta ser nada. Está claro que Ortega gusta más de disfrutar de lo que otros autores también identificarán como origen de la religión: el sentimiento oceánico. Lógicamente, Ortega no puede utilizar ni conceptualizar el sentimiento cósmico del hombre clásico como «sentimiento oceánico», pues la expresión es posterior al texto que estamos analizando. El primero en hablar de este sentimiento es Freud, en El malestar de la cultura (1930). Allí explica cómo un amigo suyo —Romain Rolland— sostiene que la fuente de toda religiosidad es «un sentimiento que a él le gustaría llamar la sensación de «eternidad», un sentimiento de algo ilimitado, infinito, por así decir «oceánico». Este sentimiento sería un hecho puramente subjetivo, no un artículo de fe; a él no estaría ligada seguridad alguna de perduración personal […]. [Pero] sólo sobre la base de este sentimiento oceánico podría uno llamarse religioso, aun cuando rechace toda fe y toda ilusión» (Freud, 2017: 12). Y aunque para Freud el sentimiento oceánico será el propio de los recién nacidos —mientras que el adulto reflejará el deseo inconsciente de regresar al útero materno—, Rolland y todos aquellos que sitúan el origen de la religión en este sentimiento oceánico, lo definen como una ventana abierta a una comprensión ulterior de la realidad. En esa comprensión, el mundo se torna océano y el individuo gota de agua inseparable de él. De este modo, el individuo experimenta una estrecha unión con la realidad exterior, un vínculo indisoluble, una conexión que le hace participar de la intemporalidad del mundo del que forma parte.

Las reflexiones de Rubín de Cendoya son expresiones compatibles con ese sentimiento oceánico en el que las fronteras del yo y el mundo desaparecen, cuando se captan «las grandes corrientes de subsuelo que enlazan y animan a todos los seres» (I, 98); cuando los problemas se diluyen y nuestro cuerpo se llena de un inusual placer beatífico en esa comunión íntima con un todo superior del que se forma parte. Incluso Ortega apunta la dificultad a la que los seres humanos se enfrentan en su actualidad —si cabe, todavía más vigente en nuestra actualidad— para poder alcanzar esta comunión: «nadie puede jactarse de una íntima relación con la naturaleza, porque la humanidad se ha ido apartando de ella, humanizándola, es decir, pedantizándola» (I, 102). Si tuviésemos más tiempo y espacio, merecería la pena explorar la influencia que las religiones orientales pudieron tener en el joven Ortega. Aunque la formulación del sentimiento oceánico es muy reciente, la experiencia a la que remite es bien conocida desde antaño. Quizá el taoísmo con su «ser como el agua» sea la expresión máxima de dicho sentimiento. Y, aunque no hemos encontrado referencias al taoísmo en la obra de Ortega, en estas fechas sí abundan referencias a las religiones budista e hinduista con las que el taoísmo comparte algunos de sus presupuestos cósmicos. Pero, dejando a un lado estas posibles conexiones e influencias, baste decir por el momento que sólo a partir de este tipo de espiritualidad podemos comenzar a reconstruir una filosofía de la religión en Ortega.

 

 

 

 

 

BIBLIOGRAFÍA

· Fraijó, M. (1994): «Filosofía de la religión: una azarosa búsqueda de identidad», en M. Fraijó (ed.), Filosofía de la religión. Estudios y textos. Madrid: Trotta, 2005, 3ª ed.

· Freud, S. (2007): El malestar de la cultura. Madrid, Akal.

· Ortega y Gasset, J. (200-2010): Obras completas. Madrid: Taurus y Fundación José Ortega y Gasset, 10 vols.

· Otto, R. (2016): Lo santo. Lo racional y lo irracional en la idea de Dios. Estudio introductorio de Manuel Fraijó. Madrid: Alianza Editorial.

· Taylor, Ch. (1978): «The Validity of Transcendental Arguments», en Proceedings of the Aristotelian Society, 79 (1978-1979), pp. 151-165.

· Worringer, W. (1911): Formprobleme der Gotik. Munich: Verlang. Trad. esp. de Manuel García Morente, «La esencia del estilo gótico». Buenos Aires: Revista de Occidente, 1942.

 

 

[1] En este trabajo, las citas de Ortega remiten a las Obras Completas editadas por Taurus y Fundación Ortega y Gasset. Se cita volumen (en romanos) y página en arábigos.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]

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