«Nadie va a entender mi literatura si no entiende primero mi condición de muerto viviente»

Por Carmen de Eusebio

© Miguel Lizana

Sergio del Molino (Madrid, 1979) es escritor y periodista, colaborador habitual en prensa escrita, radio y televisión. Ha publicado, entre otros, No habrá más enemigo (Tropo Editores, 2012), La hora violeta (Premio Ojo Crítico de Narrativa y Tigre Juan; Literatura Random House, 2013), Lo que a nadie le importa (Literatura Random House, 2014), La España vacía (Premio de los Libreros de Madrid al mejor ensayo y Premio Cálamo al mejor libro del año; Turner, 2016) y La mirada de los peces (Literatura Random House, 2017)..

Tras la lectura de Lo que a nadie le importa y La mirada de los peces me encontré con algunos rasgos comunes que me permitieron entenderlos como un único libro. Uno es familiar e intimista y el otro retoma al mismo protagonista, pero en su entorno social (extracción social), y ambos miran al pasado desde el presente. Aunque cada uno tiene muchas lecturas, estas características me llevaron al tema de la identidad y a la necesidad de crearnos un relato de nuestra vida. ¿«La vida se vuelve insoportable si no se pone en forma de novela» (de La mirada de los peces)?

Supongo que soy uno de esos escritores que concibe sus libros como accidentes de un mismo discurso. Lo que unifica las obras (no sólo las dos que cita, también La hora violeta, que está explícitamente unida a La mirada de los peces, e incluso La España vacía, por más que parezca un verso suelto en la enumeración) es la voz y el intento deliberado de confundir al narrador con el autor. En mi caso, no como un ejercicio posmoderno, ni siquiera de juego intelectual. No tengo el menor interés en la metaliteratura ni en la autorreferencialidad, sino en trabajar y avanzar en ese yo que devuelve lo narrativo a su función social primigenia: dar sentido a un mundo que no lo tiene por sí mismo. Uso la primera persona como los chamanes ante la tribu, utilizando mi cuerpo, mi vida y mi presencia real (extraliteraria, constatable, física) como armazón y foco de las historias que cuento. Es una función que subsiste en la retórica y es propia de personas públicas, los chamanes actuales: políticos, periodistas, tribunos en general. En el teatro pervive en el monólogo, que se ha centrado casi en exclusiva en la comedia, donde el actor se interpreta a sí mismo y mezcla autobiografía y fabulación para seducir al público y estructurar su discurso. En la narrativa, ese espíritu chamánico fue desplazándose hacia formas casi paraliterarias, periféricas e incluso marginales, como el dietario, el género epistolar, el aforismo, etcétera, mientras en la novela desaparecía o se utilizaba de un modo juguetón o inofensivo (mucho antes de la posmodernidad, pienso en los prólogos absolutorios de las novelas de Baroja, donde el propio autor es imprecado por lectores descontentos u hostiles). Mi compromiso como narrador está mucho más emparentado con la actitud del monologuista en el escenario que con las premisas de la llamada autoficción. De hecho, hay una tesis doctoral por ahí que describe mi literatura como «performativa», y estoy de acuerdo.

Todo esto es para constatar algo que tal vez debería estar claro desde el Ecce homo de Nietzsche, pero que, a la vista de los numerosos debates que sigue despertando, no parece una cuestión cerrada: al elegir la primera persona y la confusión de narrador con autor no trato tanto de explicarme a mí mismo como de explicar el mundo, en la medida en que la experiencia íntima y personal, al narrarse, se universaliza y activa los resortes de la identificación. No puedo explorar mi identidad sin explorar la de muchos otros, todo está mezclado, los límites entre el yo y los demás son tremendamente confusos, y es ese cruce de vidas lo que trato de narrar.

Un exceso de memoria, entendida como una exageración solemne del discurso histórico, hace las sociedades invivibles

 

En ambos libros parte de premisas muy definitorias para el relato de sus historias. En el caso de Lo que a nadie le importa, es la frase «Calla, que de ti no quiero ni que me cierres los ojos»; éstas son las últimas palabras que José Molina le dice a su mujer en su lecho de muerte y, con ellas, rompe un silencio de décadas. ¿De dónde nace en su nieto, que oye esas palabras igual que el resto de la familia, aunque para ellos no tengan ningún significado, ese hondo sentimiento de lo trágico?

De sus diecisiete años. En la adolescencia, todo es trágico, el sentido del humor es una conquista del adulto. En cierta forma, es una capitulación. La risa y todos sus familiares, en especial, la ironía, son una admisión implícita de impotencia. Te ríes de lo que no puedes cambiar. Si hubiera escuchado esa frase a otra edad menos impresionable, tal vez la reacción, el recuerdo y su evocación habrían sido muy distintos. No creo que sea sorprendente ni raro ese sentimiento trágico del adolescente, aunque quizá sí lo sea mi elección del punto de vista como narrador. El primer impulso, como adulto que evoca acontecimientos de su primera juventud, es tamizarlos con ese sentido del humor conquistado con tantas desilusiones. Así son muchas memorias familiares, que bailan entre la melancolía y el sarcasmo. Pienso en Fellini, por ejemplo, y su Amarcord (que significa precisamente «me acuerdo» en el dialecto de Rímini). Lo maravilloso y lo absurdo surgen de esa distancia que el adulto aplica a sus propios recuerdos. Un impulso narrativo natural podría haberme llevado por el camino felliniano (al fin y al cabo, mi familia tiene todos los tipismos estrafalarios de cualquier familia pobre mediterránea) y haber hecho de ese adolescente un pasmarote cómico. Sería una elección agradecida porque funciona como un guiño: el lector comparte con el narrador un secreto que el protagonista ignora, y ambos se ríen de la ignorancia de éste, que da tumbos por el relato, golpeándose con las esquinas de la vida por las que el lector ya ha tropezado. Hay identificación, pero, sobre todo, distancia. Sin embargo, en este caso yo quería tratar con compasión al pobre chaval que presencia la escena. Quería tomarme su pasmo en serio, y todo el mecanismo del libro se activa cuando el lector comparte su escalofrío.

José Molina fue soldado en el bando nacional y su principal característica es el silencio que ha llevado a lo largo de su vida. Metáfora de un país, España. A propósito de esto, recordaba un ensayo de Natalia Ginzburg de 1988, Sobre el arrepentimiento y el perdón, acerca de los asesinatos de las Brigadas Rojas o las Brigadas Negras, la Mafia o la Camorra, y decía: «Es deber de la justicia tratar de reconstruir la verdad, juzgar a los culpables y absolver a los inocentes. Es deber del Estado preocuparse de los familiares […], compartir sus desgracias y pérdidas no quiere decir sin embargo preguntarles sobre lo que piensan o sienten para conocer la medida de su odio o de su perdón y hacerlos públicos, y utilizarlo en un sentido o en otro. Quiere decir darles la sensación de que no se les ha olvidado, de que la verdad se estudiará e indagará hasta el final […]. Es deber del país dar cabida a la memoria de los muertos». ¿Qué piensa al respecto?

Que responde al sentido común más elemental, aunque habría mucho que matizar. Como ciudadano español, siento mucha vergüenza por que no haya habido ni un solo Gobierno democrático que se haya comprometido con las demandas de los familiares de los represaliados por la dictadura, esas decenas de miles de desaparecidos para los que sólo se pide una sepultura digna y un reconocimiento. Nadie con una mínima sensibilidad democrática puede hacer otra cosa más que apoyar cualquier iniciativa de restitución y cariño hacia quienes sufrieron la violencia. Ahora bien, cuando hablamos de memoria en sentido amplio, me entran dudas. No estoy nada seguro de que el deber de un país sea «dar cabida a la memoria de los muertos», entre otras cosas porque los muertos ya no tienen memoria, somos los vivos los que la tenemos, y elegimos qué muertos incluimos en ella. Una sociedad no puede vivir en un constante canto fúnebre, tiene que atender, sobre todo, el presente y el futuro. Concuerdo con David Rieff en que tenemos derecho (y, tal vez, cierta obligación) al olvido si no queremos que la vida pública se asiente sobre el revanchismo. La historia debe explicar por qué somos como somos, y, a partir de ahí, debemos asumir un compromiso de convivencia, ya no somos ni revolucionarios ni reaccionarios, creo que hemos superado la fase ingenua en la que creíamos que podíamos fabricar una Arcadia (al fin nos dimos cuenta, un montón de guerras después, de que la única forma de levantarla era exterminar a millones de personas que la imposibilitaban: el imperativo democrático de hoy exige pragmatismo y pacifismo radical, hay que convivir con todos). No podemos apropiarnos de las culpas de nuestros abuelos, la historia no se puede rehacer, pero podemos utilizarla para ser conscientes de todos los logros sociales de que disfrutamos y reforzarlos y vindicarlos. Un exceso de memoria, entendida como una exageración solemne del discurso histórico, hace las sociedades invivibles. Lo estamos viendo con el asunto catalán. Cuando se dice «llevamos trescientos años luchando por nuestra independencia», ¿quiénes son esos humanos que viven trescientos años? ¿Qué sujeto es ese nosotros? Esos usos políticos de la memoria son peligrosos porque amenazan el pacto democrático, que se basa en una comunidad de ciudadanos en un aquí y un ahora, para crear, en cambio, comunidades «históricas» enfrentadas a metecos o bárbaros sin historia. En definitiva, la sociedad y el Estado deben atender sin peros a cualquier víctima de la violencia, y sus familiares deben sentir el reconocimiento de sus conciudadanos, aunque eso no implica un estado de conmemoración y reverencia oficiales y permanentes. Los Estados deben atender el hoy. Una sociedad regida por los muertos puede tener serios problemas de convivencia democrática. Las relaciones sutilísimas y complejas con el pasado son materia de historiadores y, en otro sentido, de escritores, como parte de esa brumosa e intangible conciencia colectiva de un país, en constante mutación y crítica, si bien no deberían ser una prioridad de los políticos.

 

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