Así como durante mucho tiempo, y por razones obvias probablemente, la palabra contagio se puso de moda, hay otras palabras que toca poner de moda. Porque si no, un alguien etéreo parece ser el encargado exclusivo de abrir el camino secretamente y dictaminar cuáles han de ser las palabras-tendencia. Franco Bifo Berardi señalaba cómo había que persistir en la búsqueda de otros horizontes que no fueran los marcados por el lenguaje de la tecnología y de las finanzas, lenguajes que nos interpelan constantemente y a los que nosotros respondemos. Y se refería, utilizándola como ejemplo ilustrativo, entre otras, a la palabra interesante –tan en boca de todos nosotros, ocasionalmente huérfanos de vocabulario, y tan subrayada en el mundo artístico–, señalaba como la habíamos adoptado en el sentido que le da la esfera de lo económico: interesante de interest. Interest is the price you pay to borrow money or the cost you charge to lend money. Es decir, tiene que ver con un intercambio interesado (valga la redundancia), con un intercambio aprovechado, contrario a aquel intercambio desprendido o fascinado. De tanto que había maltratado yo la palabra interesante, se me había olvidado que interés remite también al estado de desear saber algo sobre alguien o algo. Las colaboraciones entre artistas en la Real Academia de España en Roma surgen de este deseo, de un deseo de conocer a ese otro que ves a diario y con el que compartes una intimidad casi familiar. O al menos esto fue lo que ocurrió durante mi promoción. Es preciso mencionar que las colaboraciones e influencias que se dan entre artistas de distintas disciplinas en la Academia tienen la raíz de la convivencia, surgen espontáneamente fruto del afecto. Y esto las llena de una energía difícilmente equiparable de haber nacido de otra situación.
En una ocasión cuando me preguntaron por mi paso por la Academia, hablé de lo gratificante que había sido el contacto con otros artistas pues es inevitable en una experiencia así no contagiarse del talento del de al lado. Sin embargo, hoy cambiaría las palabras contagio y talento, y optaría –quizás intentaría incluso ponerla de moda– por la palabra trasvase o por la expresión trasvase por vertido libre. En el trasvase no hay contagio, no hay enfermedad, hay solamente circulación, es un caudal que fluye en un determinado lugar por unidad de tiempo. Implica un movimiento fluido pero impetuoso; supone un cambio radical de un recipiente a otro. Por cierto, caudal en ciencias sociales expresa que una persona tiene aprecio y en buena estima a otra. Nuestro trabajo artístico es nuestra profesión y a veces es necesario reclamar que así sea, que se limite a ese ámbito laboral. Sin embargo, hay otras ocasiones en las que creo necesario apostar por un espíritu diferente, quizás soñador –combativo, contra lo establecido, contra el provecho, contra el mérito, espíritu anticapitalista, de lo común, de la comunidad– a raíz del cual cualquier encuentro artístico no pueda más que surgir espontáneamente, y derivar en juego vital.
Jugar implica transformar y transformarse, crear y crearse. Para Nietzsche el juego es la forma más suprema de la relación del hombre con el mundo, el juego remite al «lugar de la dislocación del yo, el espacio entre el cual, el sujeto –jugándose– consigue la propia ambigua apariencia metamorfoseada, aquella potencia que se realiza en el quererse siempre como contradicción, crisis, discontinuidad, devenir»1. En gran medida la Academia facilita que esta dislocación del yo irrumpa, la experiencia de intercambio fascinado entre artistas que conviven posibilita la transformación. Desconfío del afán de especialización que impera hoy, y soy de la opinión, quizás imprudente, de que un artista puede en cualquier momento cambiar de disciplina sin mayor problema, que el oficio y la técnica se adquieren, y que por lo tanto lo único realmente valioso en estos casos es la positiva amenaza de cambio y de transformación que se da en el trasvase de energía de un artista a otro. Un intercambio que nace tanto en las conversaciones intelectuales como en aquellas más banales. La oportunidad de alentar la contradicción, de evitar la coherencia artística personal, de promover la crisis es posiblemente uno de los aspectos más vigorosos que ofrece la convivencia durante la residencia de Roma, ciudad que por otro lado se conjuga y solo se entiende de acuerdo a elementos incoherentes.
Al contrario de lo que nos impone el lenguaje económico –asociado a la rapidez y a la meta, al tiempo cronológico de la productividad, pero también al tiempo de la muerte y no del instante eterno– nuestro quehacer artístico no tiene que ver con una carrera ni de fondo, ni tampoco de obstáculos, se trata simplemente de un juego vital, de dilucidar en común la posición del hombre y del artista con relación a la vida y al mundo. Quizás el arte no es aquello que hable de la vida sino aquello que pueda enseñar a vivirla. Por eso la experiencia en la Academia y el contacto entre artistas fueron ciertamente sanadores: uno se reconcilia jugando. Pero también es cierto que solo es posible ver cuán inabarcable es el tablero de juego y cuán estúpido es pensar en términos de disciplina artística o simple profesión, si uno tiene la suerte de unos buenos compañeros de viaje.
1. Luis Enrique de Santiago Guervós, artículo La dimensión estética del juego en la filosofía de Friedrich Nietzsche.