POR BRENDA NAVARRO

Fotografía de Lisbeth Salas

No conozco al escritor Yuri Herrera, en el sentido más estricto de lo que significa ser escritor en estos tiempos en los que conocer a un escritor es sinónimo de simulación, redes sociales, hermandades, alianzas, conexiones o bandos, alabanzas y buenos blurbs. Pero es verdad que lo conozco desde hace tanto tiempo que sé que muchas cosas de las que se dicen o se piensan de nuestra cercanía son mentira, porque en realidad todo es peor. Siempre todo es peor.

En todo caso, para las intenciones de este texto, partiría diciendo que conozco a Yuri Herrera como la persona con la que comparto un interés por el lenguaje y la literatura, que no es sino el placer por la lectura y la conciencia de que somos unos privilegiados, -cada uno a su manera-, por ser parte del escaso y todavía excluyente clasemediero mundo de la «cultura» y que, a pesar de cualquier apuesta pesimista de nuestra parte, hemos logrado sortear dificultades para tener tiempo de escribir. Tiempo para escribir, ese lujo que la mayoría del mundo no tiene. Y es quizá por esto, que ninguno de los dos se toma en serio y nos aferramos a mantener dentro de nuestra comunicación todo aquello que no esté relacionado con «lo profesional» sino con los libros, los podcasts, la música o los textos que nos compartimos. No rehuimos a los temas profesionales. En esto solemos preguntarnos sobre decisiones que nos parecen trascendentes y aunque muchas veces no estemos de acuerdo en el punto de vista del otro, sí que somos incisivos al decirnos lo que pensamos, aunque ello no necesariamente signifique que vamos a darnos la razón.

Y esto es quizá lo que me interesa compartir sobre Yuri Herrera, que dentro de su única y propia contradicción humana, encuentro en él a una persona que sabe escuchar, para bien y para mal, y que como lo reflejan muchos de sus personajes o de su universo literario, comprende que es mejor llenarse de mugre que ser impoluto. Y que ese ensuciarse, meterse dentro de temas o cuestionamientos incómodos permite que su narrativa experimente con las palabras y las conecte con sus obsesiones. Es decir, que más que usar al lenguaje para crear una estética en sí misma, parte de la idea de que la estética no es el fin, sino la herramienta. Porque cuando se tiene la conciencia de lo que significa el oficio de escritor, de hacer la talacha, de hacer prueba y error, no puedes sino hacer más humana la experiencia literaria.

Cuando nos compartimos nuestro trabajo, nos hablamos directo, sin tanteo: «¿Lo vas a leer o se lo echo al perro?». «Échaselo al perro». Y entonces, sabemos que pronto tendremos un correo electrónico con un archivo adjunto. Pasa más de mi lado que del suyo, no por otra cosa, sino porque él es más moderno, contemporáneo, casi milenial. Le gusta enviarme fotos de lo que escribe por mensajería instantánea, soy yo, la que apegada al orden se aferra al correo.

Es Yuro, como le digo, el catador de memes y stickers de mi día a día. Del chismecito matutino y del enojo nocturno. Es, podría decirse, el testigo de mi persona escribiéndose en tiempo presente. Se sabe mi relato privado y por eso no tengo qué explicarle las cosas que quiero transmitir en mis libros, porque nos acompañamos y confíamos en que cuando se trata de escribir, lo más importante es identificar el fin y no lo que nuestra susceptibilidad necesite en ese momento.

Yuri Herrera, es el primero en decirme que espabile «Ya estás muy cómoda ahí». «No opines por tus personajes». «Jajaja, ¿esto qué?». Nos reímos. Nos malentendemos y nos contrariamos. Personalmente, me molesta cuando defiende algo que a mí ni me parece bueno, ni propositivo; y sé que a veces él se toma su tiempo para creérme que algo es extraordinario. Por ejemplo, me costó años hacerlo leer a Agota Kristof.

Apenas hace unos meses, después de tantos años de conocernos, tuvimos nuestra primera conversación profesional, como colegas, de tú a tú. Fuera de nuestro país y en otro idioma. Al inicio de la mesa, Yuri, se olvidó de que apenas unos minutos antes nos estábamos prometiendo unos tacos y salió serio, -como él cree que es-, y habló ante el público de mi trabajo con la rigurosidad y minucia que un profesional debe de tener. Quizá ese día, fue la primera vez que lo conocí como el escritor mexicano radicado en Estados Unidos, que de una u otra manera ha hecho alguna grieta que se une a las otras grietas que más colegas hacen para que la literatura latinoamericana no sea una invitada más al banquete del canon internacional, sino que tenga su propia silla en la mesa principal, donde deberían de estar todos los idiomas, conectándose los unos con los otros. La literatura como puente de muchas conversaciones multilaterales y no centralista como todavía pretende.

Pero reitero, no conozco en su totalidad al escritor Yuri Herrera, sé, porque las redes así me lo indican, que entre quienes siguen su trabajo están Patti Smith, cantantes que admiro, músicos que escucho, escritoras que leo y amigos que cuando hablan de su trabajo lo hacen con cariño, respeto y admiración.

Tampoco sé si quiero conocerlo, me quedo con el Yuro humano que se equivoca, que es curioso, irónico, malora con gracia. Con la persona que cuestiona, que se ríe, que no se toma la vida tan en serio en ese sí tomársela muy en serio. Y al escribir este texto, me preguntaba constantemente qué tanto de él, de este relato construido, pensado y planificado, estaría yo dispuesta a develarlo públicamente, porque como ya señalé, todo puede ser peor, mucho peor de lo que podemos imaginar. Y comprendí que no hay texto, frase, blurb o biografía que le pueda hacer justicia. Yuri Herrera, es ante todo, esa persona discreta que no va alardeando de sí, ¿por qué tendría yo que hacerlo más allá de lo que él necesita? En cualquier caso, ¿quién va a leer esto? ¿Se lo echo al perro?

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