POR SANTIAGO FILLOL
Un telescopio sirve para ver cosas de una escala mucho mayor a la nuestra que sin un telescopio no veríamos. Un microscopio sirve para ver cosas de una escala menor a la nuestra que sin un microscopio no podríamos ver. Una cámara de cine sirve para ver cosas que son de nuestra misma escala, y sin una cámara jamás veríamos.
JEAN-LUC GODARD
PUNTOS DE VISTA

Desde Griffith, que aprehendió de Dickens mecanismos formales que cuajaron sustancialmente en su cine, hasta Bolaño, que aprehendió de David Lynch mecanismos formales que cimentaron las bases de 2666, las idas y vueltas fundamentales entre cine y literatura son unas cuantas. También son, unas cuantas más, las idas y vueltas insustanciales. Lo que resulta menos habitual es encontrar cineastas-escritores que experimentan rasgos de un campo en el otro enriqueciendo a ambos, como Duras o Pasolini; y aún menos habituales son los escritores que ejercen cine y literatura en un solo ámbito, como Godard ensaya prosa en su cine o Juan José Saer planos secuencia en su literatura.

Hubo una época en la que los escritores frustrados se convertían en cineastas: sabemos que Maurice Schérer cambió su nombre por Éric Rohmer para no mancillar el apellido familiar con un oficio de feriantes. Igual que Godard soñaba con publicar una novela en Gallimard, antes que alcanzar cualquier vanagloria fílmica. El caso de Saer es más bien el contrario: un deseo frustrado de convertirse en cineasta, propulsa su literatura.

En una célebre mesa redonda de escritores latinoamericanos sobre cine y literatura, Augusto Roa Bastos, Juan José Saer, Julio Cortázar y el cineasta Nicolás Sarquis especulaban sobre las cuentas pendientes que sus ficciones tenían con el cinematógrafo. Roa Bastos y Saer se declaraban cinéfilos compulsivos; ambos habían dado clases de cine y habían trabajado en guiones para otros cineastas. Pero ninguno de ellos había rodado, jamás, ni un solo plano. Saer confesaba que él, al revés que la Nouvelle vague, se había planteado la disyuntiva entre el cine y la literatura, e incluso había sopesado la posibilidad de trabajar en ambos bandos, pero las complejidades financieras de la producción cinematográfica, o el riesgo de banalizar una obra por imposiciones financieras, lo habían disuadido. Cortázar, que venía de ser adaptado por Antonioni en Blow Up (1966) y que hablaba con la modestia altanera del éxito, respondía a Saer lamentando que no hubiese podido experimentar sus pulsiones narrativas en el cine, y citaba a Pasolini y a Duras y a Robe Grillet como pruebas de escritores expandidos, de escritores que habían seguido ejerciendo y transformando su literatura en el cine ‒y viceversa‒. Y esa carencia la hacía extensiva sobre toda la mesa, pintando al grupo como una casta de escritores que habían aprehendido sus formas tanto del cine como de la literatura, y que no habían logrado rodar ni una sola palabra en película. Saer contestaba la afrenta cortazariana declarando que para él hacer cine hubiese sido un facilismo, ya que, más determinante que las trabas financieras era el hecho de que su literatura necesita describir mucho, casi obsesivamente, y el cine define materialmente muy rápido todo lo que enfoca. Y precisamente en esa dificultad se tensa su literatura. Es decir, su escritura tuvo que hacer lo que hacían los planos cinematográficos para construir un espacio-tiempo pulsional ‒esto es, obrado no desde el realismo de las leyes euclidianas, sino desde un «inconsciente óptico», que según Benjamin es la enseñanza más ejemplar del cine a nuestra percepción‒. La escritura de Saer tiene que pasar por esa proeza figurativa que al cine le viene en cierta forma ya dada, y es allí donde sucede su prosa; donde se va haciendo lugar, que diría él. En la mesa ocurre un silencio. Saer ha contestado a la provocación de Cortázar desde la experiencia pura, desde el ser de su escritura: «a mí no me interesa contar una historia en el cine, sino experimentar formas nuevas, y no veo, francamente, qué podría experimentar yo allí». Esta experiencia es el vínculo nuclear entre la escritura saeriana, la cadencia saeriana, y el cine. Y en ese vínculo, Saer ha ido mucho más lejos que el resto de sus compañeros de mesa y generación. Roa Bastos se queda rumiando lo dicho, y abre un paréntesis salvador hacia la puesta en escena que el cinematógrafo ha descubierto a la literatura: «antes del cine no teníamos ángulos picados, los escritores describían el mundo desde su propia altura… esas vistas de pájaro vinieron con el cine… o bueno, la primera quizá suceda en Los Miserables de Hugo». El resto de los tertulianos respiran, agradecidos, en la pausa que ha abierto Roa Bastos.

Uno de los principales atributos que el cine tomó de la literatura, y que más exploró
‒enriqueciendo a la literatura en sus retornos‒, fue el punto de vista. No existirían las revueltas callejeras de Griffith en Intolerancia (1916), vistas desde los balcones de los burgueses que temen por su propiedad, sin las revueltas de Dickens en Historia de dos ciudades, donde se desarrollaba ese mismo punto de vista «elevado» sobre la masa obrera amenazante. Esa «escala» de percepción espacial que transportaba una sensibilidad de clase ‒la misma que Hugo retoma en su obra‒ fue el legado que Dickens entregó al cine y a la literatura moderna. Borges heredó el punto de vista de Henry James, igual que Josef Von Sternberg, cineasta favorito de Borges que agudizó el legado de James con los movimientos de su cámara. Preguntarse, desde el acto de escritura, quién está mirando eso que se narra es una marca que en la escritura cinematográfica se volvió canónica. El punto de vista determina el sentido tanto o más que aquello que se está narrando. El punto de vista de un narrador muerto, para citar formas extremas, permite conectar la intensidad narrativa de James en Otra vuelta de tuerca con Sunset Boulevard (1950) de Wilder, o Diálogo sobre un diálogo de Borges con Mulholland Drive (2001) de Lynch. Si tuviésemos que escribir una historia del punto de vista en la literatura, esta debería ser necesariamente compartida con el cine. Sin embargo, nadie hasta Saer había trabajado, junto al punto de vista, una sensibilidad óptica con tanto celo y conciencia. Una sensibilidad que no proviene del ojo humano, sino de unos objetivos cinematográficos. No me refiero a una mayor complejidad en el emplazamiento del punto de vista del narrador en un espacio-tiempo determinado o indeterminado, sino a la textura de su visión: a su nitidez o difusión, a su dureza o suavidad; a su condición óptica, en definitiva.

Roa Bastos seguía glosando una escena de Los Miserables, cuando Saer lo interrumpe, lo asalta, con el entusiasmo de un hallazgo decisivo: «hace unos años, igual usted ni se acuerda, dijo algo que a mí me marcó mucho. Dijo de un cuento de Di Benedetto, «El juicio de Dios», que «parece escrito con un teleobjetivo». Y a mí eso me pareció brillante… Porque es verdad, los personajes están como perdidos entre la bastedad borrosa de la pampa». Roa Bastos mira a Saer con aire de no recordar del todo esa supuesta apreciación suya. Sabemos, desde Borges, que todo descubrimiento originalísimo que un escritor atribuye a otro escritor es, en realidad, una marca de escritura propia que de ese modo se pretende evidenciar y deslizar, como instruyendo
‒o construyendo‒ al futuro lector. El «teleobjetivo» que Saer celebra en la lectura de Roa Bastos sobre Di Benedetto, es una marca de ese género. Un rasgo que Saer asume y convierte en algo característico de su propia escritura, llevándolo bastante más lejos que su admirado referente original.

 

LOS PINCELES DEL CINEASTA

Saer aprehendió su sensibilidad óptica de la escritura fílmica que analizó, enseñó y practicó como cinéfilo, profesor y guionista, igual que Robert Walser aprehendió una sensibilidad similar en los óleos que vio pintar a sus hermanos. Los objetivos son los pinceles del cineasta. Cuando los pintores escogen un pincel fino o grueso, uno de cerdas duras o mórbidas, deciden su trazo, su forma de separar o integrar figuras y fondo, de hacer más visible la impresión que el motivo ‒o a la inversa, según el calibre del pincel‒. En la conciencia de esa elección se establece su pathé. Los grandes cineastas hacían lo mismo al decidir si su óptica era normal, teleobjetivo o gran angular. Una lente normal ‒entre treinta y cincuenta milímetros‒ nos da un visión similar a la humana: eran las lentes favoritas de Ozu y Ford, por ejemplo. Una lente de teleobjetivo ‒que va de los ochenta milímetros en adelante‒, permite acercar las figuras que están a una gran distancia de la cámara, pero su ángulo de visión y su profundidad de campo es mucho menor, por lo que sus figuras son más selectivas y los fondos son más reducidos y borrosos que en una óptica normal: es una óptica de voyeurs y cazadores, y eran las favoritas de Antonioni, Hitchcock, Tarkovski y Kubrick, por ejemplo. Una lente de gran angular amplía considerablemente el ángulo de visión humana ‒van desde los veinte milímetros hacia abajo‒ y permite cubrir grandes escenas con una mayor profundidad de campo, es decir, teniendo toda la imagen nítida: es la óptica de los controles de vigilancia y los paisajistas, y fueron las favoritas de Buñuel, Orson Welles, Nicholas Ray, Eisenstein o Kurosawa, entre tantos otros[i].

Renoir padre pensaba que las grandes escenas públicas que pintaba en cuadros como Danse à Bougival o Les parapluies producían una extraña sensación de intimidad por haber dejado flou todo el fondo, resaltando sólo en nitidez el gesto de un personaje femenino. En estas imágenes, decía, uno tiene la sensación paradójica de estar asistiendo a algo muy íntimo en medio de un espacio público. El efecto borroso aplicado sobre todo el fondo de la calle, aumentaba esta sensación de recogimiento sobre el gesto enfocado. En esa descripción, Renoir estaba prefigurando la definición y el uso más puro de la sensibilidad óptico-narrativa del «teleobjetivo». Un centrado de nitidez introspectiva en medio de la calle. Un aprendizaje fotográfico, como el de Dickens y Hugo, retornando a su tela[ii].

Total
41
Shares