POR JUAN CARLOS ABRIL

 

Todo el día ha cantado esta gente, todo el día ha bebido

y ha bailado, y aún vuelve por la noche alborotando

las calles y revoloteando en torno a los faroles.

Y si la fuerza de las razas se mide por su resistencia

a la alegría… ¡oh España! ¡oh España!

 

(Reyes, 1917: 26-27; 1988: 27; 1995: 60)

 

INICIOS DEL SIGLO XX

Siempre se ha dicho, y con bastante razón, que un mexicano en España se siente como en casa, e igual suele suceder con un español en México. Las causas son la proximidad y la hermandad, una cultura que nos atraviesa de parte a parte, haciéndonos partícipes de una misma base, y que tiene como eje la lengua. Desde ahí pivotan asuntos tan variopintos como la gastronomía, los trajes regionales, la gestualidad, las costumbres en general y la forma de realizar metáforas, que incide en la manera de concebir el mundo. Ya sabe que la lengua es todo, la lengua es cultura, y en las palabras se encierra el particular universo de una comunidad lingüística, desde los significados inmanentes y el dasein heideggeriano, hasta los que cambian con los años y las modas, los matices irónicos, el compromiso o la ideología. Quizás a esta última, la ideología, por su carácter «falso» —no hecho o no tangible, pero tan material como cualquier otra instancia—, se le considere tradicionalmente fuera de las palabras, rodeada por el aura del misterio de la ética y, como tal, eximida de responsabilidad en la contingencia. Sin embargo, la ideología es como la gramática, la cual nos rige, fundamentándose en el lenguaje y estructurándose de manera material: he ahí su apariencia «falsa», y por eso se dice que a las palabras se las lleva el viento. Recorre nuestro pensamiento, como corriente de pensamiento o discurso. Es lo que estructura el sistema. La ideología se presenta —en términos gramscianos— como la amalgama de todas las determinaciones de una cultura dada.

Como bien relata Juan Velasco en el prólogo a la edición española de la editorial Hiperión de 1988, Cartones de Madrid se escribió entre 1914-1915, de hecho fue «su primera obra escrita en suelo español, como él mismo refiere en Historia documental de mis libros. Antes de publicarlo como volumen, ya habían aparecido como capítulos sueltos en El Heraldo de Cuba, los primeros, y en Las Novedades de Nueva York, los últimos, en 1915» (Velasco 1988: 7).

Hay que decir que hasta 1917 no se publica como obra exenta y que, como dato fechable, Francisco Giner de los Ríos muere el 18 de febrero de 1915, y precisamente el capítulo xvii «Giner de los Ríos» (Reyes 1917: 95-99; 1988: 63-66; 1995: 88-90) es el último del volumen, dando cuenta de su muerte a través de las esquelas y semblanzas publicadas en la prensa de la época, que no se cita cuál maneja el regiomontano, pero de las que se hace eco en primera persona: «Influyó siempre —leo en un periódico— de una manera interna, pura e ideal en muchos movimientos y en muchas instituciones que nadie creería relacionadas con él» (Reyes 1917: 98; 1988: 65; 1995: 90). Ese «leo en un periódico» en primera persona, del propio Alfonso Reyes, alude directamente a los días inmediatamente posteriores a la muerte del filósofo y pedagogo español, que se podría decir sin ambages que se convertiría en un referente para el mexicano, ya sea por su amplitud de miras lejos del chauvinismo castizo españolista, ya sea por su afán reformista y educador, por su propuesta pedagógica, por su liberalismo, o por el bien de un nuevo tiempo y una sociedad instruida, que tanta falta hacía en España como en México.

Recordemos ahora —solo nominalmente— La media noche. Visión estelar de un momento de guerra, de Ramón María del Valle-Inclán, escrito en 1916 pero publicado en 1917, sobrevolando el campo de batalla en avioneta, tomando apuntes de lo visto para enviarlo al periódico y aparecer publicado al día siguiente. Y citamos a Valle-Inclán porque el genial manco aparecerá en el capítulo xvi «Valle-Inclán, teólogo» (Reyes 1917: 87-91; 1988: 59-62; 1995: 84-87), ya casi para finalizar Cartones de Madrid, caracterizado como «teólogo» y experto en quietismo y teorías místicas. El gallego había ofrecido —según relata Reyes— una conferencia teológica en el Ateneo de Madrid sobre «quietismo estético» y el mexicano lo denomina como «Valle-Inclán el Mágico», loando su disertación de tal modo que «nos ha hecho vivir varios siglos de vida intensa en media hora» (1917: 90; 1988: 62; 1995: 86). No olvidemos que, en el particular viaje de ida y vuelta entre México y España, Valle-Inclán y Reyes se sentían íntimamente ligados. La conferencia en cuestión formaba parte de un ciclo que el gallego impartió en el Ateneo de Madrid: «El quietismo estético», el 13 de marzo de 1915, «Guía espiritual de España. Santiago de Compostela», el 9 de mayo de 1915, y una serie de cinco disertaciones que, justo en vísperas de la publicación del libro, y con el título de «La lámpara maravillosa. Ejercicios espirituales», impartió consecutivamente entre los días 17 y 21 de enero de 1916 (Serrano Alonso 2012: 281-282).

Tendríamos una fecha incluso posterior a la muerte de Francisco Giner de los Ríos, como fecha final de estos Cartones de Madrid (1914-1917) de la redacción, es decir el 13 de marzo de 1915, si bien se antepone el capítulo de Valle-Inclán al de Giner de los Ríos ya que este último servía mejor de cierre, sobre todo por la nota luctuosa, pero también a modo de resumen de un proyecto de modernidad impulsado en España por el filósofo y pedagogo, y que servía de espejo en el cual se contemplaba el mexicano para su país natal. Giner de los Ríos «funda la Institución Libre de Enseñanza», desde su proyecto krausista, librepensador y reformista, definiendo a la institución como una «orden monástica».

 

«Y he aquí como tampoco le faltó fundar una orden. No sé bien si es una orden monástica, pero me parece que es una orden de caballería; aunque tal vez ambas cosas paran en una. Y de aquí proceden los nuevos caballeros de España» (Reyes 1917: 97; 1988: 65; 1995: 89).

Continuando con una de sus extensiones, la Residencia de Estudiantes, donde no pocas veces acudiría el mexicano, seguramente acompañado de lo mejor de los intelectuales y artistas de las primeras décadas del siglo xx en España, entre otros José Moreno Villa (de quien por cierto la edición de Hiperión muestra, en sus páginas iniciales, un retrato del mexicano). Y Moreno Villa, como se sabe, acabaría muriendo exiliado en 1955 en Ciudad de México.

Siguiendo el ejemplo de Giner de los Ríos, Alfonso Reyes fundó —junto otros, entre los que podríamos destacar Daniel Cosío Villegas, fundador asimismo del Fondo de Cultura Económica— el 1 de abril de 1939 la Casa de España en México, una institución constituida principalmente por refugiados de la Guerra Civil española (a los que él, también junto con Daniel Cosío Villegas, ayudó a asilarse) que poco después se convertiría en el hoy prestigiado El Colegio de México. La historia, andando los años, llevaría a estos dos amigos —Reyes y Moreno Villa— a reunirse por desgraciadas causas en Ciudad de México… Y José Moreno Villa recorrería entonces el camino inverso a Alfonso Reyes, escribiendo su Cornucopia de México (1940), donde se introdujo en la vida mexicana, adaptándose, asimilándose a su nueva vida de transterrado, y habiendo echado raíces en su nuevo país adoptivo (se casó con una mexicana, tuvo un hijo…). La amistad de Reyes y Moreno Villa, y la figura intergeneracional de éste respecto a la generación del 98 y del 27, en lo que se ha venido llamando la generación de 1914 con más o menos fortuna, podría indicarnos el impulso vanguardista de estos años, el de la modernización estética que se llevaría a un lado y otro del Atlántico…

Acotadas algunas fechas significativas de los capítulos finales, hay que recalcar que Cartones de Madrid (1914-1917) está escrito con una exquisita prosa, se presenta en todo momento como una lectura atractiva, dinámica y —como reza en la contracubierta de la edición madrileña citada, la cual seguimos para cualquier referencia, tras la referencia de la editio princeps, más la del FCE de las Obras completas, por ser la más actual— resulta un «libro moderno, ágil, fresco y siempre sorprendente». Lo cierto es que cuando vemos los inicios del siglo xx, y salvando las distancias y considerando todas las prevenciones, tanto para bien como para mal, no nos parece tan alejado de estos inicios del siglo xxi. Algo distinto sería contemplar los inicios del siglo xix que, aunque se inserten en la modernidad o contemporaneidad, y que éstas se extienden con más o menos consenso desde la Revolución francesa hasta hoy, sin duda quedan más lejanos, como pertenecientes a otra época. O quizá sea una cuestión de la capacidad de identificación que poseemos, por esa inmediata proximidad —a pesar de todos los escollos— del siglo xx a través de las imágenes… No se trata de pensar que no han cambiado los tiempos de 1917 a hoy, pues en ese año estalló la Revolución rusa, y hoy día no queda ni rastro de ella, con todo lo que significa para la utopía, la creencia y la esperanza en un mundo justo. La Revolución rusa fue un acontecimiento decisivo y fundador del «corto siglo xx» —en palabras del historiador marxista británico Eric Hobsbawn (1995)— abierto por el estallido del macroconflicto europeo de 1914 y cerrado en 1991 con la disolución de la Unión Soviética.

No es que no haya cambiado la moda, pues precisamente la moda ha sido lo más cambiante y fluctuante, movida por su mercantilización, sino que con los inicios del siglo xx surge la imagen en movimiento, esto es el cine, recordando el famoso poema «Carta abierta» de Rafael Alberti, en Cal y canto (1926-1927):

Yo nací —¡respetadme!— con el cine.

Bajo una red de cables y de aviones.

Cuando abolidas fueron las carrozas

de los reyes y al auto subió el Papa

(Alberti 1988: 372).

 

En 1917 faltaba un año para que estallara el ultraísmo (Videla, 1971), ese conglomerado de vanguardias leídas desde el regeneracionismo, desde el molde español en el enésimo intento por definir precisamente lo español tras la debacle de la pérdida de las últimas colonias del Imperio. Lo español, a debate, como observaremos en Cartones de Madrid. De 1914 data también el prólogo a El pasajero de José Moreno Villa, por José Ortega y Gasset, y eso se explica el germen de lo que luego se acrisoló en La deshumanización del arte, la metáfora como explicación formal de las tensiones entre la razón y el sentimiento. Este texto es fundamental, porque prepara la metáfora racionalista y, en suma, vanguardista. A partir de ahí se explica la propuesta rebelde del non serviam de 1914, de Vicente Huidobro, y su creacionismo del «Arte poética» de 1916. Recordemos que de 1911 es ese célebre verso, «Tuércele el cuello al cisne de plumaje engañoso», del poeta mexicano Enrique González Martínez, con el que se daba por finalizado el modernismo. En este baile de fechas, Rubén Darío muere por cirrosis hepática en 1916, con sólo cuarenta y nueve años. Así que coincidiendo con la convulsa Europa, el ultraísmo recogerá estos impulsos de ruptura y se acercará a una lectura vanguardista de la tradición, como un poco después emprendieron los del 27, y no olvidemos en ese sentido las Cuestiones gongorinas, de Alfonso Reyes, publicadas precisamente en 1927…