Tras aquellas noticias y al amparo de esta condensada cobertura teórica, cabe encarar el aprovechamiento de unas cartas propietarias de un crescendo y de sus constantes, de un febril intercambio y de algún lapsus, por ejemplo, entre 1906-1908 y 1911-1918. Todos esos indicios, no obstante, son eslabones de la misma cadena desde que, en la carta inaugural, Matilde Ras confiesa a Caterina Albert i Paradís su infinita admiración por su obra leída y no duda, aun reconociendo su atrevimiento, en juzgarla y alabarla «por su vigorosa realidad» y por su visión intensa y amplia, aunque demasiado sombría. Le comunica así mismo que espera con impaciencia su promesa de escribir sus próximas obras «miradas por el lado de la luz»; punto de mira que es el suyo, ya que, según confiesa, «nunca miré las cosas por el lado de las sombras» (03/02/1904). Un temperamento apasionado y un punto obsesivo se advierte también en la joven que prueba a iniciar una comprometida relación epistolar con su admirada escritora y espera ansiosa la contestación a su primera carta: «Todos los días pensaba: ¿Escribirá hoy? Y cuando empezaba a tardar ya un poco me decía: No escribirá ya; y me entristecía». En la misma carta le confesará sus aspiraciones relacionales:

Pero no le diré ni una palabra de gratitud: que nuestra correspondencia sea como la de dos viejas amigas que no se dan las gracias por la carta recibida porque encuentran natural que se haya escrito. Sean para mí un solo ser, como lo son en realidad el autor y la amiga; no me atreví a aspirar a tanto y por esto callé que tras el artista predilecto suele ocultarse el particular estimadísimo y que todo admirador es muy feliz si puede convertirse en amigo (25/03/1904).

 

De conmovedora manera, Matilde Ras solicitará a su interlocutora desde este segundo envío que alargue sus cartas y acepte, siquiera por compasión, su papel de compañera epistolar:

Adiós, querida amiga, deje que cuando me escriba se enracimen las cerezas y haga cuenta que soy un niño goloso que nunca dice demasiado. […] Ahora en esta soledad casi las únicas visitas que tendré serán las de las cartas de los ausentes; escribirme ahora es casi una obra de misericordia, como visitar a los enfermos (25/03/1904).

 

Muy pronto se revela lo que tiene de expansivo el temperamento de Matilde Ras y su necesidad imperiosa de contar con un interlocutor a quien manifestar sus ideas y sus afectos:

Comunicarnos con sinceridad será como ir explorando paso a paso nuestras almas, terrenos mutuamente desconocidos. No desdeñemos ninguna planta por extraña que sea a nuestros ojos; yo sé bien que encontraré en los dominios de V. una vegetación exuberante y soberbia; V. en los míos, no más una desmedrada floración de pensamientos, pero que al menos, son espontáneos, [au]daces y muy míos (10/05/1904).

 

Tres meses después del comienzo de esta correspondencia, Matilde Ras —que escribe primero desde Reus y posteriormente desde Vilaseca, mientras su interlocutora se halla en Barcelona, donde solía pasar los inviernos— le comunica su deseo de conocerla y se ofrece a viajar a Barcelona: «[…] antes de volver a Madrid, iría adrede a darme el gustazo de estrechar su mano y decir adiós a la hermosa ciudad. ¿Qué hora, de qué día de semana, le iría más oportuna para concederme un cuarto de hora de palique?» (17/05/1904). Del encuentro, que tiene lugar, probablemente, el domingo 26 de junio de ese mismo año, Ras saca en conclusión que entre ellas existen más afinidades de lo que en un principio suponía. Rememorando la reunión, escribe:

¡Cuánto siento no haber podido estar cerca de V. más tiempo! Porque al fin, aunque en nuestras cartas sepamos decirnos algo más que nos alegramos de que la otra esté buena al recibo de estas cortas letras, con todo, ¿no es insustituible el encanto de la conversación (conversación como la de V. ¿eh?, no la de cualquiera) y el gusto de verla? (27/07/1904).

 

Pasado el tiempo, Matilde Ras no dejará de reprocharle su contención comunicativa y su falta de interés por ella, más allá del meramente formal. Y se lamenta de que sus cartas transmitan mucha «bondad» pero no «afecto», a pesar de lo cual la imagen de la autora permanece sacralizada en su memoria. Su sed de sentimientos se manifiesta repetidas veces y sus ansias excluyentes la llevan a deplorar la abundancia de proyectos que ocupan a la escritora: «ya sé que la gloria no la vuelve soberbia, pero serán las ocupaciones y preocupaciones las que la alejarán cada día un poco más de mí» (27/05/1905). Aun, tras una de las interrupciones de este epistolario, Matilde Ras confiesa: «¡Gracias por la más agradable de las sorpresas, gracias por su dedicatoria, gracias porque aún me recuerda!» (02/07/1920).

Con el paso de los años, la relación se muestra más equilibrada entre ambas voces. Matilde Ras se atreve a reprender a la gran autora el largo silencio literario que ese año va a romperse con la aparición de La Mare-Balena (1920), animándola a seguir con su carrera de autora. Sus excusas para justificar el no haber hecho el uso debido del tesoro intelectual que posee no le parecen suficiente: «No tiene V. perdón de Dios. Pero aún puede V. alcanzarlo trabajando, y no hay otro camino ¡Si a dificultades fuéramos!» (10/07/1920).

No faltan tampoco las manifestaciones de satisfacción cuando Víctor Catalá le expresa su valoración por su escritura epistolar, lo que hace con frecuencia: «Con que mis cartas tienen un montón de encanto, ¿eh? Poco se conoce. Yo sí que demuestro con hechos que deseo las suyas…» (10/07/1920). Con el tiempo esas efusiones se fueron moderando, aunque permaneció su estima quizá porque Matilde Ras consideraba que las dos eran «supervivientes de una fauna sentimental desaparecida» (02/11/1932).

 

LA FORJA DE UNA AUTORÍA

La joven Matilde Ras tarda en confesar a su interlocutora que no sólo la mueven a comunicarse con ella la admiración y el afán por establecer una sólida amistad epistolar, sino también el deseo de compartir los avatares de su incipiente carrera literaria. Caterina Albert i Paradís, que elogia desde las primeras cartas lo bien que expresa su pensamiento —«V. dice que expreso bien mi pensamiento» (16/06/1904)— y aprecia lo cabal de sus apreciaciones como crítica literaria, pronto debió intuir que esas virtudes escondían una verdadera vocación literaria.

En respuesta a sus requerimientos y ante su insistencia, Matilde Ras le envía unos versos —a los que desdeñosamente llama «versetes»—, escritos en recuerdo de las gratas impresiones que le deparó a los diez años la lectura de los cuentos de Andersen; y, utilizando el nombre literario de la maestra, los manda por correo porque, próximo el encuentro personal entre ambas, «[…] me avergonzaría de que el gran Víctor Català leyera tales bobadas en mi presencia. Leyendo esto renunciará al empeño tonto (tonto sí, no me retracto) de querer conocer nada más mío, puesto que para muestra vale un botón» (15/06/1904). A pesar de leer en la respuesta a esta carta el juicio positivo de su destinataria, la joven no termina de creerlo, expresándose entre la duda y el atrevimiento que anuncia una creciente complicidad:

Que le guste el versete no me pasma porque V. me ha dicho que todo lo que lee le gusta y que todo lo admira. Textual. Con que, sin dejar de creer que V. me escribe lo que siente, no me hace el menor efecto (16/06/1904).

 

Con todo y con esa primera entrega, la brecha del envío literario queda abierta y servida la información sobre la coetánea producción de Matilde Ras:

Como veo que V. insiste en conocer algún artículo mío, ahí van dos que mi mamá me ha encontrado y si los tuviera todos se los enviaría también (aunque acaso no encontrara V. los diez o quince minutos precisos para enterarse), pero no los tengo ni mi mamá tampoco (27/07/1904).[3]

 

Es V. muy benévola echando al público la culpa que sólo es del autor. Dice V. que espera algo más de mí. Desengáñese: yo no escribo ya ni por tal insignificancia se puede decir que he escrito nunca. Hará unos dos años empecé con una serie que titulaba Cartas del destierro, y confieso que lo escribía con amor, poniendo los cinco sentidos en ello, pero como [no] pensaba publicarlas, allá que me pareció muy tonto emborronar papel inútilmente y perder así mi tiempo (11/09/1904).

 

Así mismo, quedan también documentados sus criterios y su práctica como temprana analista literaria, como cuando se atreve ni más ni menos que con Solitud:

En Solitut he encontrado tanta verdad, tanta poesía, tanta nobleza, tanta ternura en la amistad idílica de la Mila y el pastor y tanta emoción en las desdichas de estas dos grandes figuras que no sé expresárselo así tirando de pluma y aun difícilmente lo haría con la palabra.

Como el libro es hermoso gustará a todo lector, pero note la impresión que ha podido producirme a mí que tengo, primero, tal amor a los paisajes de montaña que me leo a Pereda —cuyas tendencias detesto— sólo por sus descripciones, y siempre que algo me desespera imagino que las penas cesarían y cuerpo y alma recobrarían vigor entre montañas, pero a lo grande, ¿eh?, como V. las describe, no como se piensa aquí la gente que llama a una cuesta, monte, y cualquier colina le parece que es un Himalaya. De modo que no puede haber a mis ojos escenario mejor (27/05/1905).

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