Han transcurridos cuarenta años desde que comenzó su labor en los talleres de escritura. ¿Qué cambios ha habido?, si los ha habido. Y ¿qué está ocurriendo en la trastienda de la creación literaria que haya podido observar en su experiencia docente? A pesar del esfuerzo de las instituciones públicas por dejar de lado las humanidades, ¿existe también ese desinterés en la sociedad?

En los últimos años se ha realizado una labor consciente y sistemática de desmontaje de la cultura. A mí, que soy poco paranoica, me cuesta pensarlo así, al principio me resistía. Pero ésta es la triste verdad. No voy a poner ejemplos, que por todos son conocidos, pero hemos entrado en una era en la que lo que no se puede cuantificar, no existe. Es la era de los zafios, de los ignorantes, de los evaluadores que no saben nada de lo que evalúan, o de los que, teniendo acceso a la cultura, saben perfectamente que una persona formada es, también, una persona pensante. Y era necesario que la gente no se diera cuenta de cómo se iba desmontando el estado de bienestar. Es impresionante cómo se ha caminado hacia atrás en este país. Cuando llegué, un poco antes de las primeras elecciones generales, comencé a vivir un período apasionante, en el que España salía de la oscuridad para convertirse en un país culto y moderno. En los últimos años hemos sufrido el proceso inverso. No creo, pues, que se deba culpar a la sociedad de desinterés por la cultura, sino a las instituciones, que han desbaratado lo que costó tantos años crear.

En cuanto a los talleres de escritura, llegaron a España de la mano de exilados de diferentes países, allá a mediados de los años setenta. Creo que el primero del que se tiene memoria fue en Barcelona, y estaba timoneado por José Donoso. También hubo uno en Gijón, dirigido por Daniel Moyano. Creo que fue en el Círculo de Bellas Artes donde empezamos a darle a los talleres la forma que ahora tienen. En un principio, los autores españoles eran muy refractarios a la idea, y me gusta ver que hoy la mayoría de ellos los imparte, a pesar de las críticas iniciales. Creo que los talleres suponen un cambio bastante profundo en cuanto a la idea de lo que es un escritor. Representan una postura más democrática, más modesta tal vez, y también más moderna, menos elitista. Cuando yo comencé a impartirlos, el nivel literario en España era muy bajo, como es lógico después de una dictadura. Había grandes lectores, pero pocos, y a medida que pasaban los años ibas viendo cómo se expandía la lectura y el interés por los libros. Hoy creo que hay gente formada y jóvenes con una cultura impresionante. Hay interés por la literatura, como bien demuestra el éxito de este tipo de actividad, pero poco interés en los políticos por estimularla. Es hora de hacer campañas a favor de la lectura, de apoyar a las pequeñas librerías, que son la base de la bibliodiversidad y de dar visibilidad a esa maravillosa idea que son los clubes de lectura, que se encuentran por todas partes. De destinar una parte del presupuesto a los libros y a los autores, de los que España, luego, en el exterior, se enorgullece tanto. De momento, nada de esto se está haciendo. O muy poco. Ojalá que los futuros gobiernos sean más sensibles con la educación y la cultura en general.

En cuanto a mi propia experiencia, he tenido ya más de cinco mil alumnos y cuando llegué a esa cifra me abrumé y dejé de contar. Muchos son hoy escritores. A algunos les gusta reconocer su origen, otros lo ocultan, como si haber tenido formación en un taller fuera un desdoro. A mí, en todo caso, me apasiona mi actividad, y pienso seguir en ella todo el tiempo que me sea posible. No hay nada más agradable que reunirse en torno a una mesa con un grupo de gente enamorada de los libros y con ganas de escribir, de conversar sin confrontaciones superfluas. Si el paraíso existe, probablemente se le parece un poco.

 

Se acaba de publicar su último libro La biblioteca de agua. Éste es su quinto libro de relatos. ¿Cómo es la construcción, en su caso, de un libro de relatos?

Me interesa básicamente la estructura de un libro de cuentos. Si bien cada texto en particular tiene su propuesta específica, es la contigüidad y la continuidad de los textos lo que me apasiona, en lo que me centro. Los silencios que se establecen entre cuento y cuento, los bordes o relaciones con otros géneros. De alguna manera estas formas rotas, anfibias, excéntricas, representan, bajo mi punto de vista, el mundo que nos toca vivir, cuestionan las fronteras, las hacen visibles y las llenan de contenido. Me gusta también plantear la convivencia de relatos que responden a diferentes poéticas, experimentar. Es fácil contar historias, lo difícil es buscar formas nuevas para contarlas. Claro que no siempre se logra.

 

La biblioteca de agua se compone de dieciocho relatos que transcurren casi siempre en la misma ciudad, el mismo barrio, la misma calle y en la misma casa. En la introducción nos confiesa que este libro es un pequeño homenaje al lugar y a las personas con las que compartió dieciséis años de su vida. ¿Fue allí donde encontró todo lo necesario para alimentar su imaginación?

A algunos les gusta reconocer su origen, otros lo ocultan, como si haber tenido formación en un taller fuera un desdoro

No entiendo muy bien la pregunta, en el sentido de que no creo que un autor encuentre en algún lugar concreto el alimento de su imaginación, y menos en un lugar tan puntual, pero sí, este libro es un homenaje a una gente muy sencilla que me recibió con cariño. La llegada a España, y en particular a Madrid, no es fácil. Pienso que ninguna emigración lo es, pero el exilio es muy duro y Madrid me parecía, entonces, una ciudad fría y brusca. La gente era cerrada y, como le sucede a cualquier extranjero, yo no les hacía falta. Todo el mundo tenía su propio entorno, su familia, sus amigos, y yo no era necesaria, es decir que podían prescindir de mí sin que nada variara, yo podía desaparecer sin que esto conmoviera demasiado a nadie En cambio, para mí, que había llegado sola y que había vivido momentos muy difíciles, que me aceptaran un poco era indispensable. Venía del calor, y de otra forma de sociabilidad, lo había perdido todo, era joven y estaba en un medio extraño. Muchos de mis amigos estaban presos, o habían desaparecido, había dejado atrás una gran parcela de dolor. Era como si la tierra estuviera quemada. Esa gente, esa gente que no me conocía de nada, esos viejos, en general, que eran tan diferentes a mí, fueron amables conmigo. No me dieron otra cosa que su afecto, pero eso es tan importante para alguien que llega… Y posiblemente yo los escuché mucho más de lo que ellos me escucharon a mí. Como ellos mismos habían guardado silencio durante cuarenta años de dictadura, a mí me contaban sus historias. Probablemente porque, al ser extranjera, yo no tenía lazos con el país y no se sentían en peligro. Probablemente, también, porque me gusta escuchar. Yo era como «un gran tímpano», cosa que está representada en los relatos. Siempre me asombran los narradores que consideran que el cotilleo (en el sentido de comunicación de la intimidad) es algo negativo. A mí las vidas ajenas siempre me han interesado, y posiblemente a ellas debo cierta pulsión por escribir. Pasan tantas cosas que no «nos» pasan, hay tantos ángulos para ver la realidad…

 

El orden de los relatos en el libro es otro de los temas que me provoca interés. ¿Qué importancia tiene la elección del relato que abre el libro y del que lo cierra? ¿Qué efecto busca producir en la lectura?

Durante los últimos años he trabajado en una trilogía que constituye una manera diferente de plantearme el cuento. Es decir, no me interesaba reproducir, más o menos, lo que se estaba haciendo, así que busqué profundizar en la forma del libro de cuentos como conjunto. El primer experimento fue El libro de los viajes equivocados, donde intenté construir una estructura espiralada en la que la forma en sí misma da cuenta de una lectura de la historia de Europa. Es decir, la forma es la historia. Se trata de recorrer amplios períodos en busca de la respuesta a una gran pregunta que siempre me ha parecido muy inquietante, y es la siguiente: ¿por qué somos tan violentos? Y, una vez que la violencia se ha producido, y nos ha devastado, ¿se puede perdonar, o qué condiciones tiene que haber para que el perdón sea posible? Son grandes preguntas hechas a la historia en el momento en el que comenzaba la crisis producida por las políticas neoliberales, que son la gran violencia de nuestra época. Y elegí una estructura espiralada que se relaciona con lo que los griegos llamaban «el tiempo cíclico», pero en este caso no es una espiral como la que dibuja Arquímedes, sino una espiral logarítmica, más dinámica y cuyos pasajes por la realidad no recorren siempre el mismo camino, sino que se van abriendo y se convierten en lo que el arte, luego, llamó «la divina proporción». La espiral logarítmica es, por lo tanto, un símbolo de la belleza y se reproduce constantemente en la naturaleza. Era contar a través de la geometría.

En el segundo libro, La muerte juega a los dados, busqué investigar en otra estructura que devolviera al cuento algunas cosas que habían permanecido enquistadas en el área de la novela: el desarrollo amplio de la psicología de los personajes, cierta densidad temporal, la creación de enigmas a largo plazo. Y entonces intenté acercar un libro de cuentos a la novela policíaca, que es, tal vez, una de las formas más clásicas del género, una de las más alejadas del cuento, y también a la novela realista, de grandes escenarios y psicologías complejas, como puede ser, por ejemplo, Lo que el viento se llevó. Éste es, tal vez, mi libro más difícil en cuanto a la escritura, porque juega constantemente en la orilla de los géneros, y establece, como también lo hacía El libro de los viajes equivocados, una literatura que sucede en una frontera. Se trata, pues, de una especie de novelón pero estructurado en cuentos, de tal forma que la novela sucede más bien en la mente del lector, ya que no está desarrollada, en los silencios entre cuento y cuento.

Me faltaba dar un tercer paso, tanto en las estructuras como en cuanto a una temática que quería desarrollar. Si en el primer caso había hablado de Europa, la violencia y las crisis, en el segundo de Argentina y su convulsa historia, del exilio, de mi propia historia familiar, ahora quería hablar de Madrid, de esa pequeña ciudad, para una porteña, a la que llegué hace ya más de cuarenta años, de cómo me relacioné con ella, de cómo un latinoamericano o un emigrante de cualquier parte del mundo conoce, odia, se enamora de la ciudad en la que le toca vivir, y de esa sensación siempre un poco extraña y maravillosa que nos producen las ciudades antiguas a las personas que venimos del llamado «Nuevo Mundo». Quería hablar de cómo se forman y crecen las ciudades, cualquier ciudad, y de las capas que atesora ese crecimiento. Quería hablar, por fin, de la relación entre el presente y la historia, la gran historia, la que nos constituye desde antes de que existiera la historia. De la relación entre las ciudades y la naturaleza. Del hombre con el cosmos. Y con este propósito nació La biblioteca de agua. En este caso, y como toda literatura es, valga la redundancia, un problema literario, busqué investigar en otra forma de libro, en el que se pudiera entrar tanto por el primer cuento como por el último sin variar el argumento. Es, en realidad, una observación sobre los modos de contar, la forma en la que se recibe la información, la relación que se establece entre orden, información, lugar del lector, y, también, una mirada sobre cómo se construye una ciudad. Pudo haber sido Madrid o Tokio, Buenos Aires o París. Cualquier gran ciudad. Se trata de hablar de qué es una ciudad hoy, cómo nos relacionamos con ella, y de qué manera nos inventamos las historias. Porque la historia, al fin y al cabo, es siempre una ficción o, dicho de otra manera, todo son historias. Así pues, Madrid, esta pequeña Madrid de cuatro millones de habitantes a la que yo llegué desde una ciudad que tiene más de doce, es el personaje central. Y la veremos desde el origen, si comenzamos el libro desde el final, o desde el día de hoy, si lo comenzamos desde el principio. Es decir, la investigación formal consistía en escribir un libro palíndromo, en cuanto que el objeto a observar puede ser observado desde múltiples ángulos.

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