Hay una pregunta que se repite siempre, quizá sea, porque leer/entender un cuento, en ocasiones, es tan difícil como escribirlo, y esa pregunta es: ¿qué tiene que tener un cuento para ser bueno?

La verdad es que no sabría decirlo. No del todo, puesto que si bien hay algunas normas que funcionan, también funciona romperlas. Por ejemplo: es una norma aceptada que no se debe usar demasiados adjetivos, pero hay un texto de Samperio construido sólo con adjetivos, que es buenísimo. Los cuentos de Foster Wallace, por ejemplo, son todo menos canónicos y, sin embargo, son maravillosos, están llenos de vida. Hay cuentos de Lorrie Moore que sólo se entienden después de muchas lecturas, y que aparentemente están rotos. A mí me gustan los cuentos que se salen un poco de la norma, los que buscan por caminos nuevos, aunque a veces no sean demasiado perfectos, los cuentos que investigan no en un tema, sino en la manera de contar ese tema. Y también me gustan mucho los cuentos perfectos, aquellos donde las cosas están dichas precisamente cómo y cuándo se deben decir, y donde los silencios están sabiamente administrados. «Tristeza», de Chéjov, me parece un buen ejemplo de cuento perfecto. También me lo parece «El Sur», de Borges. Me gustan, en particular, los cuentos que tienen varias interpretaciones, que funcionan por capas, que construyen una especie de milhojas cuyo sabor nos golpea el paladar pero nunca se termina de detectar. Por ejemplo, «El amor de una mujer generosa», de Alice Munro, que me parece impresionante. Hay una definición de Andrés Neuman que siempre cito y que me gusta mucho: «Un buen cuento siempre esconde un secreto».

 

«La biblioteca de agua» es el título de un relato y también el título del libro, y el agua es el elemento que actúa como catalizador entre los relatos. En el relato el protagonista encuentra una botella y dentro un rollo de papel en el que están escritos unos poemas y «mientras leía fascinado, sintió que no todo en el mundo era desolación». ¿Nos contaría lo que se silencia en los relatos?

Me pareció que el agua era un buen elemento en cuanto es lo que nos da la vida y tiene una gran presencia literaria. Ya se sabe, nuestras vidas son los ríos, y todo lo demás. Venimos del agua, y nacemos envueltos en agua. Dependemos de ella. Y Madrid quiere decir «la madre de las aguas». En este elemento fluyen mis historias, se esconden, se sumergen en sus propios silencios. El silencio en un relato es muy importante. Casi diría que es tan importante lo que se dice como lo que se calla, ya que el silencio es una suerte de elipsis que permite que el lector ponga en marcha su propia imaginación. Quien escribe tiene que dosificar esos silencios, como lo hace un músico. Es en la relación entre lo dicho y lo no dicho en la que se teje un buen cuento. Saturar, sobre explicar, informar de más, facilitar en exceso la lectura, darle voz al autor, cuando debería mantenerse en silencio, me parece siempre un camino erróneo, aunque a veces se hace grandes cuentos por caminos que parecen equivocados.

 

Centrándonos en los personajes del libro, las mujeres son el centro de atención. A lo largo de los relatos hace un recorrido histórico en orden inverso donde asistimos a esa revolución silenciosa que el movimiento feminista lleva haciendo a lo largo del siglo xx y hasta nuestros días. Retrata a mujeres que mueren por liberarse de los matrimonios concertados o mujeres que buscan refugio en los conventos para poder escribir, mujeres dispuestas a luchar, a pesar de las encrucijadas, por un lugar en un mundo de hombres. Esas voces cada vez son más altas. ¿Cómo percibe usted ese cambio en el ámbito literario? ¿Cómo son los diálogos entre mujeres escritoras?

No creo que las mujeres sean el centro de atención en mi libro, simplemente las he incluido en la historia, a veces con dificultad, porque es difícil rastrearlas en los documentos, he pensado en ellas, cuento con ellas y sobre ellas, y eso hace que se vean, cosa que no parece ser tan corriente, puesto que llama mucho la atención. En mis cuentos hay muchos hombres, muchísimos, y están construidos de manera compleja, pero en general no están colocados en primer plano. Nadie se pregunta por qué en el Siglo de Oro no se habla de ninguna escritora mujer, ni por qué no había, en el barrio de las Letras, hasta hace poco tiempo, ninguna placa que recordara a las mujeres escritoras que habían vivido allí. Ni por qué el Museo del Prado, por ejemplo, sólo ha dedicado, en toda su historia, una sola exposición personal a la obra de una mujer, Clara Peeters. Ni por qué los escritores del «boom» son todos hombres. Esa perspectiva es evidente, salta a la vista, pero no se hace, y sin embargo se nos pregunta a las escritoras mujeres, una y otra vez, de manera cansina, por qué ponemos tantas mujeres en nuestras obras. Creo que esta pregunta hay que hacerla al revés. ¿Por qué no interrogan a los hombres sobre por qué tienen, en sus libros, tantos personajes masculinos? ¿Por qué omiten a las mujeres, o las sitúan en lugares subsidiarios? ¿Por qué se citan entre ellos, y les cuesta tanto incluir a sus colegas mujeres? ¿Por qué no les hacen perder a ellos un poco de su valioso tiempo situándose como género dentro de la literatura? ¿Por qué nosotras tenemos que hablar de género, mientras ellos hablan de su escritura? Creo que las respuestas serían curiosas, y que ellos tienen mucho de nuevo para decir, porque todavía no han hablado del tema. Las escritoras ya hemos respondido demasiadas veces, es hora de que nos dejen hablar, también como a ellos, de literatura.

En cuanto a cómo son los diálogos entre las mujeres escritoras, creo que es una pregunta generalista. Es decir, una pregunta que nos generaliza, por el hecho de ser mujeres, en un mismo grupo. Nos simplifica. Las mujeres, y los hombres, y los grupos del sexo que sean, son diversos y mantienen relaciones diversas.

 

En el mundo editorial, ¿cree que el «boom» de publicaciones de libros de escritoras obedece a criterios literarios o más bien al oportunismo comercial?

La industria editorial tiene un sesgo comercial que es imposible ignorar, si ve que un libro funciona, busca en esa misma línea hasta agotarla. Lo curioso es que parece que la línea que está siguiendo ahora no es una línea, sino un filón, una veta de oro, y nos están llegando muchas escritoras jóvenes de primera línea, en particular latinoamericanas. No es raro que suceda, porque las mujeres hemos llevado una revolución soterrada que ha cambiado la manera de mirar las cosas, y todo cambio social implica un cambio estético. Esto es una gran alegría, y una gran noticia. Posiblemente propicie que otros textos que no tienen este perfil se queden fuera, pero sucede siempre, por eso hace falta que haya buenos editores y editoriales alternativas capaces de salirse del cauce general. No es un tema de que sean hombres o mujeres. La diferencia es que, si fueran hombres, nadie lo hubiera notado pero, en cuanto un movimiento aglutina mujeres, saltan las alarmas de la discriminación.

 

Desde su condición de mujer y escritora, ¿es más fácil publicar en España que en América Latina?

Salvo milagros, publicar es siempre difícil. Y más fuera del marco nacional. Publicar si se es mujer, y se tiene mi edad, es más difícil todavía. Y es una prueba casi olímpica publicar siendo mayor, mujer y extranjera. El mundo editorial entroniza, en general, a hombres maduros y a mujeres jóvenes. Es una suerte de machismo, evidentemente, porque luego, por alguna especie de magia extraña, ellas desaparecen a medida que van pasando los años, mientras que ellos van ganando los premios de prestigio. En mi caso, yo he tenido una suerte enorme. Comencé mi carrera de la mano de Esther Tusquets, en Lumen, y la proseguí durante los últimos años en Páginas de Espuma, con Juan Casamayor, un editor sensible y buen lector, que está por encima de los recortes por edad, nacionalidad y género. Que simplemente ama lo que hace. Eso le ha hecho forjar un gran catálogo en torno al cuento, lo ha convertido en uno de los puentes editoriales más importantes entre América Latina y España, y lo ha convertido, también, en mi caso, y éste es un pequeño lujo, en un gran amigo.

 

Me gustaría terminar la entrevista conociendo a los autores de su predilección que le han acompañado en su camino.

A mi edad, mi vida como lectora es un jardín donde los senderos se bifurcan, he leído mucho y de todo, pero siempre de forma ordenada. Empezaré por mencionar a Borges, de quien tuve la suerte de ser alumna cuando dictaba sus cursos de Literatura Inglesa en la universidad. Por otro lado recibí, a partir de los diez años, una educación humanística, con mucho latín y griego, con lo que mi relación con la tragedia griega fue muy temprana, y también con la Odisea, ese maravilloso libro de viajes. Flaubert y su obsesión por el estilo me dejó un sello indeleble, luego están los amores que nos siguen durante un trecho del camino, como Alice Munro, Cortázar, Robert Walser, Grace Paley, y tantísimos otros. Cuando un autor me gusta lo leo todo, lo que ha escrito, lo que se ha escrito sobre él, lo que él mismo leía y recomienda. Ahora estoy con autores latinoamericanos jóvenes, en particular mujeres, y también estoy aprendiendo mucho. Me gustan también los géneros populares, el melodrama, el culebrón, las series de televisión donde, en este momento, se encuentran muchas soluciones para los problemas que plantea la narrativa. Cuando leo busco aprender, no leerme a mí misma, es decir que leo a autores y autoras que no se me parecen demasiado, y es en lo diferente en donde encuentro verdaderas fuentes de crecimiento.

 

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