POR CÉSAR TEJEDA

1. Las bicicletas

He llegado a esa edad en la que comienzan a avergonzarme los fanatismos literarios. Quiero decir: está bien tener veinte, tal vez treinta años, y decir que eres un lector apasionado, ferviente, entusiasta de un autor, imaginen ustedes al que quieran. Pero con el paso del tiempo he comenzado a sentir pudor imaginándome como un colegial infatuado por una persona que, en efecto, existe. Con la que podría encontrarme por allí y que no tiene más mérito que escribir de forma sugestiva. He decidido que es tiempo de mesurar mis elogios, el entusiasmo de mis recomendaciones, y he comenzado a extrañar, también, esos días, no muy lejanos, en los que podía decir sin ambages que era un lector devoto de David Toscana.

Aquello empezó en el año 2009. La escritora Mónica Lavín me dio la novela Duelo por Miguel Pruneda y dijo Este libro te va a gustar. Me gustó. Mucho. Reía a carcajadas provocando la curiosidad de mi novia, recostada a mi lado. Trataba de explicarle de dónde habían surgido la risa y ella me miraba, a veces, con cierta conmiseración: mi relato carecía de la genialidad de su autor; otras, lo hacía de forma reprobatoria: el pasaje que le había contado era, a sus oídos, una incorrección política, por decirlo suavemente. Me daba lo mismo entonces. La incorrección política de los personajes de Toscana, de acuerdo con mi humilde opinión, era solo una parte de ese influjo de palabras que me hipnotizaba, una consecuencia de los universos en donde se desenvolvían. Eran historias desprovistas de moral. O amparadas por la caprichosa moral de la escritura y sus propósitos flexibles.

David Toscana era un autor óptimo para embelesarse. Había publicado entonces seis novelas y estaba por publicar la séptima, pero, por algún motivo inexplicable, era poco leído entre los lectores mexicanos, lo que me daba la oportunidad de descubrirlo para las personas que me rodeaban. Quién sabe cómo ocurrió, les decía, pero un ingeniero industrial del Tecnológico de Monterrey se convirtió en el mejor novelista de México.

Le interesan los personajes trastornados, locos, o que tengan cualquier motivo para ser insensatos; personajes que, a través de sus locuras, puedan enseñarnos un mundo que es mucho más ecuánime que el mundo que llamamos racional

Me di a la tarea de encontrar sus novelas descontinuadas. Un amigo, que se dedicaba a conseguir libros de viejo, las encontró casi todas, con excepción de Las bicicletas, la primera que Toscana publicó. Todo parecía indicar que el mismo David no se encontraba del todo satisfecho con ese libro, que había desaparecido incluso de sus semblanzas. Me gustaba imaginar que llegaba a convertirme en un editor influyente que, por azares del destino, conocía a Toscana, y entonces le decía Pienso publicar tu primer libro cueste lo que cueste. No he encontrado la novela todavía, pero su calidad era un hecho, tal vez lo sea todavía, incuestionable para mí.

Dedicaba algunas horas a descubrir en qué consistía el original estilo del autor. No terminaba de decidir si sus novelas, de acuerdo con las leyes de los géneros dramáticos, eran farsas o tragedias fársicas o comedias quijotescas. Sus personajes, casi siempre marginales, periféricos, inobjetablemente tristes, suelen emprender proyectos descabellados con una solemnidad que los reviste de heroísmo. Adultos que llevados a ciertos límites deciden desprenderse de la realidad, cualquier cosa que signifique «realidad», para comenzar un juego en sus cabezas que termina incidiendo en sus vidas. Sin embargo, nunca estaba satisfecho con mis intentos de desentrañar aquel universo por medio de las herramientas del ensayo. Trataba de imitarlo entonces como narrador y fracasa nuevamente. Uno de sus personajes, el bibliotecario protagonista de El último lector, detesta los paréntesis, y entonces decidí que desecharía los paréntesis de mi escritura. Algo, lo que fuera, tenía que llevarme de la obra de David Toscana, así fuera el desprecio por los paréntesis. Su estilo, inimitable para mí, era el misterio que más me había intrigado como lector y como escritor.

2. El azar

Si tuviera que elegir algún pasaje de la obra de Toscana, elegiría, tal vez, uno de Santa María del Circo. Ocho miembros de un circo que se desintegró deciden fundar una ciudad al norte de México, en el desierto: el mago, la mujer barbuda, el enano, el hombre musculoso, entre otros, deben organizarse en aras de saber quién se dedicará a hacer qué cosa en servicio de los demás. Discuten, en realidad saben hacer muy poco. Uno de ellos, Mandrake, improvisa un discurso convincente.

«El azar es la fuerza más poderosa del universo. Eso lo sabemos todos. En cualquier democracia, las minorías se rebelan a la voluntad de las mayorías; por el contrario, ante el azar, cualquier persona, pertenezca a los más o a los menos, a los fuertes o a los débiles, acepta lo que le venga sin chistar», dice.

Los ocho miembros del antiguo circo toman tres papeletas, escriben oficios que consideran imprescindibles y los arrojan en el sombrero de Mandrake. Lo que ocurre a continuación es desopilante y terrible. Cada uno toma una papeleta y el azar convierte al enano en cura; a la mujer barbuda en médico; a otro en militar, y así, sucesivamente, hasta que Hércules, el hombre musculoso, recibe el oficio de prostituta, que en adelante deberá ejercer.

O elegiría, tal vez, un pasaje de Evangelia. Una novela que parte de la siguiente premisa: María concibe como su primogénita a Emanuel, una mujer, y no a Jesús, un hombre, algo que no estaba en los planes de Jehová. En algún momento de la historia, el Señor de los cielos lamenta la pobre narrativa de las Sagradas Escrituras y pone como ejemplo la apertura de las aguas del mar Rojo, narrada en un párrafo escueto, carente del ingenio que el mismo pasaje habría tenido en manos de los grandes poetas griegos. En varios versos, en vez de cuatro líneas, los poetas griegos habrían descrito peces moribundos de distintos colores y tamaños, «temerarios delfines que salían disparados desde una pared de mar y se clavaban en la otra», personas curiosas que decidían tocar los muros de agua y mujeres fabricándose dijes con los corales que iban encontrándose en el camino, que no habría podido ocurrir, como decían las escrituras, en un solo día.

O podría escoger también un breve fragmento de La ciudad que el diablo se llevó; es decir, una Varsovia recién destruida por la Segunda Guerra Mundial, cuyos personajes tratan de hacer, de nuevo, un lugar habitable. Eugeniusz, uno de ellos, entra en una iglesia en ruinas cuyo confesionario no acaba de ser restaurado aún. Ingresa en el lugar del cura y, por casualidad, una mujer ingresa al puesto de los penitentes. Cuando ella comienza a hablar, Eugeniusz la interrumpe: «Cualquier cosa que hayas hecho ponla en un poema. Si tus versos son apenas buenos, estarás a la derecha del padre; si son maravillosos, es porque el demonio habita dentro de ti».

O tal vez otro, que podría elegir en esta arbitraria selección de pasajes que encuentro subrayados en mi relectura, pero que no sé cómo demonios cifrar en un párrafo legible para el amable lector que ha seguido estas líneas. Me siento igual que años atrás, cuando trataba de explicarle a mi novia el motivo de mi risa y terminaba arruinando las escenas de Toscana en vez de haciéndoles justicia.