3. Escuela toscaniana

Hace algunos años, cuando trabajaba como editor en la Universidad Nacional Autónoma de México, recibí un manuscrito que leí absorto en un par de horas. Su autor, que pertenece a mi generación, nacido en los ochenta, había escrito una novela con múltiples guiños y homenajes a la obra de David Toscana.

Algunos días después me reuní con el autor para hablar de su libro. Nos sentamos en una inmensa mesa rectangular y le dije, con admiración y envidia, Desentrañaste el secreto de Toscana. Él me miró admitiendo su influencia, pero sin entender si era buena o era mala. Es algo bueno, le dije, sin darle tiempo a que me lo preguntara. Él, a su manera, iba a permitir que cumpliera con un sueño que me había propuesto años atrás. Tal vez no podía publicar la primera novela de David Toscana, pero sí podía publicar la primera novela abierta, descarada y orgullosamente toscaniana: La Reina Valera, de Enrique Ángel González Cuevas. Enrique me dijo que entonces todo estaba muy bien, salvo por el hecho de que no estaba seguro de que su libro fuera el primero adscrito en esa escuela. Lo es, le dije, amparado, más que en una convicción, en un presentimiento: De otra forma tu manuscrito no habría llegado hasta mis manos.

4. Un libro es algo que nos ocurre

Dice David Toscana que, en la calle Degollado, en la ciudad de Monterrey, donde creció, a un lado estaba el hospital de maternidad y al otro lado estaba el cementerio: con esa metáfora aprendió, de niño, que todos íbamos a caminar de un lado a otro de la calle. Que cuando era niño los únicos libros que había en su casa eran los de la Enciclopedia Británica que compró su padre. Que, como buen regiomontano, estudió ingeniería y trabajó en los negocios familiares manteniendo su vocación literaria a raya; a los 30 años, la necesidad de escribir lo rebasó. Dice que los temas de sus novelas salen de él con una vocación religiosa. Que para un autor la literatura debe ser lo sagrado y estar por encima de todas las cosas. Que cuando quiso hacer un homenaje a su abuelo, en Duelo por Miguel Pruneda, no pudo escapar de lo grotesco. Asegura que lo han amenazado con romperle el hocico por algo que escribió, pero que de todas maneras piensa que las novelas deben ser amorales. Dice que la escritura de una novela es un capricho de la imaginación que convertimos en palabras. Busca ser más seductor que verosímil, y pone el ejemplo de un sujeto que es seducido por una mujer por medio de mentiras: aunque no le creas, quieres continuar con ella hasta donde te lleve la aventura. Dice que Cervantes es el origen de prácticamente todo lo que escribe. Suele pensar en las novelas como asociaciones de palabras y no sabría qué hacer con un argumento. Le interesan los personajes trastornados, locos, o que tengan cualquier motivo para ser insensatos; personajes que, a través de sus locuras, puedan enseñarnos un mundo que es mucho más ecuánime que el mundo que llamamos racional. Dice que, cuando escribe, piensa en un lector que se parezca mucho a él: aunque suene mal, puede decir que le gustan sus novelas. Nunca ha separado la ficción de la realidad: «leer un libro es algo que nos ocurre»; algunos libros lo han marcado más que las personas que viven en su casa. Considera que, si un lector se ríe de lo que él escribió, es debido al carácter, y a la mente, del lector. Piensa que el cosmopolitismo es algo que los escritores latinoamericanos llevamos dentro de manera natural: somos periferia, y la periferia siempre trata de inscribirse en lo universal; los países del centro, en cambio, no salen de sí mismos. Su mayor orgullo no es haber sido traducido a catorce idiomas, sino haber sido traducido a catorce idiomas sin haber agotado una primera edición. Siempre le ha gustado que, en las librerías donde los libros se ordenan alfabéticamente, después de los de Tolstoi estén los libros de David Toscana.

5. Premio Poniatowska

Una tarde llegó hasta mi casa un amigo, escritor, que se presentó sin avisarme. Tengo que hablar contigo, dijo, mientras caminaba hacia el estudio con una seriedad preocupante. Se sentó en el sillón, le pregunté si quería una cerveza y respondió que no: estaba de paso, se iba en unos minutos. Luego, sin muchos rodeos, dijo Perderás el premio Poniatowska. Lo primero que sentí, mientras me sentaba frente a él, fue extrañeza. Era cierto: meses antes había publicado una novela y la había inscrito en ese prestigioso premio. Sin embargo, lo había hecho solo por no dejar de hacerlo, para gastarme los ejemplares que la editorial me había regalado, sin demasiadas esperanzas. Y la premonición, porque a eso sonó, de mi amigo, me sumió en el desconcierto: yo había decidido no contarle a nadie que aspiraba al premio por pudor. Soy jurado, dijo. De acuerdo con su versión, él y otros dos dictaminadores habían elegido mi novela y Olegaroy, de David Toscana, como finalistas. Él se había decantado por mí; los otros dos, por Toscana. Y no había nada que mi amigo pudiera hacer a esas alturas para revertir el fallo.

Pensé muchas cosas entonces: sentí empatía por mi amigo, que se había tomado la molestia de hacer una visita para que conociera la noticia de primera mano y de forma anticipada. Tristeza, desde luego, y no porque hubiera tenido esperanzas de ganar, insisto, sino porque el premio otorgaba una gran cantidad de dinero al ganador: 25,000 dólares. Luego pensé que, en realidad, yo no había tenido oportunidades, y que lo del finalista había sido una invención piadosa de mi amigo, que, entre muchos otros libros, había recibido el mío para valorarlo, y que entonces había decidido inventar aquel segundo lugar, inexistente, para mí. Por último, pensé en David Toscana: en sus libros, en las muchas veces que los había leído y recomendado, en su extraño influjo indescifrable y seductor. Segundo lugar, dije. La situación, de repente, me pareció muy toscaniana: en adelante, el segundo lugar del XI Premio Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska solo existiría en mi cabeza, y tal vez en la de mi amigo, que ya se había levantado del sillón. Decidí continuar con el juego. Me levanté, entonces, con la solemnidad que ameritaba el momento. Y, mientras le extendía la mano, dije: Cuando veas a Toscana, dile que perdí ante el mejor.

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