«Si yo quería entrar al mundo literario, tenía que matar y quemar cierta parte de mí, para que algo surgiera de las cenizas»Por Rafael Romero
@ Esteban Chinchilla
Hablar de la obra de Eduardo Halfon (Guatemala, 1971) es hablar de oficio y destreza para transformar hitos de su historia personal —y de quienes le precedieron— en una literatura latente y viva. Más que breve en sí, su obra es producto de un artificio que aúna la versatilidad de lo fragmentario y la reducción selectiva de esa extensa dehesa llamada memoria, una versión condensada de ciertos recuerdos, vivencias y anécdotas que se alejan de lo autobiográfico y que nos llegan convertidos en ficción, y nos invitan, con no poca astucia, a que descubramos todos los nexos y las coincidencias que atraviesan gran parte de su obra. Sin grandilocuencias ni complejidades, la sensación que producen sus libros es que todo allí es decisivo, que nada sobra ni parece ser deliberado. Traducido a once idiomas, merecedor de varios premios importantes (Roger Caillois, Prix du Meilleur livre étranger, José María Pereda, Premio de las Librerías de Navarra, Edward Lewis Wallant Award, International Latino Book Award, Premio Nacional de Literatura de Guatemala) y con casi una veintena de libros, Eduardo Halfon es un referente ya de las letras hispanoamericanas contemporáneas. Con la seguridad de quien ha descubierto el camino que realmente desea recorrer y, ratificando que sus temáticas y preocupaciones literarias han surgido desde una libertad incuestionable, en esta ocasión, el autor de uno de los proyectos narrativos más novedosos de los últimos años (El boxeador polaco, La pirueta, Monasterio, Signor Hoffman, Duelo y recientemente Canción), repasa varios aspectos fundamentales de su trayectoria para Cuadernos Hispanoamericanos.
Tengo entendido que después de graduarte de ingeniero industrial en Estados Unidos, volviste a Guatemala y te incorporaste a la empresa familiar. ¿Qué ocurrió para que luego acabaras estudiando Filosofía y Letras? ¿Tuviste una revelación tardía de tu vocación como escritor?
Fue un accidente. Debido a la frustración, quizás, o a un sentimiento de no pertenencia, de desubicación. Yo estaba en Guatemala después de haber vivido mucho tiempo en Estados Unidos. Había vuelto al terminar la universidad, y me sentía desubicado. Empecé a trabajar como ingeniero, pero muy frustrado por mi profesión, por estar en un país que ya no conocía. No había perdido completamente el español, pero tampoco me sentía cómodo en mi lengua materna después de tanto tiempo en Estados Unidos. Y esa sensación de frustración sólo aumentó durante varios años, hasta que finalmente decidí ir a la universidad, a buscar ayuda. Fui a la Universidad Rafael Landívar a querer inscribirme en algunos cursos de filosofía, creyendo que quizás la filosofía me daría alguna respuesta para mi crisis existencial. Una crisis existencial, dicho sea de paso, que es bastante normal a esa edad, ¿no? Al terminar la universidad te toca tomar algunas decisiones que percibes como grandes. En mi caso, quizás la crisis se sentía más aguda por mi desubicación en el lenguaje, en el país. Y bueno, en la universidad me dijeron que, si quería tomar cursos de filosofía también tenía que tomar cursos de literatura, que la carrera era, y según entiendo sigue siendo, Filosofía y Letras. Y el golpe fue inmediato. Yo tenía entonces veintisiete años y descubrí la literatura y me convertí en lector, por accidente.
Hay algo muy arcaico en mí que necesita perseguir las historias que se me prohíben y que están llenas de silencios, para luego llenar esos silencios con literatura
Entre 2003 y 2004 aparecieron tus primeros tres libros: Esto no es una pipa, Saturno, De cabo roto y El ángel literario. ¿Cómo fue ese proceso tan rápido por el que de pronto publicaste tres obras seguidas en editoriales importantes?
Al descubrir la literatura, empecé a leer de una manera descosida, como alguien que de pronto llega tarde a la fiesta y está en un estado de éxtasis ante la felicidad y el jolgorio. Quería leer todo lo que no había leído en veintisiete años, pero lo quería leer ya, como con prisa. Leía uno o dos libros al día. Una manera de leer que ya no tengo, por cierto, pero que tuve. En la universidad nos asignaban algún libro de Flaubert y yo leía todo Flaubert, o al menos todo libro de Flaubert que encontraba en Guatemala. Al año renuncié a mi trabajo por las tardes; trabajaba sólo por las mañanas como ingeniero, y leía toda la tarde y por las noches. La consecuencia de llenarme de tantos libros fue empezar a escribir. Yo no lo busqué. No sabía que uno podía ser escritor. Yo venía de otro mundo, de otro universo, casi. De pronto, de la nada, empiezo a escribir, y cuando empiezo a escribir me topo con dos profesores en la universidad que me ayudaron mucho, Ernesto Loukota y Oswaldo Salazar, cada uno a su manera. Ernesto Loukota me ayudó a entender la artesanía del lenguaje, a trabajar el lenguaje, a trabajar el lenguaje desde la oración, a no querer escribir un cuento antes de poder escribir una línea. Y Oswaldo Salazar me ayudó a volverme un lector exigente de mí mismo. Con él leíamos mucho y hablábamos a diario de nuestras lecturas y así fue formándome como lector, como auto-lector, cosa muy importante para un escritor. ¿Cómo saber si lo que estás escribiendo está bien o no? Y de pronto, tras dos o tres años de trabajo intenso con ellos dos, me veo con un libro impreso entre las manos: Esto no es una pipa, Saturno, publicado en Guatemala en 2003. El ángel literario, publicado un año después por Anagrama, es una respuesta a ese primer libro: ¿por qué yo, que no debería ser escritor, de pronto tengo un libro publicado? Fue tan vertiginoso el cambio de vida de ingeniero a escritor que necesitaba respuestas. ¿Por qué alguien empieza a escribir? Empecé a indagar en las vidas de otros escritores queriendo encontrar mis propias respuestas, y el resultado es El ángel literario.
En relación con Saturno, creo recordar que has manifestado que no se trata de una afrenta contra la figura de tu padre. ¿Podría, más bien, tratarse de una necesidad simbólica que tenías de romper con el estilo de vida que tu familia quería para ti, judaísmo incluido?
Recuerdo mi atracción entonces por el suicidio en el arte y en la literatura. Pero no el suicidio como un acto literal sino como un acto literario: el suicidio como metáfora. Yo tenía que matar al ingeniero. Tenía que matar al hijo primogénito, al hijo obediente, al que llevaba una vida complaciendo a sus padres y a sus abuelos. Si yo quería entrar al mundo literario, tenía que matar y quemar cierta parte de mí, para que algo luego surgiera de las cenizas. Y eso, claro, incluía el judaísmo. Mi judaísmo, entendido como una forma de vida heredada o impuesta, tenía que morir. Aunque, irónicamente, es también en ese momento cuando el judaísmo me empieza a interesar. Pero el judaísmo ya como literatura.
Asturias, Gómez Carrillo, Monterroso, Arévalo Martínez, Monteforte, Herrera, de Lión, Rodríguez Macal… todo aspirante a escritor, en algún momento, ha recurrido a sus referentes locales, ¿te influenció alguno de ellos en tu etapa inicial como escritor?
Claro, cuando estaba leyendo todo libro que caía en mis manos, también leí a los escritores guatemaltecos. Asturias, Gómez Carillo, Monterroso, De Lión, Rey Rosa. Si tuviera que decir o buscar alguna influencia de aquel entonces, quizás diría que un poco Monterroso, por la brevedad, por esa prosa tan depurada y directa, y también por el humor, siempre el humor. Pero eso es todo. Me siento lejos de Asturias. Me siento lejos de Gómez Carrillo. Digo, me siento lejos de ellos como escritor, no como lector. Los sigo leyendo, pero de otra manera. De una manera ya no como un hombre de veintisiete años que apenas está descubriendo los libros, sino como un hombre de cincuenta que ya no tiene ni el mismo tiempo ni la misma energía ni la misma paciencia. La edad y la experiencia cambian la manera que lees a alguien. Las influencias principales llegaron de otro lado, mucho más que de mis compatriotas guatemaltecos.
Años más tarde aparecen Siete minutos de desasosiego, Clases de hebreo y Clases de dibujo, en los que nos ofreces un buen número de cuentos y queda de manifiesto tu capacidad para ficcionar anécdotas y vivencias personales, un rasgo predominante en toda tu obra. Siendo un escritor que parte de pasajes y motivos autobiográficos, ¿en qué lugar sitúas a las lecturas?
La lectura para mí es primordial, siempre lo ha sido. Lo que pasa es que mi forma de leer ha ido cambiando con el tiempo. Cuando empecé a leer, cuando descubro la literatura y me vuelvo lector, leía de una manera alocada, desordenada, hambrienta, con ganas de leer todo. Yo le llamo a esa etapa `lector yonqui´, es decir, una lectura de adicto. Pero luego esa lectura da paso a una segunda forma de leer, que se da cuando empiezo a escribir, y entonces el acto de leer se vuelve un acto de descifrar cómo otros escritores escriben. O sea, `el lector artesano´, si se quiere, ya buscando la artesanía del lenguaje y de las historias. En los libros que leí en esa época —y que aún tengo en mi biblioteca de Guatemala—, las anotaciones en lápiz son completamente distintas. O sea, ya el lector que escribe en los márgenes no es un lector adicto a la literatura, sino un lector que quiere aprender a escribir. Pero luego eso da paso a una tercera forma de leer, que es en la que me encuentro actualmente, y es `el lector cascarrabias´, o `el lector hijo de puta´, `el lector impaciente´, o el lector que ya no tiene tolerancia ni paciencia para literatura floja, para aquello que no me deslumbra de inmediato. Tengo muy poco tiempo ya para leer. Ya no necesito leer como un adicto, y ya no necesito leer buscando cómo otros escriben. Digamos, entonces, que la lectura se ha vuelto un acto muy exigente, me he vuelto un lector demasiado exigente. Pero siempre necesito seguir leyendo, y siempre vuelvo a ciertos autores que de alguna manera me devuelven la fe en la literatura, a mis sacerdotes literarios.