POR ARMANDO LÓPEZ CASTRO

El intento de nombrar lo real implica a la vez una aproximación a lo desconocido y el deseo de que hable en uno. En la mayor parte de los contextos religiosos, desde el budismo zen hasta los ritos afrocubanos, el estado de oración ha sido descrito no como un hablar, sino como una cesación del hablar para dejar paso a la palabra («El escritor no es el que habla, sino el que deja hablar al lenguaje», dice Novalis en uno de sus Fragmentos). Tal cesación conlleva una ley de no interferencia de la palabra, una exposición a lo que el poema quiera decirnos, lo cual exige un estado de espera o disponibilidad ante lo poético. Ahora bien, ese estado de recepción o escucha no es privativo de las modernas hermenéuticas, sino que aparece ya en los comienzos de nuestra lengua, según escribe Berceo en Milagros de Nuestra Señora: «Sennores e amigos, lo que dicho avemos / palabra es oscura, exponerla queremos: / tolgamos la corteza, al meollo entremos, / prendamos lo de dentro, lo de fuera dessemos». Porque exponerse a lo real, a cuanto nos supera, equivale a abrirse a lo incondicionado, cuya ambigüedad consiste en permitir lo ausente, en dejarlo venir. La escritura entraña así un riesgo latente, pues la palabra poética obra en lo más negro y aparece como un trazo nuevo en la transparencia del blanco, para que todo sea nacimiento.[i]

Se escribe para hacer posible la realidad que nos habita, para hacer visible el misterio de las cosas, para recuperar la emoción que nos une al mundo. Y puesto que en las palabras se intensifica la realidad, que tiene siempre algo de extraño o sorprendente, lo que hace el lenguaje poético es mostrar una realidad trascendida a nuestra imaginación, una realidad que se destruye para que nazca otra de ella. Así sucede con el mito de Ícaro, que habla simbólicamente de la elevación y la caída, doble movimiento inherente a la escritura poética, pues la caída o descenso a las sombras, como se ve en el mito de Orfeo, es la condición necesaria para ascender a la luz. En ese espacio intermedio de indistinción habita la imaginación poética, que se ofrece como metáfora de la repetición creadora. Si la función de la poesía es restituir las palabras a su lugar de origen para reconocer su sentido primero, el punto inicial de la creación, nada mejor que instalarse en el temblor de lo nocturno para ir naciendo, en ese murmullo apenas audible que sostiene la palabra, como si fuera su aura o lugar natural. Así lo vemos en el poema «Del jardín», incluido en la primera sección de La caída de Ícaro (1982-1989), donde la noche concentra todos los tiempos y alumbra presencias no desveladas, una voz lejana que viene de otro mundo:

«Y la noche. / Afuera, la noche, el hormigueo, / y solo y lejano, el aullido / como un banco de niebla esfumándose. / Se te agolpan entonces / el tren que no tomaste y los paseos / por calles enlosadas / y aquella puntería atroz / de una lata jugando / tan antiguamente / que parece otra vida. / Todos los tiempos son la noche, / y la sensación de hormigueo / es siempre la misma. Sólo cambia / el nombre que la motiva / y tu piel».

«En el principio era la noche», dice uno de los textos órficos. Y la instalación en ese fondo sin tiempo («La luz tiene edad. La noche no», afirmó René Char) sirve para concentrar los fragmentos vividos en el instante del tiempo estético («Todos los tiempos son la noche»), para mantener abierto el sentido de una ausencia. En este sentido, la identificación de lo nocturno con lo fecundante («Afuera, la noche, el hormigueo»), mantiene abierto el manantial de la posibilidad, pues lo que bulle o germina no está condicionado por nada. Nombrar lo que no existió («El tren que no tomaste») o se perdió en el recuerdo («Aquella puntería atroz / de una lata jugando / tan antiguamente») es el objeto de toda poesía, que se configura como expresión de lo posible. Hasta no llegar a ser otro, que nos constituye y del cual formamos parte, somos seres a medias, y lo que hace la palabra es rescatarnos de la división y reconciliarnos con la unidad. Si el poema se singulariza no por su contenido o por su forma, sino por la identidad de pensamiento y expresión, lo que garantiza la revelación de tal singularidad es el nombre, que deja aparecer lo germinal y da voz a sus formas cambiantes («Sólo cambia / el nombre que la motiva / y tu piel»), como si la palabra poética, abismo y cuenco, buscase la unidad para poder ser. La noche es siempre lo otro y lo que hace la unión de la noche con la palabra es buscar el saber del amor en el cuerpo del poema, el don de lo perdido, el don del ser a la vida.[ii]

El símbolo del pájaro, intermediario entre lo de arriba y lo de abajo, participa de una metamorfosis orientada hacia la liberación. Mediante la conversión de la gravedad en ligereza, de la que forma parte también la experiencia poética, el pájaro vive en el aire, espacio de libertad, despreocupado de cercos y fronteras. Gracias a su vuelo podemos acceder a la lengua del origen, que era la lengua que Adán hablaba en el Paraíso según cuenta una tradición islámica, la «lengua ritmada» que permite establecer una relación con la unidad del nombre divino («Al germinar en nosotros, la semilla divina se transforma en pájaros», escribe Paulino de Nola en el siglo v). Y esa lengua original deja a lo largo del tiempo un vacío que debe ser llenado. En ese vacío creador, que de forma constante renueva el dinamismo de su origen, se manifiesta la escritura de Ella, los pájaros (1989-1992), en donde la palabra se aligera de toda condición y se abre de lleno a la inocencia. La identificación del título revela que ese canto de los pájaros le había sido confiado, que esa voz era la suya, resonando en el inmenso vacío y dejando pasar lo que ella dice. En ese punto extremo de la espera, ella habla tal vez para salvar algo, para escuchar su antigua voz en la caja resonante del pájaro:

«En este lugar es sobrio el color / de los pájaros / –tordos, gorriones, alondras–, / excepto a veces / el de la abubilla y el jilguero / o algunas lavanderas a la orilla del río. / Bosques de cardos / invaden las cunetas, enormes, / de muchas variedades y formas. / Me gustan / los que al final del tallo / –sólo una varilla delgada– / abren su botón de luz / y hacen ese ruido al acercarse, / cuando al atardecer los mueve / el viento. Esa luz / y esa música. Crepitan. / En casa, en la pared, / hay dos mujeres, una se llama / Elena, tiene un lazo / en la blusa y los ojos más tristes / en el rostro. La otra / se sienta al borde de la cama / en una habitación de hotel. Ha leído / una carta que conserva en las manos. / Son tan distintos / el gorrión y la alondra, / pero yo amo la pureza / del silbido del tordo, / sobre todo en invierno; / están en las antenas / un poco alicaídos o barbudos / y silban en el aire / transparente. La tierra / entonces es marrón / y ni sauces ni almendros / tienen hojas».

En el vuelo del pájaro, el ojo y el oído, la mirada y el canto, se completan recíprocamente. El pájaro respira y canta en el viento de la libertad. De ahí la preferencia del hablante por «la pureza / del silbido del tordo», que lleva su originalidad de manera simple, natural, escapando al tiempo y a la historia. Y, dado que el pájaro es portador de un signo, al decir aquí la voz femenina que los tordos «silban en el aire / transparente», nos sitúa en un ámbito poético que nos hace ir más allá de lo inmediato y trata de iluminar una realidad desconocida, pues en poesía la trascendencia nos conduce a la transparencia. Sólo en el poema, experiencia de la unidad, es posible escapar a la contingencia del yo y hallar la identidad en ese fondo absoluto donde la persona tiene sus raíces. En su acto de percepción simultánea, lo disperso se unifica y todo está vinculado («el color de los pájaros» y el «bosque de cardos», «la mujer de la casa» y «la del hotel», «el invierno» y «la primavera») no mediante un plan retórico, sino a través de la realidad lingüística que el poema va creando.