No hay afrenta mayor, cuando eres adolescente, que saber que tu tía, tus hermanos o padres han leído el cuaderno de apuntes que llevas como bitácora de tus desventuras. Tu diario es sagrado, piensas, porque sabes que ahí has depositado tus emociones, tus odios y aversiones temporales, aunque más pronto que tarde te parecerán ridículos. Hay quien escribe allí listas «de odio» y luego va tachando los nombres cuando el odio se ha transformado en perdón. Otros nombres permanecen como recordatorio de una indiferencia que se volvió olvido. Un sentimiento de reivindicación personal te lleva, no obstante, a escribir que tus parientes o amigos han sido injustos, con la remota esperanza de que alguien lo lea, además de ti, y en esa lectura encuentre una justificación de tus actos. Que otro u otra comprenda tus reacciones, tu vida toda, tus tormentos. Que, si es posible, el causante se entere. Por eso, a veces dejas tu diario dizque olvidado en el mesabanco, en tu mochila abierta. En la mesita de noche, si la adolescencia te dura hasta que tienes una pareja que no era tan estable como soñabas.
He intentado llevar un diario «de escritor» toda mi vida, pues desde joven me emocionó la idea de que un día llegaría a serlo y que mi diario sería muy valioso. Pero nunca he tenido ni la constancia ni el tono. Como un paréntesis, apunto que el problema del tono, discutido acremente con varios amigos escritores que consideran que no existe, es motivo de una disertación para la que, ya me di cuenta, aún no estoy preparada. Dejando de lado el paréntesis de mis incapacidades para defender el tono como motor de la escritura, debo confesar también que, en el caso del diario imposible, mi vida es más bien aburrida y no paso de tres o cuatro días pergeñando una idea de lo que podría ser interesante, en la improbable inmortalidad, para los otros. Sin embargo, quienes tienen una verdadera vocación de escritores llevan su diario con puntualidad asombrosa. Saben que van a ser leídos. Nada más evidente, por ejemplo, que los Diarios (1945-1985) de Salvador Elizondo, publicados por el Fondo de Cultura Económica (2015) en una hermosísima edición, con prólogo, selección y notas de Paulina Lavista, su última esposa. La primera entrada, del jueves 4 de enero de 1945, escrita en inglés, ocurre cuando Elizondo tiene trece años y está internado en Elsinore, el colegio militar norteamericano que hará famoso en su breve novela homónima. «Pronous words correctly and to what the words mien. Be abel to read clearly so all can understand», anota en un deficiente inglés que en Elsinore, un cuaderno, la novela, descubrimos que llegaría a ser su segunda y, a veces, primera lengua. El centenar de cuadernos o diarios que Elizondo escribió abarcaron de enero de 1945 al 26 de marzo de 2006, pocos días antes de su muerte, nos explica su viuda, y los apuntes de Elsinore podemos encontrarlos en sus «Noctuarios» (El mar de iguanas, Atalanta, 2010).
Años atrás, Elizondo publicó en Cuaderno de escritura (1969) «Una página de diario». Allí se pregunta si las líneas que había escrito no provocarían en los lectores la idea de que las redactó con el deliberado propósito de que las leyeran y, así, «se formen una imagen falsa o torcida por mi mala intención y su mala conciencia. Como si todo esto no fuera más que un juego, un torpe juego literario de mentes pequeñas que se deleitan en dejar un vano pero buen recuerdo en mi caso y en el de reavivar una grata pero falsa memoria en el de ellos. Pero yo mismo no sé quién ni cómo soy, ¿podemos, entonces, ser responsables, yo de lo que escribo ahora aquí y ellos de lo que piensen entonces allá? Lo escribo aquí para tenerlo presente desde ahora y para que lo sepan los intrusos invitados y los bienvenidos indiscretos».
Sabía que escribía para nosotros y que, de algún modo preciso, el germen de su vocación literaria se encontraba en sus diarios y cuadernos de notas. «En realidad escribimos nuestros diarios en un afán tácito de que alguien, alguna vez, los lea y se forme una magnífica imagen de lo que fuimos. De hecho casi siempre pasa que hay alguien, que justamente no debería haberlos leído, que los lee en el momento preciso en que no debió hacerlo. Muchas veces yo mismo he pensado que leer un diario íntimo es un crimen comparable al de enviar cartas anónimas, sólo que mejor», anotó en marzo de 1967, en un texto donde explicaba sus ideas sobre diarios y cuadernos («Los trabajos y los días»).
Me quedo pensando en lo que quiere decir Elizondo al referirse a los diarios como «cartas anónimas» y entonces descubro que, al no poder escribir un cuaderno donde ensaye mis habilidades o recuerdos, soy sólo una intrusa indiscreta que ha desarrollado un vicio severo por leer cartas y manuscritos ajenos y he hecho todo lo posible para que ese vicio adquiera los tintes de una profesión amparada en el supuesto, casi una consigna, de que no hay ningún tipo de creación que no sea autobiográfica. Con toda la arrogancia de mi puesto doctoral disculpo mi mal hábito, asegurando que nuestra escritura es nosotros y nosotros, ella.
A ese primer postulado añado otros, apoyada —como es natural en estos casos— de «Citas citables», como se llamaba una vieja sección del Selecciones, que leía en la adolescencia con el mismo placer que revisaba los chistes de «La risa, remedio infalible». La perorata académica para justificar mi adicción frente a colegas y estudiantes comienza cuando recurro a dos términos en desuso pero centrales: revelación y metáfora. No voy a explicar aquí por qué están en desuso, temiendo que los lectores inicien un largo bostezo y cierren la revista. Están en desuso y punto. Por eso, cuando durante algún coloquio o conferencia las digo entre un público joven, acostumbrado a descreer de su existencia o a desconocerlas, al menos llamo por un instante su atención y los colegas se incomodan en su sitio con un breve movimiento que implica un escándalo interno resuelto en un imperceptible levantamiento de ceja.
Son tan hermosas esas palabras (metáfora y revelación) que, ingenuamente, creo que habrán de sacudir las almas adormiladas de quienes me escuchan por un deber escolar que no tiene nada que ver con el deseo. Y, sin deseo, no somos nada. En fin, arranco diciendo que, del mismo modo que nuestros mustios escritos nos revelan, los de los grandes escritores son también una revelación de su persona, de su historia, de su vida. A diferencia de nosotros, ellos construyen una metáfora de su propia existencia, pero su metáfora nos incluye a todos. En la medida en que esta metáfora es más extensa y a la vez más profunda, su obra no envejece o lo hará con menos rapidez que la de quien apenas atisba a borronear una iluminación amorosa en un poema adolescente. Tanto ese poema, como, por ejemplo, Piedra de sol, corresponden a una misma pulsión humana: la diferencia es —apenas necesito aclararlo—, la construcción de una arquitectura extraordinaria que permite que los versos aparentemente sencillos —«Vestida del color de mis deseos / como mis pensamientos vas desnuda» o «El mundo nace cuando dos se besan»— se conviertan en parte de nosotros y de nuestra propia experiencia amorosa. Al revelarse, nos revelan.
No debería hacer aquí otro paréntesis, pero se impone a los ojos del lector. Cuando escribo «Al revelarse, nos revelan» o «apenas necesito aclararlo», estoy plagiando una forma de escritura que proviene de mi lectura del propio Paz, una forma que define su estilo, es decir, parte de su tono, tanto como aquel famoso «sí y no» que todos los que lo conocieron o leyeron recuerdan como parte esencial de su motor de pensamiento.
Cerrada la breve interrupción, continúo: ¿le importa a alguien que ese «Alto surtidor que el viento» arqueaba fuera, en realidad —Guillermo Sheridan nos lo demostró en su hermoso Los idilios salvajes (Era, 2015)—, la mujer que enloqueció a Paz, Bona Tibertelli de Pisis —esposa de su gran amigo, André Pieyre de Mandiargues—, con quien intentó mudarse a la India antes de que ella lo abandonara por el pintor Francisco Toledo? Cuando uno ha besado y el mundo, en ese instante, nos da la sensación de asistir efectivamente a su nacimiento, no nos importa la circunstancia del poeta. ¿Le importa a alguien que Juan Rulfo haya sido financiado por la CIA para escribir Pedro Páramo? Al lector que va en busca de su propia Comala, no. No le importa, porque todos, de algún modo, hemos sido huérfanos de algo, de alguien.
A la interpretación de la obra puede parecerle relevante o no. A la historia de la literatura sí le importa. ¿Para qué? Yo misma me lo he preguntado muchas veces y cierto pudor o vergüenza sube hasta mis ojos, empeñados en leer correspondencia ajena. Me imagino a mí misma como una intrusa, revolviendo papeles viejos para encontrar ¿qué? Nada cambia mi amor por Pedro Páramo. Nada desdice mi admiración por Piedra de sol. Sin embargo, ¿qué pasa cuando confrontamos las distintas correspondencias de los protagonistas de un hecho cultural que cambió el desarrollo de la literatura? Sorpresas te da la vida.