ALEGRÍAS Y FRUSTRACIONES
Por razones que no viene a cuento relatar, los últimos diez años de mi vida los he dedicado, profesionalmente hablando, a cumplir mi deseo: leer, releer, coleccionar y transcribir cartas ajenas. Mi pretexto (todo vicioso elabora intrincados o simples argumentos para justificar su adicción) es conocer y entender la verdad de un acontecimiento literario, si es que es posible que exista alguna verdad. Todos tienen su verdad, pero, cuando se confrontan las cartas y los sucesos, surgen revelaciones inesperadas que te permiten atisbar un poco más qué fue lo que pasó. Transformado mi vicio en trabajo importantísimo, pienso, he realizado circo, maroma y teatro para obtener algunas cartas. No les diré más vicio, sino enfermedad. Una enfermedad, al parecer, incurable que, aunada a mi condición clínica de obsesivo-compulsiva, ha devenido en alegrías desmesuradas, asfixia permanente y un estado de ansiedad que sólo se desvanece gracias a los fármacos prescritos o a obtener lo que deseo.

Soy tímida, aunque, con el afán de conseguir algunas cartas, he escrito a personas que jamás, en otra circunstancia, me hubiera atrevido. Diariamente busco en Google nuevas noticias al respecto. He llegado de este modo a páginas de casas de subastas, pero mi precario sueldo de profesora me impide, siquiera, entrar al inicio de la puja. Sin embargo, en algunas de esas casas incluyen fotografías de la correspondencia, en baja resolución, para mostrar el producto que ofrecen. A veces una sola carta; otras, en un desorden «artístico», parte del lote. Cartas encima de cartas. Recuerdo como uno de mis mayores éxitos las cartas de Octavio Paz a Monique Fong que obtuve por ese medio. Quince días de trabajo con la computadora y los distintos programas de diseño para separar las imágenes, limpiarlas, aumentar su resolución… Al final sólo pude obtener tres cartas completas. He guardado el resto de los fragmentos por si, en algún momento, alguien recuerda alguna de ellas y puedo completar otra, pues, por ejemplo, la misma Fong citó en un artículo parte de esa correspondencia y, gracias a eso, pude completar los huecos que me faltaban en una de las misivas.

Otro trabajo en el que he perdido ojos y alma consiste en encontrar cartas en alguno de los libros que se pueden consultar en Google Books (en sus distintos idiomas: he hallado increíbles sorpresas en Google.fr o Google.co.uk), pero el libro no se ofrece «con vista completa» y sólo aparecen fragmentos apenas legibles. Entonces, copio el fragmento, lo incluyo en el buscador y, en momentos de irrepetible felicidad, poco a poco van apareciendo las palabras siguientes del mismo párrafo. Esta labor puede destruir el sistema nervioso del más ecuánime y sus resultados, generalmente, conducen a una frustración de días.

Hoy, que escribo esto, he sido presa de una angustia indescriptible. Si alguno de los lectores de Cuadernos Hispanoamericanos reparó en mi entrega anterior, «Los rebeldes», habrá notado que su tema fue la relación entre Paz, Carlos Fuentes, Albert Camus, Luis Buñuel y Julio Cortázar. Tarde, siempre lo es para mi trabajo, recibí un generosísimo regalo. Adolfo Castañón me trajo de Francia la correspondencia entre Camus y Maria Casarès, editada por Gallimard recientemente. Las mil trescientas páginas del volumen me depararán, estoy segura, una alegría perdurable. Lo primero que hice fue buscar en el índice onomástico los nombres de mi interés. No aparecen Cortázar, Buñuel o Fuentes. Paz, sí, en dos párrafos de cartas escritas por Camus en julio de 1951. En la primera de ellas, Camus relata que el poeta le ha enviado dos libros con una nota (o tal vez escrito en la dedicatoria), llamándolo «Testigo de la libertad». Le comenta en ese momento a Casarès: «Tu lui rappelleras que je ne suis par pour toutes les libertés. L’un des livres est de poésie et j’y ai trouvé un très beau poème que j’avais envie de traduire. Il a une sorte de talent que j’aime».

Imposible detener las prensas para incluir esta cita en el artículo de «Los rebeldes», ya de por sí muy largo. Por otra parte, para entregarlo, debí recortar algunas de las innumerables notas que, a pie de página, demostraban que soy una investigadora que documenta cada una de sus palabras. Una monserga para el lector, pero un sello distintivo del investigador, que desea dos cosas: que se lo reconozca como muy serio en la academia y que sus palabras no puedan ser puestas en duda, que no sea acusado de plagio o demandado. Feliz por el regalo y la cita, lamenté la desventura del momento en que había recibido el libro.

No imaginaba que tan pronto recibiría otro ramalazo del infame destino del investigador. Me enteré de la aparición de un libro de Carlos Fuentes a fines del año pasado: Luis Buñuel o La mirada de la Medusa (Fundación Banco Santander, 2017). Algo sabía de aquel libro inconcluso, si bien, al leer la nota, me di cuenta de que yo no había considerado ese documento, inédito hasta ahora, en «Los rebeldes». En el suplemento Confabulario leí a toda prisa la entrevista de Guillermo Roz con los editores e investigadores: Javier Expósito Lorenzo y Javier Herrera Navarro. Este último dijo unas palabras que me helaron: el libro era «el mejor acercamiento crítico e interpretativo que se ha hecho sobre Buñuel… teniendo en cuenta y no olvidando nunca el peso inmenso de Octavio Paz en relación con la difusión del cine de Buñuel». Un «late late» del corazón atormentado me impidió seguir la lectura y regresé al principio. Fue peor. Antes de la entrevista, Roz advierte que el libro «contiene el work in progress que el escritor mexicano escribía sobre el cineasta español y dejó inconcluso, además de cartas que los artistas intercambiaron a través de los años». La falta de aire se agrandó en mi pecho como una enorme y opresiva pata de elefante. Empezaba el recorrido mental de mis angustias, mi falta de dinero para comprar en Princeton copia de otras muchas cartas, así como de las que conseguí por ese medio y que hoy veía indispensables, cuando advertí que, al final de la página, decía «Busca el ebook» y marcaba una dirección electrónica. No haré el cuento más largo. Realicé todos los procedimientos que la página de la Fundación Banco Santander establece para comprar el dichoso ebook y esperé, esperé, esperé… con apenas un hilo de oxígeno en mis pulmones.

 

UNA BOCANADA DE AIRE
«Aunque después del mundo oxigenado el aire me sabía a humo, comprendí que nuestro mayor y auténtico placer físico no está en el amor, sino está en la respiración», escribió Alfonso Reyes, y lo leo en una cita del extraordinario trabajo de Rodrigo Martínez Baracs y María Guadalupe Ramírez Delira, en el libro que recoge la correspondencia entre el polígrafo y el crítico mexicano que este año cumple su centenario: Una amistad literaria. Correspondencia. 1942-1959 (Fondo de Cultura Económica, 2018). Una bocanada de aire.

La nota corresponde a unas líneas de la carta de Reyes al «Secretario Perpetuo» de la Academia Mexicana de la Lengua, Alberto María Carreño, que se conservó en el archivo de Martínez y donde Reyes explica su preocupación por faltar a sus deberes como director de la misma. Sus graves problemas cardiacos, que finalmente lo llevarían a la muerte, no le permitían «algún respiro». Recluido en su casa, incapacitado para el menor esfuerzo físico, no podía «volver a las andadas. Y le aseguro a usted que las “andadas” fueron horribles, pues había noches en que me parecía haber olvidado cómo se respira, y en que creí que podía morir de un momento a otro». La carta fue escrita el 23 de diciembre de 1959 y Reyes falleció cuatro días después.

Por las acuciosas notas de los editores, nos enteramos de que esa misiva fue leída en una sesión solemne posterior a la muerte de su autor; que el Secretario Perpetuo fue enemigo de don Alfonso y que se opuso al ingreso de Martínez a la Academia. La carta, enviada como copia a este último, llevaba un texto manuscrito al margen: «A José Luis Martínez. Abrazos. 1960. Reyes». Fue el último recado entre los dos escritores. No es, sin embargo, la última misiva de este libro, que contiene, además, una serie de «Cartas posteriores» a la muerte de Reyes entre su esposa, doña Manuela, y Martínez; así como misivas dirigidas a éste por Alfonso Reyes Mota y Alicia Reyes.

Las cartas o mensajes entre don Alfonso y Martínez son noventa y ocho, más diecisiete cartas anexadas, y otras más, según comenté arriba. El libro cuenta con un amplísimo ensayo introductorio de Martínez Baracs, un apéndice con las dedicatorias de los libros entre ambos escritores y otros textos. Habrá quien cuestione la pertinencia de que el propio hijo de José Luis Martínez se haya encargado de este trabajo descomunal y del ensayo, aduciendo una probable falta de templanza o, quizá, de imparcialidad crítica. Yo lo celebro. ¿Quién mejor que su hijo para hacerlo? La literatura, como la escritura de su historia, pienso, no son otra cosa que la puesta en palabra de alguna pasión, y la biografía —género desde el que se puede leer el trabajo de Rodrigo— es una de las pasiones más voraces. Sin embargo, Martínez Baracs muestra su temple de historiador minucioso, objetivo, mas no por ello falto de empatía, no sólo con su padre o Reyes, sino con los otros personajes que pueblan este libro. Intenta encontrar sus razones, entender el entramado cultural de una época y mostrarnos, más que a los escritores, a las personas.

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