III
Et in Arcadia ego: después de muchos meses de que la COVID respetase ese paraíso relativo, y pasase de largo, había llegado la «segunda ola» a Llívia. Se habían declarado ya los primeros casos, y la anchurosa calle-carretera estaba vacía salvo por tres o cuatro chicos en mono de trabajo, bebiendo cervezas en la terraza de uno de los restaurantes y conversando en una curiosa mezcla de español, catalán y francés.
La población es una rareza política: una localidad española aislada en territorio francés. En el texto del Tratado de los Pirineos de 1660, para sellar la paz entre Felipe IV de España y Louis XIV de Francia, que anexaba a este país todas las tierras, pueblos y ciudades de la Cerdaña catalana, a los redactores se les olvidó mencionar: «… y las villas». Y Llívia no era pueblo ni ciudad, sino villa, de manera que gracias a ese descuido se quedó, con sus campos de pastoreo y sus ganados, en el Reino de España, y adquirió una personalidad única, una fronteriza extrañeza de limbo rodeado por lo extranjero.
Me instalé en una terraza y al cabo de cinco minutos, como surgido de la nada, bajando de una calle lateral en cuesta, a la vez esperado y sorpresivo como Orson Welles en la plaza vienesa de El tercer hombre, apareció Andrés Sánchez Pascual en la calle Mayor. A sus ochenta años cumplidos y pasados, y después de los altibajos, de las alegrías y las calamidades de la vida, nada más empezamos a hablar constaté que está estupendo, intactas sus notables facultades mentales y esa naturalidad, que tanto aprecio, con la que pasa del discurso conceptual, erudito y abstracto a las realidades cercanas, a la celebración de la vida material, e intacta también aquella disposición a la alegría.
A los lados de esta avenida o calle Mayor, las calles se elevan en pendientes de cuarenta y cinco grados, flanqueadas con casas de sólida piedra, muchas de las cuales ostentan, grabadas en el dintel, las cifras de una fecha anterior a la Revolución francesa. Es como si después de 1789 ya no se hubieran construido más casas, o solo edificios sin importancia, indignos de conmemorarse. O acaso se perdió la costumbre. No nos cruzamos con nadie en el camino al restaurante. Los comercios, salvo las farmacias, cerrados. Pese a ese ambiente más bien intimidante y medieval, la villa es un lugar próspero desde hace unas décadas, tras siglos de precariedad y hambre. Muchas de esas casas de noble piedra son ahora las segundas residencias de familias veraneantes de Lyon o de París.
El restaurante, en una casa de 1767, estaba cerrado. Fuimos a otro, de 1782. Cerrado. El tercero y el cuarto, también con fecha y con la persiana echada. Hubo que resignarse a un figón de 1788, lo cual no me importaba, solo concentrado en el asunto que hasta allí me había llevado.
El figón, que creo que se llama El Yunque, es bajo de techo y tenía las paredes pintadas de verde en un tono chillón que no es precisamente el que yo hubiera elegido. Pero ¿qué me importaba eso a mí?
El mesero que lo rige, secundado por varios miembros de su familia, hablaba a gritos cuando se ponía a mi lado para detallar las ofertas de la carta, y luego volvía a acercárseme con cualquier excusa razonable (una vez preguntarnos si nos había gustado el primer plato, y otra vez qué nos parecía el segundo, y luego si necesitábamos algo más…).
Cada vez que volvía hacia nuestra mesa con la excusa de traer una botella de vino, la cesta del pan o las vinajeras…, se le caía la mascarilla hasta el mentón, lo cual me contrariaba mucho, pues imaginaba vívidamente los temidos «aerosoles» cargados de virus de los que tanto se hablaba en aquellos días, y casi los veía, circulando con su carga enfermiza y potencialmente letal desde la boca del patrón –enmarcada por un bigote entrecano de hirsutas cerdas– en vuelo descendente hasta mi nariz, que yo con un rápido gesto protegía con mi mascarilla.
Como iba y venía tanto, aquello parecía una película de Charlot. Acabé por resignarme al patrón de El Yunque: el peligro encarnado en el aliento de aquel hombre bigotudo no solo compensaba sino que realzaba el valor de la vivencia. He comenzado este escrito desdeñando el instante presente, pues lo fugaz y perecedero es decepcionante, y el consejo de Horacio me sabe a poco. ¿Abraza el día? El placer quiere eternidad, «quiere profunda, profunda eternidad», como dice Nietzsche en uno de sus mejores poemas. Pero sería largo explicar la sensación de inminencia de un acontecimiento, de un logro, de plenitud y de realidad real que tuve al ser consciente –como no suele pasar, porque vivimos arrastrados, llevados– del momento exacto y el lugar y la distinguida compañía en que estaba, al mismo tiempo viviendo y viéndome vivir, cerca de la idea, lo más cerca posible de Nietzsche, a través de quien bien podría decir, si le interesase, que es su heraldo en la tierra. Pues, siendo yo mismo traductor, sé muy bien la clase de intimidad pavorosa que se establece con el autor que uno vuelca de una lengua a otra, y del que le parece tocar, gracias a la familiaridad intensísima con su estilo, la gama de sus tonalidades, los giros de sus frases, no ya el carácter sino los pliegues mismos del cerebro, por no decir de su alma. No se puede estar más cerca de alguien. Y así estaba yo con uno de los seres humanos que más cerca han estado de Nietzsche, y, como en los versos de Rubén y de Ángel Crespo, «bajo el laurel, más cerca del laurel».
–En cuanto al asunto que me ha traído aquí, Andrés…
Mientras nos servían los entremeses, me pidió que antes de entrar en harina tuviese en consideración cierto matiz filológico. Que tenía su importancia, porque cuando se manejan conceptos tan abstractos «con cualquier resbalón te vas al abismo».
Ese matiz filológico se refería a la exactitud de la formulación del concepto en español. En el idioma alemán hay una diferencia entre dasselbe (lo mismo) y das Gleiche (lo idéntico). Es una diferencia sutilísima («como cortar un pelo con una tijera, pero no a lo ancho, sino a lo largo»). Dasselbe (lo mismo) es un pronombre demostrativo. Das Gleiche (lo idéntico), un adjetivo, aquí en neutro, o sea, como un sustantivo.
Los propios alemanes tienen dificultades en usarlos bien. No así Nietzsche, que escribe casi siempre: die ewige Wiederkehr des Gleichen (el eterno retorno de lo idéntico), y solo en dos o tres ocasiones, probablemente por descuido, die ewige Wiederkehr desselben (el eterno retorno de lo mismo).
A estas consideraciones léxicas previas de Andrés opuse otras versiones de la obra de Nietzsche en español, debidas a otros traductores, que prefieren «el eterno retorno de lo mismo». Y él respondió, encogiéndose de hombros, que lo sabía muy bien, pero que, como en tantas otras ocasiones, él iba a contracorriente y escribía lo que Nietzsche dice de verdad. Quedó zanjada la cuestión nominativa. Su aplomo –ese aplomo que la mente adquiere cuando ha estudiado seria y largamente un problema, consagrándole todo el tiempo que sea necesario, y todas las herramientas que la ciencia y el conocimiento ponen a su disposición, quemándose las pestañas, como suele decirse, en el empeño, hasta llegar a un resultado inapelable más allá de toda duda razonable– era absoluto. Entonces la mente ha cruzado los desiertos y los pantanos de la duda y ahora está en tierra firme y siente que no hay bajo los cielos –¡y ni siquiera por encima!– autoridad capaz de desmentirla en ese asunto.
En aquel momento, francamente, me pareció que la distinción era acaso algo bizantina. Pero unas pocas horas después, durante el viaje de vuelta a Barcelona, viaje que entretuve pensando en las dos mujeres de la cafetería de Puigcerdà y en repetir mentalmente nuestra conversación, caí en que incluso en una lengua de léxico redundante como la española, que a menudo dispone de varios vocablos para designar un mismo fenómeno, también s, naturalmente, e comenzado est mundo entero.empeño, az y perecedero es decepcionante, l valor de la vivencia. He comenzado este observa, en este contexto, una diferencia de matiz, de intensidad, entre «lo mismo» y «lo idéntico», ya que «lo mismo» no es tan «mismo» como «lo idéntico».
Ya que, cuando es lo mismo lo que se repite, cabe admitir en esa repetición alguna modificación del fenómeno; ese «lo mismo» podría entenderse como algo parecido, muy parecido. Así, se nos pregunta, por ejemplo, cuál de dos calles preferimos seguir para llegar a una determinada plaza, y respondemos: «Es lo mismo», «Da lo mismo», aunque sepamos que las dos calles son distintas, naturalmente, y que será también distinta, aunque quizá imperceptible para nuestra conciencia, la experiencia de ir por una calle o por la otra, y ello a pesar de lo descuidadamente que sintamos.
«Lo idéntico», en cambio, no admite aproximaciones, variantes ni parecidos: esa palabra está colocada ahí por Nietzsche y por Sánchez Pascual como una advertencia, o una reiteración de que se repite la cosa o el fenómeno en toda su integridad y no cabe ni la más mínima variación ni siquiera molecular; lo idéntico es, y solo puede ser, idéntico. Y si retorna continuamente, entonces, podría incluso decirse que «lo idéntico es lo idéntico es lo idéntico».
Zanjada esa cuestión filológica previa, Andrés se explayó sobre la consideración tradicional y occidental del tiempo como un recorrido análogo al de la flecha: la flecha del tiempo llega a su fin –como en la vida particular de cada uno de nosotros— y según la doctrina católica tiene entonces lugar la «parusía», que es el advenimiento glorioso de Cristo después del fin del mundo, que ha explotado en una gran conflagración.
Nietzsche quiso oponerse al sistema dogmático del cristianismo no solo en el plano de la crítica teórica, sino que esta le obligaba a proponer una alternativa a la misma idea del tiempo implícita en la religión, una alternativa a la parusía. Y la fue a buscar meditando por los senderos de los bosques de Sils-Maria, a lo largo de los lagos, en el concepto herético de la apokatástasis, pregonado por Orígenes y repudiado en sínodos y concilios de Nicea, que postula la evolución extremada del mundo hasta alcanzar la conflagración universal, de cuyas cenizas «volverá a empezar todo en la armonía original del Paraíso», donde Adán y Eva eran tan felices y dieron nombre a todos los animales.