En efecto, hay algo enrevesadamente construido, retórico, artificioso, ya en esta primera presentación, o insinuación en tiempo condicional, como si el mismo Nietzsche no se lo acabase de creer y no se atreviese a proponerlo en serio. De hecho, él mismo diría, bromeando con los amigos, que tenía una gran objeción al eterno retorno, y era que tendría que volver a encontrarse con su madre y con su hermana (con las que tan mal se llevaba), una y otra vez. Y se había encontrado ya infinitas veces en el pasado.

Yo no me esperaba la descalificación que el mismo profesor iba a hacer del concepto, al que para empezar, argumentando a partir del texto donde Ortega y Gasset establece las diferencias entre Ideas y creencias y señala que pensamos con las ideas pero vivimos con las creencias, redujo a creencia, en su caso interesada, en cualquier caso indemostrable, para combatir la idea del tiempo rectilíneo, occidental y cristiano.

Pero, si era artificiosa la primera presentación, ¿qué decir de la siguiente y más completa mención, que encontramos en el tercer libro de Así habló Zaratustra, el libro oracular que Nietzsche ideó como envoltura o vehículo precisamente del eterno retorno y propiamente como alternativa a la Biblia?… En el capítulo  titulado «El convaleciente» encontramos al profeta, el alter ego del filósofo, recuperándose de una enfermedad en el interior de una gruta. Heidegger, observó Andrés, señala que la elección de la gruta como lugar de iluminación para Zaratustra no fue casual, sino premeditada, como imagen inversa a la gruta platónica que está en la base de la concepción del mundo como un lugar de sombra y apariencias. Es, pues, en una gruta altamente simbólica donde accede a una iluminación y, arrebatado por la profundidad abisal de su descubrimiento, exclama: «Vendré eternamente de nuevo a esta misma e idéntica vida, en lo más grande y también en lo más pequeño». Está a punto de expresar esta idea, pero le da tal miedo y tal repugnancia que no puede ni siquiera hablar. Y entonces son sus animales totémicos (el águila y la serpiente, símbolos del orgullo y de la inteligencia, y las únicas criaturas que le han estado acompañando durante su enfermedad), los que explican lo que él, aunque sea «el abogado de la vida, del sufrimiento y del círculo», no se atreve a explicar (el eterno retorno). Lo hacen con algunas frases oraculares y metáforas sobre el anillo del ser, la rueda…

«El anillo del ser, la rueda»… Andrés se encogió de hombros, obviamente incómodo con esas metáforas. Nietzsche ya no añadió apenas nada sobre este concepto, clave de bóveda, suspendida en el vacío, de su filosofía. En los apuntes y fragmentos póstumos que se encontraron dejó algunos comentarios sobre las relaciones entre el carácter limitado de la energía universal y la infinitud del tiempo –que significa que todas las posibles combinaciones de la energía suceden en el tiempo, más de una vez: «Cualquier estado que este mundo pueda conseguir tiene que haberlo alcanzado ya, y no solo una vez sino innumerables veces […] y retornará de igual modo, con las fuerzas distribuidas exactamente igual que ahora»–. Atacaba esta idea pero no se atrevía a desarrollarla por escrito ni proclamarla claramente.

Por lo menos hubo otras dos ocasiones en que se explayó largo y tendido, ambas ligadas a su no correspondido amor por una joven rusa que le presentó su amigo y discípulo Paul Rée, de la que se enamoró, con la que quiso casarse –pero fue rechazado– y cuya inteligencia tenía en alta consideración. Por desgracia, en ninguna de esas dos ocasiones ella estuvo lo bastante atenta o fue consciente de la trascendencia del momento.

En mayo de 1882 esta fue con su madre, con Paul y con Nietzsche de excursión al lago de Orta, en los Alpes italianos. Inesperadamente Nietzsche y la joven rusa anunciaron que se iban solos a hacer la ruta de las veinte capillas renacentistas y barrocas del Sacro Monte, un circuito que dura aproximadamente una hora; y, sin dar ocasión a que sus sorprendidos compañeros intentaran sumarse, se adentraron en ese espectacular viacrucis entre los bosques.

Estuvieron ausentes no una sino cuatro horas, y durante aquella ausencia él habló caudalosamente. Le explicó a la joven con todo detalle, con la minuciosidad que no había puesto en los libros, su idea sobre el eterno retorno de lo idéntico. Años después ella –se llamaba Lou Andreas von Salomé y fue escritora– escribió un libro explicando la filosofía de Nietzsche, donde cuenta que nunca antes había visto a nadie sufrir tanto como a su pretendiente en el Monte Sacro: estaba alterado, temblaba, aterrorizado. «Me confió este pensamiento como un secreto, o sea, algo cuya verificación y constatación le producían horror».  Pero por uno u otro motivo Lou no aclaró nunca nada más. Cuando por fin bajaron a reunirse con sus amigos parece que irradiaban felicidad y serenidad. Aquel encuentro dejó en el corazón del filósofo vagabundo una profunda huella; el recuerdo de una ocasión inefable.

Muchos años más tarde, cuando este había ya fallecido, y su obra había alcanzado una gran celebridad en los estamentos intelectuales de toda Europa, los periodistas y los investigadores le preguntaban a Lou, ahora de avanzada edad, ahora célebre y prolífica autora de novelas y ensayos, qué había sucedido durante aquellas cuatro horas en el Sacro Monte, y las palabras que se habían exactamente dicho, y si se habían o no «besado», ella respondía: «Ya no me acuerdo».

La segunda ocasión perdida tuvo lugar cuando Lou, que vivía en casa de Paul Rée, accedió a pasar unas semanas con Nietzsche y con su hermana Elisabeth, en la casa que él había alquilado en el pueblito de Tautenburg. Antes de emprender el viaje Lou se comprometió con Paul a que le escribiría cada noche una carta contándole con detalle todo lo que Nietzsche hubiese dicho a lo largo del día. Es de suponer que ese pacto no respondía tanto al temor de Rée de perder a Lou como a la devoradora curiosidad que sentía por las ideas de su común amigo, al que consideraba un genio.

El caso es que ella cumplió con el compromiso, escribió a Paul una carta cada noche, lo contó todo, pero las preciosas páginas desaparecieron en el marasmo del tiempo, y el único rastro escrito que queda de aquellas conversaciones es la «Oración a la vida»: un breve poema que ella escribió y al que él atribuía una formidable importancia filosófica y categoría lírica, de manera que lo corrigió y lo realzó con una música que compuso adrede para esos versos.

Este poema-canción es la misma versificación del anhelo del eterno retorno:

ORACIÓN A LA VIDA

¡Sin duda un amigo ama a su amigo
como yo te amo a ti, vida llena de enigmas!
Lo mismo si me has hecho gritar de gozo que llorar,
lo mismo si me has dado sufrimiento que placer,

yo te amo con tu felicidad y tu aflicción:
y si es necesario que me aniquiles,
me arrancaré de tus brazos con dolor,
como se arranca el amigo del pecho de su amigo.

Con todas mis fuerzas te abrazo:
¡deja que tu llama encienda mi espíritu
y que, en el ardor de la lucha,
encuentre yo la solución al enigma de tu ser!

¡Pensar y vivir durante milenios,
arroja plenamente tu contenido!
Si ya no te queda ninguna felicidad que darme,
¡bien! ¡Aún tienes tu sufrimiento!

«Encuentre yo solución al enigma de tu ser». La verdad es que ya en los inolvidables años de Juan Laguna (oh, algún día hablaré de la novela que le incité a escribir, para la que ideó como protagonistas a cuatro muchachas empleadas en distintas oficinas que se encontraban en el gimnasio, y a las que bautizó como «A.», «B.», «C.» y «D.»), años nietzscheanos, aquel culto a la vida me irritaba como una cursilería, aunque fuera alumbrada en el dolor. Comprendía que traicionaba el deseo de oficiar algún culto, el que fuese. Me parecía un sucedáneo de las ideas de divinidad y trascendencia.

Ahora, escuchando a Andrés Sánchez Pascual, me daba cuenta de que decir que cada instante se repite eternamente es lo mismo que crear una vida eterna alternativa a los paraísos que proponen las religiones, y además científicamente o lógicamente demostrada, opuesta en esto a las «vidas eternas», resurrecciones de la carne y ultramundos que él despreciaba como invenciones de esclavos para hacerse más llevadero el horror de sus vidas. Para acabar con la flecha del tiempo, con la ley de la entropía (y con el bing bang antes de que se formulase su posibilidad; pues si hay un fin de los tiempos tiene que haber también un principio) y con el trasmundo, él se obligó a encontrar una gran promesa de redención alternativa a la vida eterna cristiana.

Todavía aparecen algunas referencias al eterno retorno dispersas en los Fragmentos póstumos, o sea, el caudal de notas, apuntes, borradores y descartes que se encontraron tras su muerte, y en algunas cartas a sus amigos. En esas cartas, menciona varias veces el proyecto de volver a la universidad, unas veces en Viena y otras en París, pero ahora como estudiante de todas las disciplinas de la ciencia, especialmente física y teoría de los átomos, pues se había convencido de que solo investido con la autoridad de la ciencia podría difundir y eventualmente imponer su gran idea. Proyectaba seguir un riguroso plan de estudios que, según sus cálculos, tardaría aproximadamente diez años en completar y que le permitiría establecer una sólida base científica que justificase su «visión y enigma». Luego regresaría al mundo como Maestro del Eterno Retorno.

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