POR MICHELLE ROCHE RODRÍGUEZ
En un barrio paupérrimo de Caracas llamado Ojo de Agua aparece un día el poeta ruso Ósip Mandelshtam (1891-1938), lector asiduo de la Divina Comedia y conocedor de la infamia por haber sido chivo expiatorio de la tiranía estalinista. Encuentra a un Virgilio para el infierno de la favela venezolana en Ígor Barreto (San Fernando de Apure, 1952), el autor de El muro de Mandelshtam (2017). La obra publicada en España por Bartleby Editores verbaliza el deterioro material e ilustra la indignidad de la vida en un barrio —lugar donde «el presente se conjuga como miedo, como peligro» (página 20)—. Las trasposiciones de tiempo y espacio, significadas en el bardo ruso fallecido el siglo pasado y desplazado a un gueto tropical del presente, muestran la extrañeza de la poesía cuando se confronta con la necesidad, la muerte y el dolor. «Al contemplar el barrio resultaba fácil asociarlo con la imagen de un gueto. Un mundo delimitado, hecho a la medida de los que traían en su cuerpo alguna marca indeleble», escribe allí Barreto (17).

Los guetos de la Unión Soviética eran bien conocidos por Mandelshtam, cuya tragedia fue proclamarse librepensador. Después de cumplir varias condenas consecutivas en diferentes campos de detención por publicar un epigrama contra Joseph Stalin (1878-1953), murió en 1938 en una cárcel de tránsito cercana a Vladivostok, a más de nueve mil quilómetros al sureste de su hogar. En El muro de Mandelshtam, su espíritu representa la utopía fracasada que lo condenó por sus ideas: la revolución que, fiel al lugar común, devoró al hijo. Mandelshtam es el intelectual confrontado con el totalitarismo, como el mismo Barreto cuando muestra el anacronismo de la Revolución bolivariana en las imágenes del menoscabo de la sociedad en Venezuela: las urbes mugrientas, las filas interminables para comprar la comida escasa o la violencia de las más de veinte mil muertes anuales que deja su guerra civil no declarada. «—¿Quién ha dicho que el dolor y la desgracia / se definen de alguna manera?», se pregunta el autor venezolano traducido al inglés, al italiano, al francés, al rumano y al alemán en el poema «La caja y la pregunta sobre la pobreza» (48). Tomadas en cuenta dentro del contexto de toda la obra de Barreto, esas visiones ya no sólo signan el fracaso en Venezuela de la Revolución, sino de la modernidad entera.

El desengaño del proyecto moderno que siente el poeta se articula en la dicotomía entre el campo y la ciudad es la marca de su obra. Aunque algunos críticos quieran vincularlo con la lírica de la tierra, cuya tradición en el continente americano se remonta al siglo xix, Barreto no es un autor del paisaje. En mi opinión, es un autor de lo ctónico. Con esta palabra, aún no reconocida por el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (DRAE), me refiero también a lo telúrico, pero interpretado desde su acepción mitológica. En tiempos de la antigua Grecia, cuando el suelo estaba habitado por dioses y espíritus del inframundo, estos seres ctónicos se contraponían a las deidades celestes. Eran la parte invisible, bajo tierra, del ciclo de la vida; la mitad oculta de un semicírculo expresado en la vida material. Significan el mundo onírico y el espacio de la muerte: la tierra como aspecto interior, lo espiritual. De aquí en adelante, desde una visión general de la obra de Barreto, me propongo develar las conexiones entre su imaginería, a ratos premoderna y otros urbana, con el inframundo como lugar de la muerte y del fracaso. El pesimismo de su literatura no supone la mera crítica estéril, pues desde el inframundo se puede abrir una rendija hasta la esfera de la realidad para redimensionar su significado.

En su hallazgo de la humanidad entre los escombros del desarrollismo, en su estética rabiosamente urbana y en su interpretación del inframundo no desde la profundidad del Infierno de la Divina comedia de Dante Alighieri (1265-1321), sino desde la orografía de Ojo de Agua, El muro de Mandelshtam sirve de corolario a la literatura de Barreto producida hasta la fecha. Cada metáfora allí señala una cicatriz del fracaso de la modernidad, asunto que le ocupa desde el principio de su literatura y que no sólo obedece a una preocupación estética, sino al contexto político donde ha desarrollado su carrera. Ambas vertientes, la cultural y la política, se unen en el «Sí, manifiesto» de 1981, donde se resumen los postulados de Tráfico, el grupo de poetas al que perteneció en su juventud. Es el primer gesto literario conocido del poeta de Los Llanos y lo compartió con Armando Rojas Guardia (1949), Yolanda Pantin (1954), Miguel Márquez (1955), Rafael Castillo Zapata (1958), y Alberto Márquez (1960). El objetivo del grupo unido bajo el lema «Venimos de la noche y hacia la calle vamos» era sacar a la poesía de la torre de marfil en donde estaba y lanzarla sobre las avenidas urbanas. Aquél fue el último gran manifiesto de la literatura venezolana.

Tráfico inauguraba una estética surgida en las ciudades y comprometida con su momento. Sus integrantes llegaron a la literatura cuando comenzaba a desvanecerse la ilusión de la Venezuela saudita de ingentes ganancias petroleras y debieron afrontar la primera gran devaluación del bolívar, en 1983, al final de la presidencia de Luis Herrera Campíns (1925-2007), iniciada el mismo año de otro hito en la economía venezolana: 1979, cuando las tasas de inflación comenzaron a registrar tres dígitos. Aunque entonces nadie hubiera imaginado que para 2019 los economistas calcularían que su inflación podría ubicarse en un millón por ciento, ya estaba claro que no era un país tan rico como señalaba la propaganda. Por eso, los integrantes de Tráfico interpretaron su compromiso político como un desafío a la lírica vanguardista de la generación anterior, identificada con los grupos Sardio, la Tabla Redonda y el Techo de la Ballena. Ya no creían en su militancia de izquierda o la nostalgia de la lucha armada de las decadas los años 60 y 70, y menos en que aquella poesía de espíritu surrealista pudiera resultar una herramienta útil para afrontar la crisis de las postrimerías del siglo xx. «El silencio y el juego textualista no pueden ser una respuesta crítica a nuestro medio», escriben en el «Sí, manifiesto», su declaración de intenciones: «en última instancia constituyen posturas que si no de manera consciente, al menos en forma disfrazadamente ideológica, le hacen el juego a nuestra democracia petrolera». Su propuesta era cambiar la clave estética del poema para hacerlo accesible a la experiencia humana, más acorde con la época.

Los idearios de Tráfico marcan a Barreto desde sus primeras publicaciones, ¿Y si el amor no llega? (1983) y Soy el muchacho más hermoso de esta ciudad (1986). No me detendré en ellas pues en el volumen editado por la editorial española Pre-Textos donde se reúne toda su obra poética producida entre 1983 y 2013, El campo / El ascensor, el autor respetó la secuencia de los diez libros editados en el espacio de treinta años, con la sola excepción de esos dos poemarios, los cuales colocó al final con el título «Primeros libros». La medida me hace creer que Barreto piensa que encontró el camino hacia su voz sólo desde la publicación de su tercer libro, Crónicas llanas.[1]

La primera edición de ese poemario apareció en Caracas en 1989. Sus imágenes del llano abandonado y de poetas fallecidos funcionan como representaciones del mundo rural de la infancia de Barreto. Aparece también la sombra de la muerte, pero esta vez como signo del pasado y la tradición: imágenes antes luminosas convertidas en ctónicas que pueden asociarse con la venida de la noche en dirección hacia la calle del lema de Tráfico, pero también representan la poética particular de Barreto, donde la realidad y lo onírico se convierten en el mismo material literario. El poeta reconoce el paisaje, pero no desde la maravilla de quien mira algo distinto, sino desde la experiencia del menoscabo, el abandono de lo rural y la comunión con los bardos muertos, a quienes, en la introducción de El campo / El ascensor, Antonio López Ortega identifica como «los poetas nativos o de la tierra, que fueron en la historia literaria más posibilidad que realización» (13). Ese procedimiento estilístico se repetirá después en El muro de Mandelshtam. En ambos casos se trata de pensar, desde la ausencia de los poetas, en las realidades que pudieron ser.

Desde 1989 la obra de Barreto no podrá ya separase de la realidad política de su país: ese año ocurrió el llamado «Caracazo», violentas protestas callejeras acaecidas en la capital de Venezuela entre los meses de febrero y marzo como reacción al paquete de medidas económicas anunciadas por el entonces presidente Carlos Andrés Pérez (1922-2010), las cuales fueron reprimidas con aún más violencia por la policía y las fuerzas armadas. A esa explosión social, que dejó en evidencia la crisis de la democracia bipartidista venezolana, se la señala como una de las causas de la llegada al poder del comandante Hugo Chávez Frías (1954-2013) y de la Revolución bolivariana en las elecciones de 1998.

 

EL LLANO: OSCURO, CIEGO Y SIN ALMA

En la revista Nuestra América, Barreto publicó en 2006 un revelador ensayo donde invita a reflexionar sobre los trastornos producidos por la modernidad en la percepción del mundo y de la naturaleza. La pieza titulada «Dilemas para una poesía de la tierra» resulta útil para establecer su relación con la tradición donde desarrolla su literatura. Señala que la poesía debe aprender a mirar a la naturaleza como otredad, separándose de la idealización heredada del Romanticismo. Se trata de la mirada hacia lo ajeno como si se esperara que su cualidad extraña revelara algo del presente, sin hacer ninguna concesión a la nostalgia. Tomando en cuenta que «las ciudades se edifican por oposición al mundo rural, siempre con el deseo (no realizado) de cancelarlo», Barreto recuerda que la mirada romántica es aquella que «oculta, olvida, idealiza y simplifica» la tensión constante de la negación (urbana) de lo rural (113). Este rechazo a lo romántico no debe tomarse como la negación a la tradición del continente, sino como su actualización.

Es en la tensión que opone el mundo urbano al rural donde se fundamenta la obra de Barreto. Su poesía planea sobre la ciudad, sin llegar a posarse mucho tiempo en ninguna de sus construcciones, como ciertas garzas que sobrevuelan Caracas cuando abandonan Los Llanos en busca de las costas del Mar Caribe. Si en el núcleo de la modernidad se halla la confianza en el futuro, la creencia de que la razón traerá el progreso, el fracaso de lo moderno articula la crisis venezolana. Por eso, la tensión no resuelta entre lo rural y lo urbano, lo premoderno y lo moderno, en la obra de Barreto es la del inframundo: se escribe desde afuera de lo urbano, como si de la voz de un desplazado se tratara y evoca la utopía de la vida agreste, no con la nostalgia del tiempo perdido, sino como la cancelación del pasado. En lugar de las visiones elegíacas del Romanticismo, Barreto sugiere mirar a la naturaleza como a un otro, «una entidad autónoma al margen de los dictados de la razón y el sentimiento» (114).