POR ANTONIO DIÉGUEZ

EL CONTROVERTIDO PAPEL DE LA DIGNIDAD EN EL DEBATE BIOÉTICO

La dignidad es una noción muy socorrida cuando se quieren sostener convicciones importantes sobre el modo de tratar a los seres humanos en ámbitos políticos y éticos, aunque, por desgracia, ha servido para sustentar demasiadas convicciones, incluso contrapuestas. Así, por ejemplo, se aduce que la eutanasia o el suicidio asistido atentan contra la dignidad humana cuando precisamente sus defensores suelen argüir que de lo que se trata es de facilitar una muerte digna. Esto dificulta cualquier tipo de acuerdo. En el debate sobre el mejoramiento humano, insertado a veces en las discusiones sobre el transhumanismo, también se ha recurrido a menudo a dicho concepto, y también aquí el resultado ha sido controvertido. En lo que sigue trataré de aclarar los problemas más importantes que plantea la dignidad en ese contexto argumentativo. Comenzaré señalando algunas de las limitaciones que presenta la noción de dignidad tal como suele entenderse en las regulaciones legales y en el debate bioético. Argumentaré después que su utilización generalizada para condenar cualquier tipo de edición genética en la línea germinal humana no es convincente, y que, incluso en el caso de que lo que se busque sea el mejoramiento humano, tampoco la apelación a la dignidad sirve para excluir diversos casos posibles.

El origen de la idea de dignidad humana puede ser rastreado hasta el Renacimiento, con Pico della Mirandola, hasta el comienzo de la era cristiana, o incluso más atrás, hasta algunos pensadores o escuelas de la antigüedad clásica, con mención especial a los estoicos. No obstante, lo cierto es que no hay una definición que aclare sin ambages lo que realmente significa, y por eso caben antecedentes históricos tan dispares, que recogen en realidad distintos sentidos posibles de la dignidad humana (Rosen, 2012).

La versión más influyente proviene de Kant, quien en el capítulo segundo de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres señalaba que las cosas con un valor relativo tienen un precio y, por tanto, pueden ser reemplazadas por otras de valor equivalente, en cambio, las personas, es decir, los seres racionales, no tienen un mero valor relativo, sino que valen por sí mismas, son fines en sí mismas y, por lo tanto, tienen todas ellas el mismo valor intrínseco, incondicional y, como tal, absoluto. En suma, las personas no tienen precio sino que tienen dignidad, y no deben ser nunca utilizadas sólo como un medio para la consecución de otros fines. Todos los seres humanos, con independencia de quiénes sean, de cuál sea su estatus social y de cuáles hayan sido sus acciones, deben ser tratados de manera que se reconozca y respete esa dignidad inherente, y ninguno debe ser sometido a un trato que la menoscabe. Por decirlo con un ejemplo contundente, Hitler tendría la misma dignidad humana que Gandhi; la misma exactamente que cualquier otro ser humano. A diferencia del honor, la dignidad no admite grados y es la misma para todos. Esta dignidad emana, según Kant, del hecho de que los seres humanos, en tanto que seres racionales, gozan de autonomía, lo que significa que guían libremente su conducta mediante normas morales universales de las que se dotan a sí mismos. La dignidad no depende, pues, del cumplimiento de la ley moral, sino del mero hecho de su existencia, esto es, de la posibilidad de elección moral o, si se quiere, de la posesión de una voluntad universalmente legisladora que a su vez está sometida a esa legislación. La moralidad posee dignidad, dice Kant, y el ser humano la posee también en tanto que es capaz de moralidad.

Esto, sin embargo, no sería aplicable a ningún animal, por eso los animales carecen de dignidad. Son y deben ser tratados como meros medios para el ser humano. Su valor, nos dice Kant, es sólo el que tienen en tanto que sirven a los humanos para sus propósitos. Los animales son medios para el único fin en sí, que es el ser humano. No obstante, incluso en su mera condición de medios no debemos ser crueles con ellos, pero sólo por un deber indirecto hacia nosotros mismos: para no forjar de ese modo un carácter cruel que pueda volverse algún día contra la humanidad.

Esta consecuencia muestra una de las limitaciones más señaladas en los últimos años del planteamiento kantiano. Por un lado, no es ni mucho menos descabellada la atribución de dignidad a los animales. Dejemos de lado, para ir directamente a la cuestión, la terrible situación que experimentan muchos animales en granjas y mataderos, censurable por motivos aún más básicos. Los que ya tenemos unos años hemos sido a menudo testigos de un trato degradante (incluso en las ocasiones en que no fuera cruel) a los animales en circos callejeros o en zoológicos, un trato que podría decirse sin torcer mucho el idioma que atentaba contra su dignidad, al obligarles a realizar acciones más propias de nuestra especie que de sus especies correspondientes o, simplemente, al impedir su bienestar de forma caprichosa e injustificada. Se dirá que el animal no siente la humillación, lo que en algunos casos sería cuanto menos discutible, pero no hace falta sentirse humillado para poder padecer una humillación, basta para ello con degradar a un ser sintiente con respecto a lo que marca su condición natural. Dicho de otra forma, no es preciso sentirse digno para tener dignidad. El que un animal no se conceda a sí mismo o a otro animal ningún tipo de dignidad no significa que nosotros, seres humanos, no podamos y debamos reconocérsela. Por otro lado, si se atribuye dignidad sólo a los seres humanos y se considera, al mismo tiempo, que únicamente los seres que posean dignidad deben ser sujeto de derechos, entonces de ahí se sigue que los animales no pueden tener derechos; y esto es tanto como querer zanjar un debate complejo mediante la postulación de un concepto que, de antemano, en el significado que se le atribuye, ha optado ya por una posición determinada en dicho debate.[1]

No parece, sin embargo, que sea fácilmente defendible en el contexto filosófico actual un concepto de dignidad humana que dé por buena sin más la tesis del abismo ontológico entre seres humanos y animales no humanos. Tal carga metafísica y ética no se compadece con lo que nos vienen diciendo desde hace décadas las disciplinas científicas dedicadas al estudio del comportamiento y de la cognición en animales, especialmente la primatología y la etología cognitiva. En virtud de lo que sabemos sobre las capacidades intelectuales y conductuales de muchos animales puede afirmarse que, si la dignidad es el nombre que le damos al valor intrínseco que poseen en exclusiva los miembros de nuestra especie por el mero hecho de serlo, habría que justificar con razones mejores que las que se han dado hasta el momento el porqué de esa exclusividad. ¿Por qué se posee un especial valor intrínseco y absoluto por el mero hecho de pertenecer a la especie biológica Homo sapiens? Si la respuesta es que ese valor intrínseco se lo damos a los seres humanos porque pertenecen a una especie cuyos miembros normalmente disponen de racionalidad, autoconsciencia, moralidad, comunicación, reconocimiento social, empatía y libre albedrío (Cortina, 2009; Streiffert, 2019), entonces algunos animales, como es el caso de los grandes simios, que poseen cierto grado de racionalidad, de autoconsciencia, de sentimientos morales (como la empatía y el disgusto por el trato desigual, aunque no posean capacidad moral en sentido pleno), de reconocimiento social y de libre albedrío en un sentido básico, deberían ser también merecedores de que se les atribuya un cierto grado de dignidad. No debe extrañar, pues, que los defensores de los derechos de los animales suelan rechazar esta noción de dignidad por considerar que establece una separación éticamente injustificable entre seres humanos y animales.

Pero esta visión kantiana de la dignidad no es la única posible. Recientemente se han propuesto otras formas de entenderla que sí permiten su atribución a los animales no humanos. Tal es el caso del concepto de dignidad propuesto por Martha Nussbaum (2007), que no se basa en la racionalidad o en la autonomía sino en la disposición de capacidades que permitan prosperar y florecer a los miembros de una especie, sea esta la humana o no. De acuerdo con esto, respetar la dignidad humana es salvaguardar lo que hace posible el florecimiento de la vida de los seres humanos concretos en cada contexto histórico y social, incluyendo a personas con graves discapacidades intelectuales o físicas, pero por las mismas razones que hacemos esto hemos de respetar la dignidad que puedan tener algunos animales y no impedir el desarrollo de las capacidades que permitan el florecimiento de los individuos de esas especies. No faltan tampoco interpretaciones kantianas heterodoxas que tratan de justificar, desde esa posición, la atribución de dignidad a los animales, como hace, por ejemplo, Christine Kosgaard (2004). Aunque, parece que para ello se ha de forzar mucho la hermenéutica de los textos del propio Kant.

En todo caso, el planteamiento kantiano en sus estrictos términos presenta otros problemas bien conocidos. ¿Qué hacemos con los seres humanos que carecen de autonomía por no poseer las cualidades mentales necesarias para sostenerla, como las personas con graves discapacidades mentales o los niños anencefálicos? ¿Tienen dignidad o no la tienen? Y si la tienen, ¿en virtud de qué, entonces? ¿La tienen sólo por pertenecer a una especie biológica cuyos miembros suelen tener autonomía en condiciones normales? ¿Es esa especie biológica un género natural delimitable con precisión a partir de ciertos rasgos? Y en tal caso, ¿cuáles? ¿Se basa la dignidad humana en la existencia de una naturaleza humana entendida como un conjunto de propiedades necesarias y suficientes para ser considerado como un ser humano, pero que, sin embargo, algunos seres humanos no poseen en su totalidad, pese a lo cual se les sigue considerando humanos? Y si es así, ¿cuáles son esas propiedades esenciales y por qué quien carece de alguna de ellas sigue siendo humano? La carga metafísica que ha de aportar el concepto kantiano de dignidad, si es que ha de justificar alguna respuesta satisfactoria a esas preguntas, no es poca.

Consciente de los problemas que acarrea hacer pivotar la atribución de dignidad al mero hecho de pertenecer a una especie biológica, Alfredo Marcos (2018) ha hecho una propuesta interesante. Considera que, en el contexto de las discusiones éticas, el concepto de especie biológica sólo introduce confusión, como muestra el caso que venimos discutiendo. Se trata de un concepto abstracto y polisémico. Por ello, propone que la referencia ética recaiga sobre individuos o poblaciones concretas. En lo que se refiere a la atribución de derechos y de dignidad, Marcos considera que el criterio no debe ser otro que el de la pertenencia a la «familia humana», que es la expresión que explícitamente se usa en el preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. Aunque esta propuesta merece mayor desarrollo, se enfrenta a algunas dificultades. Es difícil ver, por ejemplo, cómo entender la familia humana si no es de un modo filogenético, es decir, es miembro de la familia humana todo aquel que desciende de un ser humano. Pero esto es en realidad un modo indirecto de hablar de la especie humana en sentido biológico, con lo cual el problema permanece. Persiste, además, una ambigüedad en la propuesta de Alfredo Marcos que convendría resolver. Por un lado, la atribución de la dignidad humana se basa en la mera pertenencia a la familia humana, por otro lado (véase nota anterior), se nos dice que para poseer dignidad, al igual que derechos, hay que ser un agente capaz de tener obligaciones y deberes. Pero ambas cosas no tienen por qué ser idénticas. Cabe imaginar futuros seres poshumanos o también máquinas inteligentes que, sin pertenecer a la familia humana, serían agentes con capacidad para asumir esos deberes.

Pese a estos orígenes filosóficos localizados y modestos en su alcance público, el uso jurídico del concepto de dignidad empezó a extenderse después de la Segunda Guerra Mundial. Como una reacción ante tanta barbarie, se alimentó entonces la esperanza de que fuera capaz de servir como fundamento filosófico a los derechos humanos y como resorte eficaz en la defensa del Estado de derecho. Aparece con esa función, por ejemplo, en la Carta de Naciones Unidas, de 1945, en la Declaración Universal de Derechos humanos, de 1948, y en el comienzo de la constitución alemana, de 1949.

En las últimas décadas, desde ese ámbito teórico ha pasado al de la bioética, en especial a la de inspiración católica y/o kantiana, convirtiéndose en un concepto central en dicha disciplina.[2] Se apela con frecuencia a la dignidad humana para pedir la prohibición de diversas biotecnologías que, supuestamente, instrumentalizarían o cosificarían al ser humano en caso de que les fueran aplicadas. Se utilizó así contra la inseminación artificial, contra la fecundación in vitro, contra la clonación reproductiva, contra la investigación con células madres y con embriones humanos, contra la creación de embriones animales con células humanas (quimeras e híbridos citoplasmáticos), y hoy se utiliza del mismo modo en contra de la edición genética de la línea germinal en nuestra especie.