POR JUAN FRANCISCO MAURA
LA NEGACIÓN DE LA CIENCIA EN ESPAÑA

«Y más ahora, en que tanto se charla de la conciencia de nuestro atraso respecto a los demás pueblos cultos; ahora, en que unos cuantos atolondrados que no conocen nuestra propia historia —que está por hacer, deshaciendo antes lo que la calumnia protestante ha tejido en torno de ella— dicen que no hemos tenido ni ciencia, ni arte, ni filosofía, ni Renacimiento (éste acaso nos sobraba), ni nada» (Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida. 225).

De la misma manera que la historiografía protestante y la negligencia propia han negado la presencia de la mujer española y portuguesa en las Américas, África y Asia durante los primeros años del descubrimiento, conquista, y colonización hispánica del mundo, algo parecido ha ocurrido con la aportación científica hispánica a la humanidad.[1] Jurisprudencia, cartografía, ingeniería, arquitectura, medicina, anatomía, astronomía, etnología o antropología, entre otras disciplinas científicas, fueron diseminadas por los hispanos por todo el orbe durante la Edad Media, Renacimiento y Barroco. España tuvo científicos como Miguel Servet, el gran especialista en la circulación pulmonar, quemado vivo en la hoguera en Ginebra a instigación de Juan Calvino, o Luis Vives, padre de la moderna psicología, amigo de Catalina de Aragón y Tomás Moro, este último condenado a muerte, entre otras cosas, por no aceptar el divorcio de Enrique VIII. Por su parte, las mujeres españolas del Renacimiento no sólo escribían comedias, como María de Zayas o Ana Caro, sino que también realizaban tratados científicos.

¿Por qué, vanos legisladores del mundo, atáis nuestras manos para las venganzas, imposibilitando nuestras fuerzas con vuestras falsas opiniones, pues nos negáis letras y armas? El alma, ¿no es la misma que la de los hombres? Pues si ella es la que da valor al cuerpo, ¿quién obliga a los nuestros a tanta cobardía? Yo aseguro que si entendierais que también había en nosotras valor y fortaleza no os burlaríais como os burláis; y así, por tenernos sujetas desde que nacemos vais enflaqueciendo nuestras fuerzas con los temores de la honra y el entendimiento con el recato de la vergüenza, dándonos por espadas ruecas y por libros almohadillas (María de Zayas y Sotomayor, Novelas ejemplares y amorosas, 481).

 

Mujeres, por ejemplo, como Oliva Sabuco escribieron tratados científicos que nada tenían que envidiar a los realizados por otros humanistas de su tiempo.[2] Es más, según algunos autores, sus obras fueron plagiadas posteriormente por pensadores como el francés Renato Descartes, y los ingleses Thomas Willis y Francis Glisson:[3] «Además de constituir el más preclaro antecedente de la moderna neuroquímica, la obra sabuceana invita a los médicos a tratar a sus pacientes de un modo integral, y a atender al unísono cuerpo, mente y ánima, por lo que muchos aspectos de su obra gozan de una gran modernidad y siguen siendo compatibles con el pensamiento médico y filosófico modernos» (Bustamante et al, 1190).

Beatriz Galindo enseñaba latín a la reina Isabel, Lucía de Medrano enseñó los clásicos en la Universidad de Salamanca y Francisca de Lebrija fue catedrática de Retórica en la Universidad de Alcalá. Juliana Morella consiguió un doctorado en la Universidad de Aviñón (Cuartero XXV). No es necesario mencionar a la novohispana sor Juana Inés de la Cruz y su insaciable curiosidad científica, que en más de una ocasión la llevó a algún roce con sus homólogos masculinos por ser, sencillamente, superior a la mayoría de sus contemporáneos.[4]

A los españoles y portugueses, por su condición de pueblo manchado de sangre semita que además ha tenido la osadía de ser el primer imperio global, a todos los niveles, no se les ha permitido incluirse en el selecto grupo de países «ilustrados», «científicos» europeos. Quizá por ser países meridionales y mediterráneos, y en cierta manera «orientales». También se ha señalado a España como el país de la «Inquisición», aunque dicha institución fuese creada mucho antes por otros países que nunca contemplaron la posibilidad de dar la opción a su población judía de permanecer en su patria si se convertían a la religión cristiana, como hicieron miles de judíos en España. Se podrá argüir que fue mucho más cruel el edicto de expulsión de los judíos de Francia en tiempos del rey Felipe Augusto, en 1182, y posteriormente en 1306, 1321 o 1394, o el realizado en Inglaterra, por Eduardo I, en 1290, por el que se apropiaron de todos sus bienes y no contaron con la posibilidad de conversión. Lo mismo podríamos decir de las sucesivas expulsiones de judíos de Italia durante la Edad Media o de las masacres de judíos en Alemania en tiempos de las cruzadas o durante la peste negra (1346-1353), e incluso del anti-judaísmo que existía en el Islam por las mismas fechas. Entonces, ¿por qué, hasta el día de hoy, se señala siempre a España cuando se mencionan estos episodios? Tal vez se deba, en cierta forma, con la enorme importancia y arraigo que este pueblo tuvo en la península Ibérica al menos desde el tiempo de los romanos.[5]

Sin duda, la expulsión de los judíos y los moriscos, tan españoles como los que más, fue una de las decisiones más injustas y tristes de la historia de España, aunque la mayoría de los países europeos felicitasen a los Reyes Católicos por tal decisión. La amenaza de una «reconquista» turca y, por lo tanto, musulmana de la península Ibérica y de buena parte de Europa no era sólo una paranoia de la monarquía hispánica. Buena fe dieron
de ello los miles de niños cristianos capturados por corsarios como Barbarroja bajo las órdenes del sultán Suleimán I en las costas españolas, italianas y griegas para el engrandecimiento del ejército otomano con sus «jenízaros».[6] Igualmente, los cautivos españoles en las galeras turcas se contaban por miles, y viceversa, como consecuencia de los interminables enfrentamientos que ambos imperios tuvieron en el Mediterráneo. Mucho debe Europa a España por haber, si no eliminado, sí frenado ese avance e incluso no sería una exageración afirmar que parte de Europa sería hoy musulmana sin la presencia y labor de los soldados y marinos españoles en aguas mediterráneas. Por supuesto, Lutero no compartía esa opinión, a lo que el gran humanista Francisco de Vitoria respondía: «Si bien entre los católicos hay suficiente conformidad en esta materia, sin embargo, Lutero, que nada dejó por contaminar, niega ser lícito a los cristianos tomar las armas ni siquiera contra los turcos. Se funda para ello en los textos de la Sagrada Escritura ya citados y en que si los turcos —son sus palabras— invaden la cristiandad, ésa es la voluntad de Dios, a la cual no es lícito resistir» (Vitoria, Relectio de iure belli, 101). Se nos ha hecho pensar que los protestantes, poseedores de esa «ética de trabajo» y disciplina exclusiva de países con alto grado de raciocinio, rigor intelectual y analítico y, por qué no decirlo, de endogamia, tienen el derecho e incluso la responsabilidad de ser los dirigentes del mundo. Algo que los países meridionales, mediterráneos, en algunos casos católicos, presuntamente supersticiosos, apasionados e irracionales nunca llegarán a lograr.[7] Falacias creadas por aquellos agentes culturales que desde finales del Barroco han dominado la razón, la ciencia y la cultura, que hoy por hoy se escribe en inglés y hasta no hace mucho en francés. Escribe Noah Harari:

Estudiosos de las más prestigiosas universidades occidentales, que empleaban los métodos científicos ortodoxos de la época, publicaban estudios que supuestamente demostraban que los miembros de la raza blanca eran más inteligentes más éticos y más hábiles que los africanos o los indios. Políticos en Washington, Londres y Canberra daban por sentado que su tarea era impedir la adulteración y degeneración de la raza blanca mediante, por ejemplo, la restricción de la inmigración procedente de China o incluso Italia a países «arios» tales como Estados Unidos y Australia (259).[8]

 

Sería relativamente fácil echar la culpa de todos los males de un pueblo a sus vecinos, aunque en el caso de España y Portugal tenga mucho de cierto, quizá por haber sido los primeros imperios globales. Pero igualmente sorprende la apatía, negligencia y poco interés que España ha tenido por defender lo propio y ser a la vez su peor enemigo.

En los últimos tiempos el tema está de rabiosa actualidad gracias a que una mujer española ha sacado a la luz un libro sobre la «leyenda negra» con una perspectiva crítica hacia el mundo protestante, con una base sólida y bien documentada. Es cierto que el tema no es nuevo y que existen buenos especialistas desde hace tiempo sobre el asunto, pero nadie como ella, por su valor, claridad y falta de complejos ha sabido sacarlo a la luz. Algo que, por pusilánimes y timoratos, muchos otros no han sabido o tenido el valor de hacer. Podemos compartir, o no, sus opiniones, pero los testimonios que presenta están muy bien documentados.[9] Ojalá aparezcan muchas más personas como María Elvira Roca Barea, porque son la esperanza de que nuestra cultura sea analizada sin miedo ni complejos, contando la labor positiva que llevó a cabo España tan importante en el contexto de la historia universal.

Pienso que otra de las razones de que España no haya tenido presencia en muchos foros científicos internacionales ha sido que, hasta hace relativamente poco, la mayoría de los españoles ha sido monolingüe. El hecho de que el mayor volumen de publicaciones científicas actuales esté escrito en inglés y que igualmente muchos de los que escriben en esta lengua no hablen el español hace que el mensaje que se origina en España e Hispanoamérica no haya tenido el eco que merece.[10] Hoy por hoy, el español no es la lingua franca de Occidente, por lo que deberíamos preocuparnos por aprender otras lenguas si queremos dar a conocer nuestra versión de la historia.