El envío de frailes y todos los gastos que conllevaba su manutención, viajes y logística no era óbice para que la Corona dejase de preocuparse de algo que ningún imperio había hecho antes, ni ningún otro hará después: «la salvación de los cuerpos y las almas de sus nuevos súbditos». No serán los nuevos hispanoamericanos o españoles de ultramar, carne de cañón para dejar a la América española igual que dejaron otros imperios a los nativos de África, Australia, India, Haití, Jamaica, las Guayanas o los actuales Estados Unidos. No todo se reducirá a la brutal explotación económica de los recién adoptados súbditos de la Corona, al contrario. Hasta la independencia de España, muchos virreinatos y provincias de la América española se encontraban en mejor condición económica que la propia metrópoli. Si bien es cierto que las ideas de Erasmo de Rotterdam, así cómo el influjo que tuvo el Renacimiento, cuajaron, de alguna forma, en la manera de pensar, escribir y actuar de los habitantes de la península, también lo es que las bases y las estructuras —sobre todo religiosas— que España y Portugal llevaron al Nuevo Mundo eran todavía medievales. La Edad Media estará presente de forma inicial en esa enorme labor catequizadora que tuvieron franciscanos, agustinos, dominicos y jesuitas, en la forma de interpretar la naturaleza, en el poder divino del rey, así como en la política internacional. Pero las ideas fueron evolucionando y ya para mediados del siglo xvi nos encontramos con casos como el del ya mencionado franciscano Francisco de Vitoria, los jesuitas Francisco Suárez y Juan de Mariana, entre otros, que no comulgarán con la rigidez de sus antecesores. Defenderán el derecho de un enfrentamiento armado, si se diera el caso, frente al poder absoluto de un rey hereje o un tirano. Un católico sincero nunca podrá jurar fidelidad a un monarca que vaya contra sus creencias. Escribe Francisco Suárez: «Porque, ¿qué gobernante humano, si no es ateo o está loco, tiene la presunción de sustraerse al poder de Dios? Por aquella negación se excluye, por lo tanto, la sumisión a un superior que sea hombre mortal» (Suárez, Principatus, cap. 4, 65).
Llama la atención que, a finales del siglo xvi, un doctor en medicina de Valladolid suplique ir al «Piru», porque su sueldo no le da para para mantener a su mujer, la educación de sus dos hijas y su hacienda. En otras palabras, los doctores estaban mejor pagados en tierras ultramarinas que en la propia metrópoli.
El Doctor Alonso de Castro / dice que como consta por los titulos originales que presenta / el de bachiller en artes por alcala / y bachiller en medicina por salamanca y licenciado y Doctor por la universidad de Valencia y aprouado de cirujano por el doctor Linares protomedico de su Magd. y que ha diez y ocho años que usa su facultad en este lugar con la opinion que es notorio / y hecho mucho fruto con su sciencia y experiencia y porque tiene dos hijas y no la hacienda que ha menester para darles estudio conforme a su qualidad / y ha entendido que en las provincias del Piru ay mucha necesidad de hombres de su profision / a V. Magd. suplica / se le de licencia para pasar a aquella tierra a exercer su ministerio / llevando consigo a su muger / y que pueda llevar las dichas sus dos hijas / dos criados, dos mugeres de servicio, dos esclavas libres de derechos, […] la libreria de su escritorio y facultad y armas […] (AGI, México, 1088, L. 3, F. 164v.-165r).
Pero, para construir un imperio, no era sólo necesario un ejército de juristas, teólogos u hombres de la iglesia. La tecnología y todas las ciencias asociadas se verán envueltas a la hora de lograr un mejor funcionamiento de las estructuras económicas, sociales y militares para así conseguir controlar ciudades, territorios, mares y fortalezas de todo el orbe, desde 1492 hasta la emancipación de las nuevas naciones iberoamericanas en el siglo xix.[34]
Son muchos los «ingenieros» e inventores que lograrán desarrollar tecnologías para una mejor explotación de los recursos que las nuevas tierras ofrecían. José María López Piñero dedicó toda una vida a rescatar y sacar a la luz a cientos de estos científicos que de otra manera habrían quedado en el anonimato. Gracias a sus obras y a sus excelentes discípulos, podemos profundizar más en el conocimiento de la ciencia en España desde sus primeros años. También gracias a la digitalización de algunos archivos españoles, tenemos acceso a material hasta hace poco limitado a las salas de lectura de dichos archivos.
Si tuviéramos que destacar a uno de los científicos, «ingenieros», más sobresalientes del Renacimiento español, habría que pensar en el navarro Jerónimo de Ayanz (1553-1613), al que se podría calificar como «príncipe de los ingenios españoles» del siglo xvi.[35]A este hombre se le adjudica la invención de la escafandra para bucear, que fue probada bajo el agua durante más de una hora en el río Pisuerga ante el rey Felipe III. Tras permanecer el buzo mucho tiempo sumergido, se le obligó a salir a la superficie a instancias del preocupado rey, para comprobar que se encontraba en perfectas condiciones. Este invento resultó perfecto para el rescate de bienes de barcos hundidos o la extracción de perlas. Ayanz también fue el inventor de la máquina de vapor para desaguar minas de plata. En otras palabras, fue el primero en aplicar el principio de la termodinámica, lo que le valdría ser nombrado administrador general de Minas del Reino. Otros de los muchos inventos que se le atribuyen son el proto-submarino, la brújula con declinación magnética o el horno para destilar agua salada a bordo de los barcos. Sobre este último, tenemos pruebas documentales de su aplicación en una de las travesías más largas que un barco pueda realizar, la travesía transpacífica desde Perú hasta las Filipinas, en este caso al mando de Isabel Barreto, primera almirante de la Armada española, a principios del siglo xvii. El principal problema al que se enfrentaban las naves que recorrían distancias tan colosales era sin duda la escasez de agua. El piloto mayor de la expedición, el portugués Pedro Fernández de Quirós, narra así el incidente:
Viendo el capitán que en todas las siete islas descubiertas no halló puerto ni agua, preguntó la que había en la nao; y hallando menos botijas de las que mandó embarcar, hizo algunos discursos en razón del tiempo y del estado presente, y parecióle convenir acortar, como acortó, la ración, de tal manera que de doce a quince botijas de agua que se gastaban cada día, las redujo a tres y cuatro. Hallábase presente al repartirla, y cerrada la escotilla, guardaba las llaves della. Ordenó luego que se hiciese sobre uno de los fogones un horno de ladrillo, para con un instrumento de cobre que llevaba, sacar del agua de la mar agua dulce por vía de destilación. Sacábanse al día dos, tres botijas della, muy dulce y muy sana: el día que menos botija y media, y por todas hasta cincuenta; cuya invención, añadiéndole ciertos requisitos, promete que con poca leña se pueden sacar en quince horas ocho, nueve y diez botijas de agua dulce, y más si fueren necesarias (Quirós, cap. 47, 214-215).[36]