Desde la Antigüedad hubo un gran interés por la cuestión de las relaciones interartísticas. Horacio presentó una formulación sobre la cuestión e incluso fijó la terminología. En su Arte poética construyó el símil famoso: ut pictura poesis (como la pintura así es la poesía). Dion de Prusa se fijó en las diferencias y, al hacerlo, subrayó alguno de los temas que han condicionado la discusión hasta nuestros días: la poesía se desarrolla en el tiempo y puede evocar cualquier cosa y, en cambio, la pintura no cambia con el tiempo y sólo puede evocar la imagen humana. Nos acercamos al planteamiento de la reflexión sobre estas cuestiones por parte de figuras contemporáneas como John Berger, quien, hablando de cine y pintura, ha afirmado que hay una evidente diferencia entre ambos, puesto que la imagen del cine es móvil mientras que la imagen pintada es estática: «La imagen pintada transforma lo ausente —porque sucedió lejos o hace mucho tiempo— en presente. La imagen pintada trae aquello que describe el aquí y ahora. Colecciona el mundo y lo trae a casa». Por ejemplo, «Turner cruza los Alpes y trae consigo una imagen de la imponencia de la naturaleza». En cambio, en el cine las imágenes están en movimiento. El cine «nos transporta desde el lugar en que estamos hasta la escena de la acción. La pintura nos trae a casa. El cine nos lleva a otra parte». Saura se ha manifestado hábil para manejarse entre las artes, consiguiendo unos objetivos confluyentes con el uso de lenguajes diversos y complementarios.

La vocación cinematográfica de Saura está ligada a la fotografía. Premiado en prestigiosos festivales, ha sido ganador en dos ocasiones del Oso de Plata a la mejor dirección en el Festival de Berlín por La caza (1965) y Peppermint frappé (1967) y del Premio Especial del Jurado en el Festival de Cannes por La prima Angélica (1973) y Cría cuervos (1975). Como es sabido, antes de ser director de cine fue fotógrafo. Ingresó en la Escuela de Ingenieros para poder compaginar los estudios con su dedicación a la fotografía. Su inseparable Rolleiflex le permitió en 1951, con tan sólo diecinueve años, realizar una primera exposición en la Real Sociedad Fotográfica de Madrid. Abandonó pronto los estudios y se convirtió en el fotógrafo oficial de los festivales de música y danza de Granada y Santander. De esos viajes por España arranca el proyecto de exposición y libro que nunca realizó, «España, años cincuenta». Son fotografías de ciudades y gentes, pueblos, familias y calle, mucha urbanidad. A Hans Meinke debemos que algunas de estas imágenes se hayan salvado y pertenezcan ahora a la retina de los visitantes de exposiciones: «Carlos Saura fotógrafo. Años de juventud (1949-1962)» (2008) o «España, años cincuenta» (2016). El futuro cineasta recorría la Península con la cámara en ristre y, disparo a disparo, configuró una crónica visual muy personal de aquella época. Así, hemos podido ver una España preindustrial, que parece mostrar sus afinidades con el mítico viaje de Darío de Regoyos y Émile Verhaeren recogido en España negra. Desfilan parajes de Cuenca y sus habitantes, la matanza del cerdo en Cañete, las novilladas en la Zarzuela, Sanabria, Madrid y sus salas de baile, Castilla-La Mancha, Valencia y el Mediterráneo y Andalucía con olivares y casas blancas de cal. Son una crónica despiadada de la España de la posguerra y la dictadura. Según Oliva María Rubio, que fue comisaria de la exposición, «Sus fotografías dan cuenta de esa España triste y negra sumida en la pobreza, pero también de esa España que conserva sus ritos, sus fiestas y costumbres. La mirada de Carlos Saura sobre esa España y sus gentes es de empatía con un pueblo que había sufrido los estragos de la Guerra Civil y seguía sufriendo la pobreza, represión y falta de libertades del franquismo». La exposición no se realizó en su momento: «El proyecto se quedó en eso y la culpa la tuvo el cine». En 1957 le encargaron hacer un documental sobre Cuenca y en el año 1959, cuando preparaba su primer largometraje, Los golfos, le llegó la propuesta para incorporarse en la revista Paris Match. «Era el sueño de cualquier fotógrafo y aquella noche no dormí. Sin embargo se impuso el cine y no me he arrepentido de ello. Pero nunca abandoné la fotografía».

La pasión por la fotografía por parte de Saura ha sido explicada detalladamente, ligada siempre en su origen al entorno familiar:

Mi vocación fotográfica fue temprana. Si no me equivoco, empecé a los nueve o diez años con una Leica 6 x 9 heredada de mi padre, que había ido haciendo con ella el álbum familiar. Al principio, era una forma de conservar los recuerdos: luego, más tarde, un vehículo para expresar mi carácter introvertido. Sólo cuando pude hacerme con máquinas adecuadas comencé a hacer fotos decentes. Primero una Retina de la casa Kodak, luego una Rolleiflex 6 x 6 y, más tarde, una Leica M-3 —que conservo con cariño— me permitieron pasarme al profesionalismo. Lo que empezó siendo una afición se convirtió en una segunda piel, algo que forma parte sustancial de mi personalidad. Incluso cuando dejé de practicar la fotografía como profesional seguí conservando la afición, el amor hacia los libros y las revistas de fotografía y procuro estar al tanto de las novedades en cámaras y materiales. Supongo que fue la fotografía lo que me llevó al Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, desertando de Ingeniería Industrial, que parecía ser mi sino.

 

Una vertiente significativa de la actividad artística de Carlos Saura consiste en situarse entre las artes: cine, música y danza, pintura, literatura. En Goya en Burdeos realizó una película pictórica y teatral, con pocos elementos novelescos, en la que el elemento visual, sustentado por el excelente trabajo del director de fotografía Vittorio Storaro y el decorador Pierre-Louis Thévenet, resulta un espectáculo de luz, situaciones y sonidos. Sus películas de tema musical no son tan sólo una exploración de lo visual, sino una conjunción de artes. Como en las magníficas Flamenco o Fados, que van mucho más allá de ilustrar unos cantantes o bailarines en acción. La inclusión del Fado tropical, en interpretación de Chico Buarque, o la reconstrucción de un local de fados, Casa de Fados, para escenificar una fado-jam session, significan una interpretación musical, cinematográfica, cultural.

La relación entre cine y literatura, a pesar de las diferencias de lenguaje, está perfectamente trabada. Cine y literatura han protagonizado una íntima colaboración. El cine ha recibido de la literatura relatos, argumentos, formas y estilos. La literatura, en todo el último siglo, va recibiendo del cine diferentes modos de mirar, una concepción narrativa distinta, que acomoda en los autores literarios, en ocasiones, su mirada y su estilo. La originalidad de Ausencias, la nueva novela de Carlos Saura, está en la posibilidad de escribir una novela con profundas deudas con un mundo no sólo literario, sino fílmico —film noir— y fotográfico. Y, además, resuelve el elemento fotográfico a través de una doble versión: dibujada, a través de las ilustraciones, y también en un ejercicio particular de prosopopeya, de dar vida, convertir en personajes una selección de las más de seiscientas cámaras que configuran la colección del novelista. Así se supera la eterna polémica según la cual se rechaza la película lamentando que la complejidad del texto literario haya sido despreciada por la superficialidad de las imágenes.

Podríamos afirmar que la ficción es la excusa para convertir en personajes a parte de esa colección de cámaras que posee el propio Saura, reflejado en uno de los personajes de la novela. El abogado Mario —coleccionista de cámaras fotográficas y alter ego de Saura en la novela— asesora a la viuda del traficante de armas Martín Posadas, que apareció tiroteado en un coche, para la venta de la colección de cámaras fotográficas del difunto. Una faceta del Carlos Saura fotógrafo es la de retratista. De Pío Baroja, de Luis Buñuel, tenemos retratos que penetran la entraña psicológica y física del personaje. Y uno de sus trabajos más íntimos fue el proyecto Carlos Saura. Los motivos del espejo. Moi et Moi, que contenía una serie de retratos que hizo de su hermano Antonio en 1973. La instalación era una construcción visual parecida a un laberinto en la que el espectador podía descubrir imágenes, rastrear el pasado. Otras secciones de la instalación se titulaban «Jardín de senderos», relacionada con temas como el tiempo, la ausencia de final o la naturaleza cíclica de la narración en la obra del director. Aquí, en Ausencias, el autor incluye una galería de retratos de cámaras que tienen un aspecto casi humano.

Carlos Saura tiene su casa y su estudio lleno de dibujos o apuntes. Tiene una técnica —sin técnica— que cuenta así: «No hay una técnica. Normalmente, hago el dibujo primero, pero, como lo trazo con tinta, con estilográfica, entonces se corre al mojarlo con agua. Con acuarela se corre un poquito y me gusta mucho eso de que se mueva el dibujo y me cambie el trazo». El dibujo en Saura tiene una función casi terapéutica, relajante. Llegó a afirmar —imagino que fue una boutade— que él era mejor dibujante que su hermano Antonio. El dibujo sirve de entreacto, de pausa:

Lo de dibujar no es cuestión de tener tiempo. Lo que me ocurre es que descanso muchísimo. Estoy escribiendo un guión, por ejemplo, y me canso, me pongo a dibujar y es una maravilla. Otras veces me pongo a hacer fotografía. Es una forma fantástica de limpiarse el cerebro: cambiar de la escritura al dibujo o a la fotografía. Yo descanso así. La gente no se lo cree, pero a mí dibujar sobre todo me divierte. Ahora estoy haciendo unos dibujos muy extraños que no tienen nada que ver con el cine. Y también textos que me estoy inventando. A veces son aforismos o refranes. Me salen cosas muy curiosas y muy bonitas.