POR ÁNGEL ZAPATA
Para Fernando Valls
Sólo hay Nada, y todos los procesos tienen lugar
«desde la Nada hasta la Nada pasando por la Nada» (Hegel).
Slavoj Žižek
Existe una analogía entre el sentido de un relato y el oro que encontramos en los sueños. Los dos nos atrapan a menudo en la experiencia fascinante de lo que no se agota; los dos resultan difícilmente homologables, después, en los circuitos del valor de cambio. ¿Qué lectura valdría del todo, convencería del todo? Y, bien mirado, ¿cómo interpretar un cuento sin una renuncia previa y consecuente no sólo a convencer, sino incluso a apresar/amonedar lo esencial? Quizá por eso los mejores momentos de un comentario son a menudo aquellos en los que la lectura pierde el rumbo y divaga. Emancipado de supersticiones –metódicas o de otro tipo–, liberado de escrúpulos, el exegeta, sencillamente, se desliza hacia una lectura flotante, se deja arrastrar hacia el lugar (desconocido en él) en que la narración le ha interpelado.

Por esta vez al menos, me propongo empezar yo mismo por el final y leer La insignia de Julio Ramón Ribeyro exactamente en el lugar, y también en el modo, en que el texto me interpela. Una lectura doblemente parcial, pues: de un lado, porque voy a enfocarme en el párrafo de inicio (el sentido sólo aflora en toda su pregnancia y a la vez en toda su potencia de perturbación allí donde el discurso –lejos de agotar su tema– se interrumpe, se descompleta, se trunca); y lectura parcial, también, porque mi análisis no se propone como último objetivo nombrar el sentido del texto de Ribeyro, sino –ante todo– violentarlo, esto es, malentenderlo, desquiciarlo, forzarle a decir lo que seguramente no estuvo nunca en la intención del autor, pero que, aun así –o más bien por eso–, no deja de escucharse en la escritura.

En esta dirección, mi escucha de La insignia –lo digo de entrada– se origina a partir de un desnivel. Un desnivel sutil, escasamente perceptible incluso. En absoluto se podría afirmar que con él queda en entredicho la unidad de impresión del conjunto. Pero hay, con todo, un leve cambio de registro entre el primer párrafo del texto (que más que un planteamiento nos ofrece un inquietante prólogo a la acción) y el desarrollo posterior de la historia.

Como relato, en efecto, La insignia se encuadraría en el género de la farsa, con una textura en la que se parodian algunas constantes de la ficción de espionaje en combinación con otros recursos procedentes en su mayor parte de la literatura del absurdo. De las historias de espías, el relato de Ribeyro toma –y lleva a la caricatura– elementos como los disfraces, las citas secretas y las contraseñas, pero también –y más importante aún– la promoción de la peripecia al rango de factor estructurante del texto. De la tradición del absurdo, a su vez, la escritura incorpora la comunicación estereotipada y mecánica de los diálogos de sordos, el uso recurrente de los sinsentidos, etcétera. El resultado de la combinación, ya está dicho, es una farsa no sólo inteligente y bien trabada, sino hilarante por momentos y altamente original.

Ésta es, pues, la textura dominante en el cuento. Y sin embargo en el primer párrafo la escritura deja resonar una tonalidad levemente distinta. Su respiración evoca más lo serio que lo humorístico. Su atmósfera adquiere una cualidad que no sería impropio calificar de onírica. La representación parece flotar –sobre todo– en el elemento cautivador y denso de lo enigmático.

En esas frases iniciales, de hecho, es donde el relato hace aparecer la insignia misma, donde la insignia como tal se construye en el despliegue del discurso. Y quizá es más que una coincidencia el hecho de que Lacan –como escribe Jacques-Alain Miller–1 «(utilice) la palabra insignia para denominar la transformación de una realidad en un significante, o la transformación de lo real hacia lo simbólico». Habrá ocasión de volver sobre el concepto lacaniano de insignia. La propuesta, ahora, consiste sin embargo en recorrer detenidamente ese primer párrafo del cuento, en interrogar su extrañeza y su poder de imantación.

Éste es el texto, pues. Y, a fin de facilitar su análisis, lo segmentaremos a continuación en lexias o unidades de lectura:

«Hasta ahora recuerdo aquella tarde en que al pasar por el malecón divisé en un pequeño basural un objeto brillante. Con una curiosidad muy explicable en mi temperamento de coleccionista, me agaché y después de recogerlo lo froté contra la manga de mi saco. Así pude observar que se trataba de una menuda insignia de plata, atravesada por unos signos que en ese momento me parecieron incomprensibles. Me la eché al bolsillo y, sin darle mayor importancia al asunto, regresé a mi casa. No puedo precisar cuánto tiempo estuvo guardada en aquel traje que usaba poco. Sólo recuerdo que en una oportunidad lo mandé a lavar y, con gran sorpresa mía, cuando el dependiente me lo devolvió limpio, me entregó una cajita, diciéndome: “Esto debe ser suyo, pues lo he encontrado en su bolsillo”.

Era, naturalmente, la insignia y este rescate inesperado me conmovió a tal extremo que decidí usarla.

Aquí empieza realmente el encadenamiento de sucesos extraños que me acontecieron. Lo primero fue un incidente…».2

 

 

Lexia I: «Hasta ahora recuerdo aquella tarde en que al pasar por el malecón divisé en un pequeño basural un objeto brillante»

 

I.a. Hasta ahora

En el mismo instante en que el discurso narrativo aflora, hace aparecer detrás de sí un volumen indeterminado de tiempo. Ilusión de una trayectoria, de un espesor biográfico (o cuando menos cronológico), que habría precedido a este «ahora» en el que el acto de la enunciación señala su inicio, y que en una misma operación nivela y funde dos dimensiones: la dimensión (ficcional) del enunciado, la dimensión (virtual) de la enunciación, a la vez que complica –por la universalidad abstracta del «ahora»– la dimensión (real) de la lectura. Se produce así un cierto efecto de irradiación en el que ese «ahora» estaría mentando a la vez el ahora vivo del lector, el ahora (inmanente al texto) en que el enunciador enuncia y el ahora del tiempo representado en la ficción, dentro del llamado «tiempo de la historia».

 

I.b. Recuerdo

El discurso ficcional se acoge al registro (serio como pocos) de la memoria, y al régimen (solemne siempre) del testimonio.

«Hasta ahora recuerdo…» es, por una parte, un sintagma del tipo «Nunca olvidaré el día…» o «Aún sigue vivo en mi memoria el tiempo…»: fórmulas consagradas por la tradición y destinadas sobre todo a apuntalar la verosimilitud dentro de la ficción realista. Pero es también, por otra, un operador de inicio, es decir, una señal (vehemente) de que la narración empieza. Con todo, y puesto que el género de La insignia es la farsa, y no el drama, hemos de entender el recurso a este operador convencional más como una mención que como un uso. Su intención sería esencialmente paródica…, sin que por ello el discurso mismo deje de quedar envuelto en una cierta atmósfera de gravedad.

 

I.c. Aquella tarde en que al pasar por el malecón divisé en un pequeño basural un objeto brillante

 

  1. Pasar: Tiene el valor de una catáfora (anticipación) narrativa, en la medida en que en el nivel semántico connota el campo de lo impremeditado (el personaje no fue, sólo pasó por el malecón), que a su vez anuncia y prepara las isotopías del olvido, lo no significativo, etcétera.

 

  1. El malecón: Es la frontera, el límite, donde termina la tierra (espacio de lo conocido, lo ordenado, lo que queda sujeto a medida: el mundo humano) y se extiende el mar (territorio de lo ilimitado, lo vacío, la exterioridad, lo informe).

 

  1. Divisé: Connota la distancia entre el protagonista y el objeto, y refuerza igualmente la impresión del brillo (que consigue llegar hasta el sujeto salvando el trecho que los separa).

 

  1. En un pequeño basural un objeto brillante: La insignia (motivo central de la historia) se manifiesta en el discurso de forma progresiva. De este modo, en la primera aparición la insignia es todavía algo abstracto, indeterminado: «un objeto»; y lo que aflora a la representación es, antes que nada, su brillo.

Algo –que todavía no es un «qué» – resplandece.

Algo se arranca al ocultamiento.

El «desde dónde» de esto que se des-oculta es, aquí, la basura, es decir, la exterioridad ab-yecta, el lugar de los restos, de lo in-mundo: lo que no cabe en el plexo de útiles, dispositivos, modos de existencia y remisiones significantes que el mundo es. En este sentido, «un pequeño basural» es un agujero en la trama tupida y hasta cierto punto homogénea del mundo, y es –por lo mismo– un hiato que se abre en la consistencia de la experiencia subjetiva. Así, con eso que la narración todavía no nombra como «la insignia», algo fulgura para el sujeto en/desde el absoluto afuera.

(Pero a la constitución del mundo mismo ¿no le es acaso esencial la demarcación/expulsión de esta exterioridad in-munda? Ese pequeño basural ¿no es también, en cierto modo, el centro, la cavidad, el Ónfalo cóncavo/convexo desde el cual lo amorfo, lo indeterminado, lo oscuro, alumbran el ser? Ni los dioses inmortales, ni los animales, que no ven la muerte (Rilke), tienen mundo. Sólo el ex-sistente humano, ser para la muerte fermento fugacísimo, él mismo, de un pequeño basural, hace mundo, tiene mundo).

 

 

Lexia II: «Con una curiosidad muy explicable en mi temperamento de coleccionista, me agaché y después de recogerlo lo froté contra la manga de mi saco»

 

Elemento todavía in absentia, la insignia se contrae aquí hasta la insignificancia de una deixis intratextual (el «lo» que señala al sustantivo «objeto»), hasta la opacidad de un pronombre.

La insignia ya está en manos del sujeto. Y, aun así, todavía no accede al espacio de la representación, todavía no es un objeto del mundo. ¿Por qué?

Atendiendo al contenido de esta lexia ii, podríamos responder que porque aún falta, en efecto, un trámite: el breve ritual que la frase pone en escena. No pasemos por alto que la secuencia de la recogida podría prescindir de la notación «me agaché», puesto que el contexto ya la evocaría por si solo. Si la escritura consigna el gesto es para darle plasticidad y pregnancia icónica a la acción, parece claro…, pero a la vez es difícil no escuchar en esta insistencia cierto matiz reverencial. Algo en el sujeto se inclina ante ese fragmento del afuera. Y por eso también la operación meramente práctica de limpiar el objeto se carga de un valor simbólico y en alguna medida ceremonial. El sujeto frota el objeto contra sí mismo. Sujeto y objeto intercambian así sus cualidades, acceden a una cierta comunidad de sustancia. De este modo, la frase siguiente denotará que algo del sujeto ha pasado al objeto (sin duda, la capacidad de adherencia en relación a los signos). Y queda implícito que algo del objeto ha pasado al sujeto también: en la manga de su chaqueta, en efecto, están ahora la basura, lo informe, lo residual (ver lexia V.c).

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