POR JUAN CARLOS MÉNDEZ GUÉDEZ
1.

La isla.

Las islas. Una de sus perturbaciones más nítidas se me reveló en 1994.

Sucedió en las curvas de Nirgua; rumbo a una serie de charlas que daría Sergio Pitol en Barquisimeto junto a Ednodio Quintero. En medio del vapor vegetal, la tierra fragante, los árboles, las plantas, los penachos de nubes que rodean esa carretera en la que vivir es permanecer atento a cada sinuosidad del camino, escuché a Víctor Álamo de la Rosa hablar sobre la isla de San Borondón. No recordaba yo ninguna referencia anterior a ella; por eso me sorprendió cuando Marco Tulio Socorro reveló en ese mismo momento que en Venezuela también se conocía esta isla, quizá con un nombre bastante parecido.

San Borondón existía en España y en Venezuela con una idéntica capacidad fantasmática, impredecible. Se le podía mirar o no mirar desde La Palma o La Gomera; se le podía mirar o no mirar desde la Sierra de Perijá.

Se trata de una isla que figura en mapas desde el siglo xiii hasta el siglo xviii y para cuya conquista se desarrollaron al menos siete expediciones navales durante trescientos años.

Si se investiga sobre su existencia, la Historia general de las Islas Canarias de Viera y Clavijo ofrece datos que harían las delicias de Jorge Luis Borges: situada a unas cuarenta leguas de la isla de La Palma, tendría ochenta y siete leguas de largo y veintiocho leguas de ancho. Distancias similares a la que yo recorría en mi coche rumbo a las palabras de Sergio Pitol en esa oportunidad en que tuve noticias de ella.

Mapas, palabras, datos, San Borondón refulge nítida en su existencia. Juan de Abreu Galindo la situó a 10° 10’ de longitud y a 29° 30’ de latitud. Gente de mar, como Pedro Vello y Marcos Verde, dijo haber desembarcado en sus costas; Roque Nuñes y Martín de Araña afirmaron haberla avistado. Luego la isla ha tenido dos «apariciones» recientes: una reseñada por el diario ABC en 1958, periódico que incluso publicó una fotografía lejana y brumosa de sus costas; y hasta un vídeo de YouTube en el que dos personas afirmaban haber hecho un registro de su aparición en 2003.

Mientras escribo, contemplo un mapa de Guillermo Delisle fechado en 1707 en el que se la puede ver claramente dibujada en amarillo, colocada a la izquierda de El Hierro pero a una considerable distancia del resto del archipiélago canario. Lleva una nota que dice: «en este lugar, algunos autores han ubicado la fabulosa isla de San Borondón». Contemplo luego un mapa anterior: uno de Pedro Agustín del Castillo de 1686. Se trata de una representación más detallada de la isla y, al observarla, intento adivinar lo que me sugieren sus contornos: quizá un perfil humano si fijo mi atención en el noroeste, tal vez un ser alado con piernas cortas si la contemplo de norte a sur; a lo mejor una mancha de café sobre una mesa si la observo de este a oeste.

El escritor Sabas Martín, gran estudioso de este precioso mito, recupera en estos términos las descripciones de la isla soñada: considerable concavidad que se eleva por los lados en dos altas montañas, siendo mayor la de la parte septentrional.

Así, San Borondón pervive, aunque las técnicas modernas de cartografía descarten por completo su existencia.

 

2

Converso con Marco Tulio Socorro sobre ese recuerdo mío de hace veintiséis años. De inmediato me aclara que es imposible que dentro de la Sierra de Perijá pueda existir una isla, lo que, al escuchar sus palabras, resulta una evidencia irrefutable. Le pregunto si puede tratarse de alguna otra aparición fantasmal; una montaña, una isla voladora, un reflejo.

Él conoce la historia de la isla fantasma pero no recuerda la conversación que le refiero y, desde luego, mucho menos recuerda haber afirmado que escuchó una historia semejante en su infancia.

Quedamos en volver a conversar por si descubre algún dato que permita explicar el extravío de mi memoria y mi imaginación.

Pienso luego que, en el fondo, la isla ha sido fiel a sí misma. Apareció en mi vida como una confusión de palabras, una referencia muy clara que me ha acompañado muchos años, y ahora desaparece de golpe. La isla estuvo, la escuché, la comenté en alguna conferencia en Madrid, Bogotá o Ginebra; escribí variaciones alrededor de su existencia venezolana, y en tan sólo unos segundos se disipa y persiste tan sólo como un océano de aguas limpias, despejadas.

 

3

Me resigno al extravío de la isla; pienso durante algunos días que esa es una cualidad esencial de lo insular: aparecer, desaparecer según los caprichos de la luz y de quienes las miramos en la distancia por no haber vivido en ellas. El ser insular quizá respira, vive, roza la isla, pero no puede mirarla porque está dentro de ella. Nosotros las contemplamos, pero el movimiento, el clima, las dibujan y las borran en nuestras pupilas.

Para disipar mi enojo y mi confusión me dedico a recuperar las islas leídas a lo largo de la vida. Descarto la cronología, porque el tiempo de las islas es otro tiempo y el tiempo de los lectores es un tiempo personal, quizá intransferible.

La primera isla que recuerdo es la isla de Jackson, una isla abandonada donde Tom Sawyer y Huckleberry Finn solían esconderse para huir del universo adulto y de sus peligros. Para mí poseía ese encanto. Lugar del aislamiento, lugar tomado por la flexibilidad de la infancia y sus transformaciones lúdicas.

Incluso, cuando Huckelberry la utilizó para salvar su vida y ya no como una travesura de la niñez, la isla reavivó en mí su aspecto de lugar protegido, de punto especial dentro de una geografía íntima en la que la salvación era posible no sólo mediante el juego, sino también a través del sigilo y la astucia.

Leo que la isla Jackson es real aunque el río Misisipi la ha cortado en tres secciones por lo que el territorio que escribió Mark Twain no existe del mismo modo en que fluyó dentro de sus novelas. Me parece natural que así sea; en este caso no pierdo una isla; lo que siempre me interesó de ella estaba en esos dos títulos: Las aventuras de Tom Sawyer y las Aventuras de Huckleberry Finn, que devoré hasta el cansancio durante mi infancia.

Otra isla fundamental de las primeras lecturas: esa isla de la desesperación y la desesperanza que atrapa a Robinson Crusoe. Un libro que mostraba en su primera edición un generoso título que puede ser una herramienta mnemotécnica para quienes entren en sus páginas: La vida e increíbles aventuras de Robinson Crusoe, de York, marinero, quien vivió veintiocho años completamente solo en una isla deshabitada en las costas de América, cerca de la desembocadura del gran Río Orinoco; habiendo sido arrastrado a la orilla tras un naufragio, en el cual todos los hombres murieron menos él. Con una explicación de cómo al final fue liberado por piratas. Escrito por él mismo.

No es sencillo separar el encantamiento que produjo aquel libro en los ojos de un niño y la información que los años fueron sumando a esas lecturas. Por un lado, el lastre de reconocer que ese amado título es también, y como supongo resultaba habitual en la época, un libro basado en la idea de la superioridad europea sobre el resto de la humanidad; pero, sobre todo, la evidencia del hechizamiento actual que me genera reconocer en este título un recurso similar al de otro de mis libros preferidos: el Lazarillo de Tormes, la construcción de un artefacto narrativo ficcional cuya primera estrategia lúdica es reclamar para sí mismo y con divertida insistencia el estatus de documento real, fidedigno, autobiográfico. Poderoso juego que acentúa la ficción desde el momento en que parece negarla.

En ambos volúmenes, separados por más de ciento cincuenta años, el género balbuceante de la novela, tal y como la entendemos hoy día, solidifica su carácter de espacio para la libertad, el juego y la ficción pura, a partir del enmascaramiento de un yo que se pretende real, cuando en verdad es una deliciosa máscara de palabras.

Pero lo admito, en aquel momento sólo existía la isla. La presencia inabarcable, intimidante y seductora de una isla. Lugar de salvación, lugar para el inmenso silencio que hace posible la palabra más íntima, más secreta y poderosa.

Al hablar de nuestro tiempo, Georges Steiner decía que «el silencio se ha convertido en un lujo». Quizá yo miraba en ese personaje desolado de Robinson Crusoe el privilegio de alguien que accede a un lujo inapreciable: el silencio donde sólo sucede la respiración propia que yo atribuía a lo insular. Existir en el ruido de los pájaros, en la repetición de las olas, en el soplar del viento, en los pensamientos del personaje.

Esa mirada ingenua sobre lo que significaba habitar a solas una isla era lo que más me conmovía de esas páginas. Ya para ese entonces, yo había hecho el descubrimiento de la soledad sinuosa y vigorizante de los libros, y ¿no es en el fondo todo libro la escenificación de una isla? Palabras íntimas rodeadas por todos lados del fragor ruidoso que son las palabras desatadas del mundo ajeno.

El libro es palabra insular dentro de uno. Frente a la furia de la palabra que llega desde el incontrolado entorno: discursos, noticias, chismes, datos, gestiones administrativas, canciones ajenas, obligaciones cotidianas, repeticiones huecas, el libro es territorio pleno de la intimidad. En el libro sucede la existencia como una música que intenta el ordenamiento de lo propio en relación al cosmos; en el libro, las palabras son melodía insular que protege de eso que un atormentado personaje de Patricia Highsmith describía en su novela El hechizo de Elsie como «la música incesante que no era un simple ruido, ni una sola cancioncilla banal y estridente, sino la mezcla de dos o tres canciones… un ejemplo de la humanidad enloquecida amontonando desorden sobre el desorden».

 

4

Vinieron luego otras islas. La isla del diablo donde el Endriago, con su apariencia feroz y su mezcla aterradora de león, águila y dragón, es vencido por el Caballero de la Verde Espada en el Amadís de Gaula, después de un combate corto pero feroz en la que el afamado caballero sufre un peligroso envenenamiento que lo coloca al borde de la muerte.

Otra isla caballeresca: la isla de California en Las sergas de Esplandián, descrita como lugar habitado por mujeres negras que podían sentirse orgullosas pues: «Su isla era la más fuerte de todo el mundo, con sus escarpados farallones y sus pétreas costas. Sus armas eran todas de oro y del mismo metal eran los arneses de las bestias salvajes que ellas acostumbraban domar para montarlas, porque en toda la isla no había otro metal que el oro».

Para muchos, esta mención literaria produjo el nombre que hoy acompaña a la zona oeste de los Estados Unidos. Desde luego, es una delicia contemplar el mapa de Joan Vinckeboons en el que en 1650 refleja California como un territorio insular. Un error cartográfico maravilloso que evoca de manera oblicua la San Borondón española; sólo que ahora los ojos contemplaban una isla inexistente surgida de un territorio real.

La literatura sueña islas que luego las personas descubren, inventan o dibujan.

 

5

Claro que dos islas perdurables en la memoria de todo lector son Ítaca y Eea. El lugar del regreso, el lugar de la hechicería.

El poema homérico condensó la primera de ellas como metáfora de la casa, de la necesidad del agreste retorno; imán que atrae con paradójica fuerza en la que la atracción de la vuelta es tan poderosa como la seducción de la posposición y el desvío. Ulises avanza hacia el añorado hogar, pero él y sus aventuras consiguen siempre el modo de retrasar el retorno.

En Eea, otra isla homérica, habita Circe, peligroso ser que posee la capacidad de transformar a los humanos en animales. Circe es la atracción y el peligro de las fuerzas mágicas que en una isla parecen concentrarse. Sólo Ulises, con la ayuda de los dioses, es capaz de superar su hechicería.

Circe irrumpe siempre como el temor, la reverencia, y la curiosidad que vive en las penumbras. Confieso que desde hace un tiempo la imagino con nitidez a partir de dos cuadros de Waterhouse: «Circe ofreciendo la copa a Odiseo» y «Circe invidiosa» (este último basado en la Metamorfosis de Ovidio). Bella mujer, con una luminosidad de piel que exuda poderío y que observa con mirada torva, seductora y amenazante; ojos donde la magia asoma su lado más vertiginoso.

Los dos cuadros de Waterhouse, en los que esta bruja insular se encuentra a punto de ejercer sus artes de encantamiento, se me confunden por momentos en uno solo: logro contemplar a Odiseo (Ulises) reflejado en el espejo mientras ella le ofrece la pócima y, a la vez, contemplo el agua verdosa, brillante, que crece como un hilo mineral que tiene la misma tensión corporal que la hechicera. Reiteración en la que Circe es su cuerpo líquido y es un líquido que también es cuerpo.

Ya se sabe que la isla, las islas, concentran sus imágenes dispersas en una imagen única y múltiple; la isla, completamente rodeada de agua, toma sus historias y las fusiona del mismo modo en que hacen los sueños.

Pero volviendo a la Odisea, imposible no acotar que aparecían allí otras islas refulgentes, necesarias: Ogigia, Eolia, Trinacia, Esqueria. Al releer, algunas resignifican su fascinación, pero cuando intento recuperar esta historia sólo a través de la memoria, apenas retornan con nitidez las dos que he mencionado al principio. Soy carne del olvido en las lecturas, pero ese agujero es necesario para que la vida fluya, pues como dice Magaly Villalobos en su precioso libro Hilaturas: «Sin Olvido parece no ser posible el cambio. Sin Olvido la vida no es vida, estaríamos congelados en el tiempo».

Vivo en la medida que leo islas; y recuerdo algunas; y pierdo otras.