23

POR CARLOS JAVIER GONZÁLEZ SERRANO

Era la imaginación, no la razón, la que meditaba; y es lo que sucede siempre. La razón discurre, no medita; la meditación es imaginativa. Y nada más hermoso que una imaginación infantil, de alas implumes, cuando medita.

Miguel de Unamuno, Recuerdos de niñez y de mocedad

 

La inmensidad del Unamuno novelista es inapelable. Su faceta literaria ha permeado gran parte del siglo xx y su influencia fue masiva —y decisiva— en la cultura de su tiempo. Fue precisamente a partir de 1900, al alcanzar la rectoría de la Universidad de Salamanca, cuando se convirtió en un personaje de pública notoriedad. Su obra —poética, novelística, ensayística— evoluciona en paralelo con los avatares biográficos que hubo de afrontar, y siendo estos, como fueron, pluriformes e intrincados, así resultaron también sus escritos, en los que se esbozan situaciones que pretenden mostrar el aspecto más proteico de la existencia humana.

Sin ninguna duda, se da una unidad de temas, una sintonía de espíritu en todo lo que vertió la pluma del bilbaíno. Y, sin embargo, la obra toda de Unamuno responde a un intento, a un constante tanteo de posibles desenredos para abordar problemas embrollados y seguros. Tales intentos nunca obtienen una satisfacción o resolución definitiva, y tan sólo aletean en un mar de aguas fangosas con el riesgo de hundirse para siempre. No fue nuestro autor un escritor de tratados sistemáticos, incluso cuando se lo propuso, como tampoco pueden ser sistemáticas, fijas o rotundas las salidas que para el laberinto de nuestra vida podemos encontrar. Y ello, como escribía en marzo de 1895 —En torno al casticismo, porque la realidad no se da de una vez para siempre, sino que es un macizo por esculpir: «¡Cosa honda y difícil conocer el hecho! Conocer el hecho, distinguirlo de otros y distinguirlo con vida, rehaciéndolo en nuestra mente». Cada acontecimiento necesita de una (re)interpretación, de una reelaboración por parte del sujeto que lo vivencia, que lo experimenta: es decir, que lo vivencia y experimenta como suyo. Esta «propiedad» de los hechos, este tener-que-hacer-nuestro lo que ocurre, prefigura ya aquel orteguiano imperativo de vernos varados en nuestra circunstancia, de habérnoslas con cuanto nos circunda. Y así, escribía en el artículo «La leyenda del eclipse» (1900): «¿Es que acaso sabemos lo que la realidad nos da y lo que a la realidad damos? Sacamos del mundo lo que en él ponemos y en él ponemos lo que de él sacamos; somos parte del mundo mismo».

Una sola es la intención del Unamuno ensayista: despertar a su lector de una modorra, de una soñarrera en que suele habitar por falta de conciencia de su yo, de su contexto, de su vivencia singular. Y puesto que «sólo el sentimiento es creador», de igual manera sólo cuando cae sobre el humano hombro el peso de su circunstancia es cuando logra comenzar a comprender la candidez con la que hasta ese momento se ha dejado arrastrar por la existencia. Como el Quijote que dibujó en la obra unamuniana dedicada al personaje de Cervantes, para don Miguel la inspiración sentimental —y no la razón calculadora (en esto hay ecos constantes de su admirado Giacomo Leopardi)— ha de ser principio rector de la conducta. Una inspiración que viene dada por el sentimiento de inasumibilidad de la vida en su conjunto, que siempre se escapa de entre las manos como frágil arena.

A cada paso le dolió y estremeció, pero también le sedujo, el misterio a Unamuno. El misterio de la existencia del que todo cuanto vivimos se encuentra preñado. Es por eso que toda su obra esconde una expresión única y muy sentida de los conflictos y batallas (o digamos, de la lucha, Kampf, concepto muy afín a Arthur Schopenhauer) que tienen lugar en nuestra conciencia: la batalla que, como ya apuntara Pascal, se da de continuo entre el corazón y la cabeza. Empezando, desde luego, por ese Dios ignoto, dolorosamente desconocido, al que siempre apeló su irrenunciable religiosidad desde su más temprana juventud. En su Canto espiritual, escribía Unamuno: «¿Por qué te escondes? ¿Por qué encendiste en nuestro pecho el ansia / de conocerte, el ansia de que existas / para velarte así a nuestras miradas? […] ¡Quiero verte, Señor y morir luego, / morir del todo, / pero verte, Señor, verte la cara, / saber que eres! ¡Saber que vives!… ¡Que te vea, Señor, y morir luego!». Y así, andando el tiempo, sus inquietudes, o su inquietud, en singular, se tradujo en una insaciable sed de obtener un saber certero, inquebrantable, de una eternidad de la que aquí sólo logramos desgajar breves y muy efímeros fragmentos. A pesar de tener presentes las limitaciones del conocimiento humano, Unamuno siempre fue en pos del «porqué del porqué», como él lo llamaba, o la razón de las razones, dándose de bruces una y otra vez contra una voluntad que, como escribiera Fernando Pessoa en el Libro del desasosiego, «quiere serlo todo pero no puede ser nada».

Unamuno fue autor polifacético, prolijo, contundente. Desde muy temprano, comenzó a escribir como una forma natural de autoconocimiento y consuelo. Su obra recoge, sin duda, uno de los testimonios más valiosos del turbulento final del siglo xix en España y Europa y del no menos agitado comienzo del xx. En sus Cuadernos de juventud, editados por la Universidad de Salamanca, encontramos ya a un Unamuno intimista, cercano, peligrosamente sincero consigo mismo, ácido, crítico, directo, poco dado a la teoría más puramente diletante, transparente, carismático: a un hombre que, en definitiva, está cobrando tenaz consciencia de sus fuerzas espirituales e intelectuales. A tales escritos se refiere de este elocuente modo: «Mis hijos hasta hoy han sido estos cuadernillos fríos, […] sin luz ni vida en que he ido enterrando mis ilusiones, mis ideas, mis sentimientos, mis estudios, toda mi alma». En ellos, el joven Miguel vierte el producto de su soledad, de sus reflexiones más hondas, de lo inconfesable, lo que hace cobrar al lector una imagen completa de su carácter y sus más tempranas aspiraciones: «Muchos ponderan mi talento. Lo que yo sé lo saben muchos y muchos más saben más de lo que yo sé; pero ninguno tiene más corazón que yo tengo ni sabe sentir más de lo que yo siento. Yo quiero, quiero mucho y con mucha fuerza y de ahí arrancan como de raíz todas mis alegrías y todas mis tristezas».

A pesar de su primeriza militancia en las filas socialistas, Unamuno siempre fue un tenaz defensor del individualismo; al igual que tantos otros autores de la época, como el mismísimo Freud o, más tarde, Elias Canetti o el propio Ortega, don Miguel no aceptó nunca la sumisión del individuo a la colectividad, que, aseguraba, fulmina los ahíncos más personales de cada cual, supeditándolos a esa masa informe que iguala y domeña. Un aspecto que encierra una indudable raigambre kantiana: el ser humano nunca ha de ser empleado como medio, sino siempre como fin. En su ensayo titulado «La dignidad humana», un Unamuno irreverentemente actual nos ponía sobre aviso al asegurar que el capitalismo encierra horribles (y en ocasiones indetectables, por silentes) consecuencias en la valoración del individuo singular, que es convertido en pura mercancía: el capitalismo es un sistema económico que nos expone a un mercantilismo que pasa por alto la dignidad humana, esto es, la capacidad de reivindicarse como individuo, como ser particular frente a la colectividad. Unamuno sólo entiende el individualismo como un desarrollo singular que no crezca a expensas de los demás y, mucho menos, a la sombra de un sistema económico o social. El individualismo es lo que impide que el dogmatismo se extienda y, por tanto, para constituir una sociedad crítica y consciente de sí y de sus problemas ha de despertarse en ella el ahínco por sobresalir, por querer ser quien se es. Y esto sólo se consigue en la puja, en el constante embate, tan nietzscheano, de los unos con los otros, desde muy pronto. Así, escribía en la primera parte de sus Recuerdos de niñez y de mocedad: «En el choque de las pasiones infantiles es donde se fraguan los caracteres, y por eso cuando veo que dos mocosuelos se están dando de mojicones, lejos de acudir a separarlos, me digo: “Así, así es como se harán; es el aprendizaje de la lucha por la vida”. […] Y no es la voluntad de arriba, la del padre o la del maestro, la que nos enseña a dirigir la nuestra, sino la de enfrente, la del otro muchacho que quiere lo que yo no quiero». O en este otro fragmento de 1904, en el artículo «Después de una conversación»: «Hay que echar raíces. ¿Dónde? En sí mismo: en la propia infinitud, en la eternidad propia. Hay que echar raíces. ¿Dónde? En la soledad, mejor que en el mundo».

Unamuno, ya se ha dicho, no buscó la sistematicidad en sus escritos, pero tampoco en su vida. Su producción intelectual está repleta de cuestionamientos, de dudas siempre por resolver, empleando para ello en múltiples ocasiones el tono más íntimamente confesional y apelando, a su vez, a los sentimientos. De nuevo, nos topamos con ese individualismo acérrimo, que no puede eludir el yo que expresa, una y otra vez, sin descanso, sus cuitas espirituales. El objetivo resulta ser siempre escudriñar la conciencia, sin apelación al mundo exterior. O, al menos, no en una apelación unívoca. Como ya dejara apuntado el joven poeta Novalis, el misterio mora en el interior, y demasiado se ha ido hacia fuera cuando, realmente, el meollo de la existencia se encuentra en nuestro más abismático fondo (en ese fastidioso yo —leidige Selbst— que pregonara Schopenhauer), en un yo siempre por descubrir y develar, y que puja por enseñorearse sobre todo y sobre todos. Como los heterónimos de Pessoa, también en Unamuno se da una concatenación y pluralidad de la yoidad, que, a cada momento de la vida, se desdobla en busca del sentido último. Pues «cada uno de nosotros es una procesión de yoes sucesivos, a la vez discordantes y contradictorios» (1914).

Una angustiante sensación de imposible reconciliación con el sí mismo que solamente puede hallar apaciguamiento en la unidad primigenia, en la divinidad, y, en concreto, en la forma literaria de la poesía. En el soneto «La unión con Dios», tan profundamente unamuniano, leemos: «Querría, oh Dios, querer lo que no quiero: / fundirme en ti, perdiendo mi persona». Reflejo ambos versos del manifiesto espíritu contradictorio, tan rico y llamativo, presente en toda la obra de Unamuno. Localiza un pavor inaudito en dejar de ser él (no es otro el tema de Del sentimiento trágico de la vida), en abandonar su individualidad, pero, a la vez, parece ser la única solución para dejar atrás para siempre la egolatría y dolor propios de este mundo humano.

Por otro lado, de todos los autores noventayochistas, fue acaso Miguel de Unamuno el más hondamente inquietado e incluso alarmado por los derroteros de aquella «España doliente» —así la denominaba él mismo— de fin de siglo, aquella España que se abocaba a una peligrosa disgregación en separados reinos de taifas y que, parecía, quería olvidar rápidamente su historia para asentar nuevas pero acaso frágiles bases que forjaran, también, un nuevo destino. Unamuno, junto al tempranamente desaparecido Ángel Ganivet, expresa como nadie los estertores de una nación que pujaba por (re)encontrar su identidad. A la vez, y sobre todo, es Unamuno escritor de temas comunes, universales, «cordialmente necesarios». El mismísimo Jorge Luis Borges dedicó al autor vasco, recién fallecido este, un artículo intitulado «Inmortalidad de Unamuno», en el que se refería a él como «el primer escritor de nuestro idioma», e invitaba, como homenaje, a «seguir las ricas discusiones iniciadas por él» y a «desentrañar las secretas leyes de su alma». El filósofo madrileño José Ortega y Gasset también dijo de él que, al cesar su voz, «temo que padezca nuestro país una era de atroz silencio». Testimonios que dejan patente la importancia sobresaliente, en lo literario y en lo intelectual, del que fuera rector de la Universidad de Salamanca.

Reparemos un momento en su faceta novelística. Sus más inolvidables y conocidas historias (Paz en la guerra, San Manuel Bueno, mártir, Amor y pedagogía, Abel Sánchez, La tía Tula Niebla) se entremezclan en esa biblia que constituye la obra narrativa unamuniana con otras menos célebres o reconocidas. Es el caso de la primera novela de Unamuno, a la que él mismo llamó su «benjamina», Nuevo mundo (1896), que escribió y desarrolló a la vez que Paz en la guerra, aunque sus argumentos no tienen parecido alguno. Resulta curioso que Nuevo mundo haya pasado tan desapercibida y haya sido tan escasamente comentada, si tenemos en cuenta su enjundia metafísica y biográfica, que en este caso aventaja al aspecto más novelístico o literario de esta temprana creación unamuniana. Por eso, nos fijamos ahora en ella, donde es posible rastrear los temas existenciales que más inquietaban, e incluso asediaban, el alma de un todavía joven pero ya maduro Unamuno, antes de su gran crisis espiritual (y también física y psicológica) de 1897. Ese «nuevo mundo» que da título a la novela sirve de telón de fondo para anticipar al lector el despertar no sólo del protagonista de la historia, sino también, y sobre todo, de la de su autor. Como apunta muy acertadamente el profesor Garrido Ardila: «Esta novela contiene y explica la progresión filosófica de Unamuno: el viaje existencial desde el catolicismo de la infancia a la apostasía inspirada por el positivismo racionalista y el rechazo posterior de este, lo cual explica y certifica que la crisis de 1897 se inicia ya, al menos, hacia finales de 1895».