Más aún, ¿hay alternativa viable a la sociedad liberal-capitalista o el catálogo de los modelos organizativos disponibles para sociedades complejas es más limitado de lo que nos gustaría? ¿Es la globalización el camino que hay que seguir, o convendría moderarla a fin de respetar un localismo cognitivo enraizado en cualquier ser humano?
Indudablemente, el aumento de la capacidad explicativa de las ciencias naturales –ferozmente discutido por las ciencias sociales y a menudo con buenas razones– ha encontrado un marco cultural más receptivo a sus hipótesis tras el debilitamiento del culturalismo que predominó en los años setenta y ochenta. Por esa razón, los argumentos de raigambre biológica o evolucionista han gozado de una novedosa legitimidad que ha permitido, para empezar, que preguntas de esta índole puedan siquiera plantearse. Eso no significa que esos argumentos sean correctos, por verosímiles que parezcan. Pero hay que darles la bienvenida a la conversación.
¿Darwinismos sociales?
Se plantea así en este contexto la pregunta sobre la «naturalidad» del sistema político liberal-capitalista: la posibilidad de que las instituciones liberales hayan prevalecido porque son las que mejor se ajustan a la naturaleza humana. Es una pregunta con ecos hegelianos, aún cuando la conversación discurra por otros derroteros: la filosofía de la historia hegeliana no dejaba de ser una teleología, cuya máxima forma de expresión es la célebre idea de que «todo lo real es racional y todo lo racional es real». También sería una teleología la hipótesis evolucionista sobre la naturaleza de nuestras instituciones sociales, pero no estaríamos ante una teleología racional sino natural. Podríamos así decir: «Todo lo social es natural y todo lo natural es social».
Desde ese punto de vista, la caída del comunismo –punto de partida de la plausible aunque malentendida tesis del hegeliano Fukuyama sobre el fin de la historia– habría venido a confirmar que hay rasgos humanos que no se dejan malear tan fácilmente por los ingenieros sociales del racionalismo coercitivo. Por eso podría concluirse que hay marcos institucionales y reglas sociales más compatibles con esos rasgos, que ofrecen por ello a largo plazo mejores resultados colectivos. Sobre esto también tiene algo que decir el biólogo Erle Ellis, quien por ejemplo apunta cómo la propiedad comunal es posible y aun razonable en comunidades pequeñas, pero incompatible con unas sociedades complejas de gran escala que no podían dejar de emerger en el curso de una evolución social marcada por los rasgos –ultrasocialidad, transmisión cultural, especialización– antes aludidos. Sobre este punto han insistido recientemente Steven Loman y Philip Fernbach, subrayando la naturaleza colectiva de la inteligencia humana: el conocimiento se acumula y da forma a una suerte de exocerebro social del que nos beneficiamos individualmente, sin que cada uno de nosotros sea responsable sino de una pequeña porción del mismo[9].
Es evidente que acechan aquí varios peligros metodológicos. Podemos tomar los rasgos sociales triunfantes como rasgos universales, sin demostrar que realmente lo sean ni la razón de que puedan serlo, eludiendo la extraordinaria diversidad de las culturas humanas. Si hablamos de la especie y no de las poblaciones, que es la unidad de medida evolucionista, este riesgo se agrava. También cabría tirar de trazo grueso a la hora de establecer analogías entre el funcionamiento de los sistemas biológicos y los sistemas sociales. Pero si se afirma, por ejemplo, que las instituciones y las normas que sobreviven son las más adaptativas, operando para ellas un mecanismo de selección cultural análogo al de selección natural descrito por Darwin, ¿estamos usando una metáfora o trazando una analogía rigurosa que, de hecho, puede explicarse apuntando a una misma raíz biológica? O, en términos con resonancias marxistas, ¿es la cultura humana un mero epifenómeno del sustrato genético y biológico de la especie, o lo son las culturas, en plural, de cada población?
Desde un punto de vista foucaultiano, sería absurdo hablar de esencias sin prestar atención al modo en que la propia «naturaleza humana» se ha desplegado históricamente. Por el contrario, estamos obligados a «historizar» tanto la subjetividad como las instituciones sociales, revelando con ello su mutabilidad y ambivalencia, así como la vulnerabilidad (o plasticidad) de los seres humanos ante sus propias representaciones culturales. Es verdad que la verosimilitud de esta perspectiva teórica depende en gran medida del mantenimiento del mito de la tabla rasa. Sin embargo, el proyecto arqueológico del foucaultianismo, depurado de excesos, conserva su utilidad como forma de estudio de la historia de la cultura y recordatorio del papel decisivo de ésta frente a las hipérboles del naturalismo. Por esta razón, como nos recuerdan los hermanos Castro Nogueira, las ciencias sociales y las humanidades han venido hablando, al menos desde Sartre, de «condición humana», a fin de evitar la idea de una «naturaleza» a la vez esencial y común.
Sea como fuere, el consenso emergente en las últimas décadas apunta hacia una convergencia en el centro: el rechazo por igual del determinismo sociobiológico que encuentra razón genética para conductas e incluso instituciones y del desencarnamiento culturalista que concibe al ser humano como una entidad moldeada por la cultura sin intervención reseñable de los mecanismos psicobiológicos. Todo indica que la información genética no opera sin interactuar con el entorno, que se convierte así en causa de la activación de unos u otros genes; de elucidar esta relación se ocupa la epigenética. Asimismo, podemos hablar de una co-evolución histórica entre individuo y sociedad, de una dialéctica cuyos dos componentes son necesarios por igual. Igual que las propuestas sociobiológicas deben aceptar, al menos mientras carezcamos de evidencia científica suficiente, la influencia emergente de las representaciones culturales, las ciencias sociales deben admitir ciertos límites a la plasticidad de nuestro aparato cognitivo.
La hipótesis de un naturalismo liberal
Merece la pena indagar un poco más a fondo en este asunto, a fin de someter a prueba la idea de que las instituciones liberales han prevalecido porque se adaptan mejor a la naturaleza humana. Si afirmamos esto, también estamos afirmando implícitamente que la naturaleza humana ha producido esas instituciones al desenvolverse históricamente. Desde luego, no se trata de una afirmación baladí.
La primera dificultad que se plantea consiste en discernir qué es exactamente la naturaleza humana y qué rasgos contiene su núcleo básico, con el que se corresponderían –o no– determinadas instituciones. Hay que evitar un razonamiento tautológico conforme al cual la perdurabilidad y difusión de determinadas instituciones –imperio de la ley, derechos civiles y de propiedad, libre mercado– sea considerada como prueba suficiente de su «naturalidad». Máxime cuando por tal naturalidad habría que entender aquí, por tanto, inevitabilidad. En este trabajo, nos limitaremos a explorar concisamente dos interrogantes:
- ¿Es la teoría darwinista de la evolución compatible con la concepción moral del liberalismo clásico?
- ¿Puede establecerse una correspondencia o analogía entre la teoría darwinista de la evolución natural y el argumento liberal sobre el funcionamiento del mercado?
Para empezar a responderlas, corresponde hacer un breve ejercicio de precisión terminológica que nos permita dilucidar qué son exactamente el darwinismo y el liberalismo clásico.
Pues bien, hay que entender por darwinismo la tesis según la cual toda la vida biológica terrestre desciende de un ancestro común, habiendo evolucionado hasta hoy mediante una selección natural que actúa a partir de variaciones aleatorias en los organismos de las distintas especies. La selección natural es el mecanismo que permite a los organismos mejor adaptados dentro de una población vivir más tiempo y reproducirse con más éxito; con el paso del tiempo, la entera población desarrollará los rasgos físicos de los miembros mejor adaptados. Aunque Darwin era una suerte de teísta, la divinidad no juega ningún papel en su teoría: todo en la naturaleza es el resultado de unas leyes establecidas y fijas, sin que ninguna inteligencia superior guíe el proceso de selección natural. Es obvio que hay un hueco por donde podrá salvar el creyente su fe en la providencia: las causas primeras pueden ser obra de la divinidad, que ha dejado su desenvolvimiento –en forma de causas secundarias– a la naturaleza misma. Pero el mecanismo de la selección natural, sea cual sea su origen último, basta para explicar la evolución de la vida sobre el planeta.
En cuanto al liberalismo clásico, la dificultad para definirlo con precisión estriba en la rica diversidad interna de la tradición liberal: el protoliberal Thomas Hobbes poco tiene que ver con John Locke, a su vez bien distinto a John Stuart Mill; lo mismo podemos decir, más tarde, del contraste entre Friedrich Hayek y John Rawls, por mencionar dos ejemplos representativos. Si nos limitamos al liberalismo clásico, su núcleo histórico consiste en el énfasis en la autonomía individual y el recelo ante el poder expansivo de un Estado centralizado. Aun así, el racionalismo propio del liberalismo continental, asociado a los revolucionarios franceses, se distancia del más escéptico liberalismo anglosajón. Éste, viendo al ser humano como un sujeto sometido a las pasiones, defiende el gobierno representativo y descentralizado, las libertades y los derechos individuales, la falibilidad del ser humano y de su conocimiento, así como la preferencia por un orden político y económico espontáneo antes que planificado.