Se trataría de determinar, por tanto, si los principios del liberalismo clásico, una vez puestos en práctica, se consolidan y difunden debido a su correspondencia con las tesis de Darwin sobre la selección natural y el origen de la moralidad. Es verdad que tendríamos entonces que suponer que los pensadores que los formularon poseían una intuición preternatural que los llevó a poner negro sobre blanco una suerte de biblia adaptativa; pero también cabría explicar su acierto como fruto de la observación de fenómenos sociales tan antiguos como el intercambio, la comunicación interhumana, el mercado o el estatus. Más difícil se antoja responder a la objeción de que, si estos son los principios naturales para la organización social, todos los demás son antinaturales y, si bien se mira, habrían de ser catalogados como inadaptados, ya que esto último, me temo, no resulta probado por el éxito universal –o casi– de las instituciones liberales. En otro de los textos incluidos en este dossier, los hermanos Castro Nogueira sostienen de manera convincente que la persistencia del nacionalismo puede explicarse a partir del carácter «natural» del tribalismo y el correspondiente deseo de pertenencia. Y nada hay más alejado del principio liberal de autonomía que la primacía de las identidades colectivas.

 

Exploraremos a continuación los dos dilemas que –en forma de interrogantes– se han formulado más arriba, a fin de evaluar la compatibilidad entre naturaleza humana e instituciones liberales. Después, ensayaremos una vía alternativa que se asienta sobre la idea de que existe un «modo de ser» de la especie humana, que nos permite explicar por qué ciertas instituciones o normas son más adaptativas que otras.

Teoría darwinista y moralidad liberal

¿Es la teoría darwinista de la evolución compatible con la concepción moral del liberalismo clásico? Huelga decir que, para tratar de responder a este interrogante en unos cuantos párrafos, hay que prescindir de los matices. Ellos son los que, por ejemplo, nos dirían en qué consiste exactamente la teoría moral del liberalismo clásico; una cuestión nada pacífica. Parece por ello más razonable empezar por considerar si la teoría de la selección natural deja sitio para alguna concepción moral. Es el camino que sigue Benjamin Wiker, quien empieza por subrayar las dudas que Wallace, co-descubridor de la teoría de la evolución, tenía al respecto. Concretamente, dudaba Wallace de que la selección natural fuera suficiente para explicar la singular evolución del ser humano; es sabido que Darwin discrepa y desarrolla sus tesis en The Descent of Man, donde intenta dar cuenta de cómo la moralidad humana puede ser explicada como efecto de la selección natural[10].

Para Darwin, aunque no somos seres naturalmente sociales, el rasgo social fue seleccionado de manera natural por sus efectos beneficiosos. ¿Cómo? Mediante el conflicto y la extinción, que es como opera la selección natural; sólo la presión evolutiva ligada a la supervivencia hace posible la mejora de las distintas especies. Por eso Peter Sloterdijk, en una de sus felices formulaciones, ha dicho que la biología es una «tanatología»: título justificado si tenemos en cuenta que el 90% de las especies que han pisado la tierra se han extinguido[11]. Ahora bien, la evolución no persigue rasgos concretos, sean morales o no: su «objetivo» es la supervivencia del más apto en un entorno determinado, en función de las rivalidades allí vigentes. Wiker señala las implicaciones de esta ceguera normativa: «Una monogamia estricta puede contribuir a la supervivencia bajo determinadas (raras) circunstancias, pero en muchas otras la poligamia contribuirá a la supervivencia de una tribu mediante la propagación de sus mejores miembros. No juzgamos los mores, la moralidad, de una sociedad particular a partir de un estándar situado fuera de la selección natural».

Y ello porque, aunque proteste Kant, no habría estándares morales: estos se encuentran en perpetuo proceso de cambio, debido a que son las condiciones ambientales existentes las que determinarán su validez o invalidez. El razonamiento recuerda mucho al que planteaba Maquiavelo para fundamentar la autonomía de la esfera política respecto de la esfera moral: será bueno aquello que permita al príncipe alcanzar o conservar el poder, malo aquello que cause el efecto contrario[12]. No hay así nada bueno o malo por sí mismo: el asesinato o la piedad religiosa pueden ser buenos o malos según cuáles sean las circunstancias. El juicio moral se ha sustraído en ambos casos, porque se entiende que las acciones humanas y los principios que las guían o influyen responden a una lógica extramoral: la lucha por la supervivencia en un caso y la lucha por el poder en otro.

Pero Darwin incurre en una aparente contradicción cuando afirma que el rasgo evolutivo más importante es la simpatía o compasión, que también podría equivaler al altruismo. En el desarrollo de la compasión leía Darwin algo parecido a un progreso moral. La contradicción estribaría en que esa elevación moral sólo puede confirmarse mediante la futura extinción de los pueblos menos civilizados. Sin embargo, pese a que la compasión puede ser preferible a la ausencia de compasión, este rasgo no posee prioridad natural alguna: será potenciado o abandonado en función del contexto o entorno en que opere una población determinada. ¡De poco sirve la compasión en plena guerra! Aunque tampoco esto es un dogma indiscutible: hay teóricos de la cooperación, como Robert Axelrod, que explican su emergencia como el producto de un sencillo cálculo sobre el futuro, que arroja así su «sombra» sobre el presente: el altruismo nos conviene como regla general para ser más adelante beneficiarios del mismo[13].

En cualquier caso, el argumento de Wiker es que la ceguera moral de la teoría de la selección natural conduce a su incompatibilidad con cualquier teoría moral, incluida la del liberalismo. La cuestión pasa entonces a ser si la idea darwinista de la moral puede encajar con estándares morales objetivos que no cambien cuando cambien las condiciones ambientales. Y la respuesta, su respuesta al menos, es que no. Lo que terminaría por dar la razón a Wallace, que demandaba tomar en consideración el factor humano –lenguaje, símbolos, representaciones: cultura– a la hora de explicar la evolución del ser social por antonomasia. En definitiva, pues, no parece que la moralidad del liberalismo tenga nada de «natural». Sería, por el contrario, una formulación cultural.

Evolución darwinista y mercado liberal

En segundo lugar, ¿puede establecerse una correspondencia entre la teoría darwinista de la evolución natural y el argumento liberal sobre el funcionamiento del mercado? Eso es lo que ha defendido el pensador británico Matt Ridley, entre otros, en los últimos años. Su hermosa tesis –si la inexactitud puede ser bella– dice así: «El intercambio es a la evolución cultural lo que el sexo a la evolución biológica»[14]. Habría así una simetría entre el argumento de Adam Smith sobre la mano invisible del mercado y la teoría darwinista de la evolución: Darwin, dice Ridley, defenestra a Dios; Smith había defenestrado al gobierno. Obsérvese que el argumento de Ridley intenta trascender esa asimilación del concepto tradicional de la selección natural y la teoría de la acción social propia del mercado competitivo que Marshall Sahlins ha denunciado como un «abuso» de la biología; un abuso, se entiende, ideológico[15]. Ridley habla de intercambio y evolución cultural, no de libre mercado y desarrollo económico; aunque establece una analogía entre los mecanismos de mercado –competencia entre ideas, empresas, productos– y el mecanismo de la selección natural.

Nos encontramos aquí con un problema de partida, a saber: una lectura inexacta de Smith. Algo, por lo demás, nada sorprendente: la esfera pública está llena de malos chistes sobre la índole de su célebre «mano invisible». En realidad, Smith no sostenía que el mercado emergía mágicamente del caos, a la manera de un mecanismo evolutivo, sino que el interés privado de los agentes económicos es conducido «como por una mano invisible» a producir beneficios sociales más amplios que no forman parte de sus propósitos, todo ello en el contexto de un marco institucional, legal y cultural específico. ¡Es una metáfora, no una extremidad divina! Para Smith, en fin, necesitamos imperio de la ley, tribunales independientes, derechos civiles[16]. Algo que no debería sorprendernos si recordamos su interés por los sentimientos morales y su conocida cautela acerca de las razones del carnicero para vendernos un buen producto: su interés en que volvamos. Se trata de un tema clásico en el pensamiento del siglo xviii, inteligentemente desmenuzado por Albert Hirschmann en su también célebre estudio sobre las pasiones y los intereses: los liberales clásicos buscaban crear el contexto institucional adecuado para que las primeras se convirtieran en los segundos, canalizando así culturalmente los impulsos egoístas humanos[17]. Y, de paso, controlando a los gobiernos y limitamos de facto su poder.