Más interesante es la analogía que puede construirse a partir de las intuiciones de Friedrich Hayek sobre los órdenes espontáneos, cuya naturaleza misma impediría que puedan ser gobernados por una instancia inteligente. Para el pensador austríaco, la economía y la biología revelan por igual que los órdenes no diseñados pueden superar cualquier plan humanamente concebido. De ahí el fracaso de la planificación socialista frente al mercado libre, o al menos semilibre. No obstante, Hayek admite que la evolución cultural es más lamarckiana que darwiniana, por cuanto las costumbres morales pueden ser transmitidas generacionalmente. Recordemos que Hayek plantea un argumento epistémico en defensa del mercado, cuya máxima puede enunciarse en un solo mandato: «No puede planearse lo que no puede conocerse»[18]. Y lo que no puede conocerse es el valor subjetivo que los distintos agentes económicos atribuirán a los bienes de mercado, cuya expresión no es otra que el precio, unidad de información sin la cual ningún mercado puede funcionar. Pocas dudas caben de que Hayek pone sobre la mesa la explicación definitiva, o casi, sobre el funcionamiento del mercado.

 

Pero cuando Hayek habla de «orden», como muestra Jay Richards, su argumentación es más débil. Ante todo, porque no está claro que la ciencia moderna postule que el orden emerja del caos; más bien, parece que se requieren condiciones muy precisas para que esa emergencia tenga lugar[19]. Y lo mismo puede decirse del darwinismo: su mecanismo selectivo presupone ciertas condiciones, a fin de que la complejidad adaptativa pueda aparecer en ausencia de un diseño exterior. Otra posibilidad, más verosímil, es que tanto los mercados como los sistemas biológicos sean órdenes superiores que emergen de órdenes inferiores: espontáneos, emergentes, no planificados. El razonamiento no deja de ser intuitivamente plausible, pero técnicamente impreciso. Así, según Richards: «Deberíamos reconocer que hay diferencias cualitativas entre distintos tipos de orden. En particular, no tenemos razones para asumir, menos aún exigir, que el tipo de orden que encontramos en la esfera económica sea el mismo que, o análogo a, los órdenes que encontramos en los sistemas físicos o biológicos. […] En la economía, tratamos con agentes humanos, instituciones, convenciones. Los agentes tienen intenciones, propósitos, diseños. Y al menos algunas de las instituciones y convenciones bajo las que operan han sido intencionalmente diseñadas».

Eso no implica que la distinción entre orden inferior y orden superior sea inadecuada; pero sí que las diferencias cualitativas entre los elementos biológicos o físicos y los humanos son tan relevantes que arruinan la analogía, o cuando menos aconsejan mantenerla en el plano metafórico. Dicho esto, la analogía entre selección natural y competencia económica y cultural no es descabellada: en ambos casos, sobrevive el más «apto». Y lo hace mediante un proceso ciego, esto es, no dirigido por ninguna instancia superior. Pero la analogía no es identidad: los consumidores poseen información imperfecta, no deciden racionalmente, algunas empresas aprovechan su posición oligopólica. Además, el mercado requiere ciertas condiciones institucionales para funcionar eficazmente.

Pese a lo cual, la analogía es verosímil, pudiendo extenderse a otros rasgos del proceso de mercado: la generalización de las innovaciones exitosas en la gestión empresarial o el marketing, una vez comprobada su ventaja competitiva; o la sensibilidad de empresarios y consumidores a los cambios en el hábitat económico, en este caso representados por decisiones políticas (que modifican las condiciones de mercado) o disrupciones tecnológicas (que cambian los equilibrios de fuerza en su interior). Así, las empresas redirigen su inversión a la vista de las novedades fiscales o regulatorias, los consumidores se reorientan al mercado negro si las importaciones de bienes son controladas estatalmente, o las pequeñas empresas buscan convertirse en proveedoras estables de las grandes para sobrevivir. Sin embargo, aunque el mercado funcione aproximadamente como el mundo natural, no es el mundo natural, sino el producto social de una especie excepcional que, sin dejar de ser especie animal, ha evolucionado hasta convertirse en algo distinto.

Modos de ser (humanos)

Ahora bien, resultaría igualmente precipitado concluir –a partir de la respuesta negativa que hemos dado a estas preguntas– que las instituciones liberales no son especialmente adaptativas. Quizá hablar de la naturaleza humana, a lo grande, sea inapropiado; hablemos, entonces, del modo de ser de la especie. Todas las especies tienen un modo de ser y, aunque la humana demuestre poseer una relativa plasticidad, exhibe ciertos rasgos específicos que nos permiten explicar –en parte al menos– su desenvolvimiento histórico. En esencia, el ser humano posee lenguaje y, con él, la capacidad de crear conceptos abstractos, así como de acumular una información transmisible –esto es capital– entre miembros de una misma generación y entre distintas generaciones. Esto hace que la capacidad humana para crear su propio nicho biológico carezca de parangón en el reino animal; el ser humano es aquel que transforma el medio ambiente hasta convertirlo en su medio ambiente.

Para Erle Ellis, activo biólogo en el estudio del Antropoceno, no podemos explicar el cambio ecológico global sobre la base de que los seres humanos solo se adaptan a las condiciones ambientales existentes, sin poder alterarlas[20]. Más bien sucede lo contrario, por razones sociales y culturales antes que puramente biológicas. Por eso él propone una «antroecología» que dé cuenta del papel humano en el desarrollo de los sistemas ecológicos. En cuanto a lo que nos interesa, Ellis –que defiende la co-evolución de los genes y la cultura– subraya la importancia del comportamiento imitativo entre los seres humanos, que se suma a otros dos rasgos excepcionales: la ya mencionada capacidad para acumular y transmitir información mediante el lenguaje; y la capacidad también única para formar y sostener vínculos no parentales, lo que nos convierte en una especie «ultrasocial». Sobre esa capacidad imitativa también han llamado la atención, entre nosotros, los Castro Nogueira con su tesis del homo assessor. Al mismo tiempo, la organización social que de aquí resulta es poderosamente dependiente de su tamaño y densidad, lo que explica que las sociedades grandes tiendan a alterar o destruir a las pequeñas. Y explica, también, que una comunidad aislada de las demás pueda preservar formas tradicionales o primitivas de organización social.

Aunque el asunto tiene muchos matices, estas pinceladas pueden bastarnos para bosquejar la solución a la que habíamos hecho referencia más arriba. Y es que si bien la teoría de la evolución no constituye un fundamento adecuado para explicar la preponderancia –por lo demás nunca asegurada– de las instituciones liberales, sí parece razonable pensar que éstas, o al menos algunas de éstas, se adaptan especialmente bien a determinados rasgos de la especie que resultan cruciales para explicar su –nuestra– evolución histórica. Pensemos en la ultrasocialidad humana y en la capacidad para crear conceptos abstractos y producir conocimiento, así como en la facultad de acumularlo y transmitirlo. ¿No tendría sentido que prevaleciesen aquellas instituciones que potenciasen esos rasgos, en lugar de aquellos que tiendan a reprimirlos? Si el ser humano, por ejemplo, tiende a especializarse en función de sus habilidades y su entorno, el intercambio de los distintos bienes o habilidades así producidos se antoja más «natural» que lo contrario.

Parece así plausible afirmar que el conjunto de derechos y garantías instituidos por el liberalismo clásico –desde el imperio de la ley a los derechos civiles, incluidos los derechos al libre pensamiento y la libertad de expresión, junto con la regla general del libre intercambio de ideas y bienes– sirven mejor a los rasgos esenciales de la especie que su contrario. Bien mirado, ésa es seguramente también la razón de su aparición y prevalencia, de manera que son tanto mecanismos potenciadores del modo de ser de la especie –para bien y para mal– como productos históricos del mismo. Sujetos, faltaría más, a toda clase de variaciones culturales y contestaciones ideológicas, que permiten reconocer la autonomía relativa de la esfera cultural (como propiedad emergente propia de la especie) y la fuerza de otras propensiones humanas contrarias a esas instituciones: desde el tribalismo que desemboca en nacionalismo o populismo a una necesidad de orden que restringe los intercambios mercantiles o expresivos e incluso la propia libertad individual. Si las instituciones liberales fuesen las únicas que permiten la vida sostenida en sociedad, no existirían otras. Pero no es el caso.

Resulta así inexacto describir las instituciones liberales como «naturales», porque una afirmación semejante se enfrenta a fuertes objeciones metodológicas tanto como a la fuerza descalificadora de los múltiples ejemplos que pueden aducirse en sentido contrario. A su vez, empero, no deja de ser cierto que esas instituciones han exhibido –tras un prolongado período de prueba y error en el laboratorio de la historia– notables virtudes adaptativas: han servido especialmente bien a los fines de propagación y mejoramiento de la especie, así como a una gradual pacificación de las relaciones entre individuos y grupos. Esa misma historia nos va ofreciendo así, como partera dolorosa, un conjunto de evidencias acerca de qué instituciones, normas y arreglos han funcionado mejor para solucionar distintos problemas sociales. Su difusión, aunque nada pacífica, puede explicarse fácilmente. Pero sin olvidarnos de esos otros rasgos innatos que se oponen a las soluciones liberales; sobre todo, aquellos que remiten al tribalismo en todas sus versiones. A fin de cuentas, la capacidad humana para la imitación también ha desembocado en episodios de violencia colectiva. También esta, cabe temer, es natural.

En suma, se trata de evitar dos riesgos opuestos pero frecuentes. Por un lado, negar todo papel a los rasgos innatos de la especie en su desenvolvimiento histórico; por otro, incurrir en una sobredeterminación biologicista que ignore la variabilidad que exhibe la evolución cultural y su consiguiente influencia, a modo de loop, sobre nuestro equipaje genético. En otras palabras, hemos de reconocer simultáneamente la plasticidad del ser humano (en relación con su entorno y sus propias representaciones culturales) y la importancia de sus rasgos innatos (como especie ultrasocial que transforma su entorno al adaptarse a él). Este funambulismo teórico dejará insatisfechos a quienes esperan respuestas definitivas que inclinen la balanza hacia uno u otro lado de la divisoria ideológica. Ocurre que la ciencia, natural o social, debe ser cuidadosa cuando trata de dar cuenta de los porqués de la vida individual y colectiva: es mucho, aún, lo que ignoramos. Pero tampoco podemos ignorar lo que sabemos.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]

NOTAS
1 Peter J. Bowler, Evolution. The History of an Idea (edición revisada con motivo de su vigésimo quinto aniversario),
University of California Press, Berkeley, 2009, p. 7.
2 Jonathan Haidt, The righteous mind. Why good people are divided by politics and religion, Penguin, Londres y Nueva York, 2012; Joshua Greene, Moral Tribes. Emotion, reason, and the gap between us and them, Atlantic Books, Londres, 2013; Steven Pinker, The Blank Slate. The Modern Denial of Human Nature, Penguin, Londres, 2003.
3 Emily Singer, «New Evidence for the Necessity of Loneliness », Quanta, 10 mayo 2016.
4 G. A. Mathews et al., «Dorsal Raphe Dopamine Neurons Represent the Experience of Social Isolation», Cell, 11 febrero 2016, 164(4), 617-631.
5 Erle C. Ellis, «Ecology in an anthropogenic biosphere», Ecological Monographs, 85(3), 2015, 287-311.
6 En Aurora. Pensamientos sobre los prejuicios morales, Biblioteca Nueva, Madrid, 2000.
7 Steven Pinker, The Better Angels of Our Nature, Penguin, Londres y Nueva York, 2012.
8 Manuel Arias Maldonado, La democracia sentimental. Política y emociones en el siglo XXI, Página Indómita, Barcelona, 2016.
9 Steven Loman y Philip Fernbach, The Knowledge Illusion: Why We Never Think Alone, Riverhead Books, Nueva York, 2017.

10 Benjamin Wiker, «Is Darwinism Compatible with Classical Liberalism’s View of Morality?», en S. Dilley (ed.), Darwinian Evolution and Classical Liberalism, Lexintong Books, Lanham, 2013, 31-48; Charles Darwin, The Descent of Man: Selection in Relation to Sex, Penguin, Londres, 2004.
11 Peter Sloterdijk, Has de cambiar tu vida, Valencia, Pre-Textos, 2013.
12 Nicolás Maquiavelo, El príncipe, Austral, Madrid, 2012.
13 Robert Axelrod, The Evolution of Cooperation, Basic Books, Nueva York, 2009.
14 Matt Ridley, The Rational Optimist. How Prosperity Evolves, Fourth State, Londres, 2010, p. 46.
15 Marshall Sahlins, The Western Illusion of Human Nature, University of Chicago Press, Chicago, 2008.
16 Adam Smith, La riqueza de las naciones, Alianza, Madrid, 2011.
17 Albert Hirchsmann, The Passions and the Interests. Political Arguments for Capitalism before Its Triumph, Princeton University Press, Princeton, 1977
18 Friedrich Hayek, The Fatal Conceit, University of Chicago Press, Chicago, 1989, p. 85.
19 Jay W. Richards, «On Invisible Hands and Intelligent Design: Must Classical Liberals Also Embrace Darwinian
Theory?», en S. Dilley (ed.), Darwinian Evolution and Classical Liberalism, Lexintong Books, Lanham, 2013, 69-92.
20 Erle C. Ellis, «Ecology in an anthropogenic biosphere», Ecological Monographs, 85(3), 2015, 287-311.