La vieja separación Oriente-Occidente remite a formas distintas de acceso final a lo invisible. Nuestra elección de haiku, soleá o greguería se debe a su base en lo visible y a su despegue en palabras de uso, en su disposición a un lenguaje total a partir de ellas: potenciación de todo lo que hay en el habla, si volvemos a Coseriu, o al Romanticismo europeo del que surge la poesía contemporánea en español.
A partir del mundo concreto, conocido, físico, se llega a lo que sólo es posible en nuestra mente o en nuestro sentimiento gracias a combinaciones imprevistas, imágenes, exageraciones, humor, metáforas. La imaginación es capacidad de reordenación. A partir de cosas y palabras usuales la poesía hace ver, crea expresiones. No es sólo una invención: para la literatura es el territorio de la libertad, y es muy importante transmitir a los niños libertad. Lo imprevisto de la poesía (como del humor y del amor) es el fin sin final de la reorganización imaginativa. En el camino está la magia. Con lo que hay, llegar a lo que no hay, en un viaje de lo práctico a lo inútil pero quizá necesario: «eterna freschezza» (Pound), humor, lenguaje no estandarizado. Lenguaje que no se academiza mediante expresiones fijas, ideas tópicas, sentimientos y rimas previsibles. Según la psicología, existe una etapa en los niños (hasta los siete u ocho años) en la que dotan a todo de espíritu. Esto se denomina animismo y consiste, en definitiva, en añadir vida a cosas y seres. Si en poesía queremos tanto apelar a ese animismo infantil como recuperar el nuestro y que, por ejemplo, un gato, un ser que existe, pueda tener posibilidades mágicas o secretas, esto se cumple no sólo en el poema «Poner nombre a los gatos», de Eliot, sino de golpe en las greguerías, y en general en toda gran literatura. «Poner nombre a los gatos» es una portentosa capacidad de reordenación: a partir de lo que existe, el texto reorganiza, descubre posibilidades nuevas. Algo que nos lleva a lo imprevisto. En esto la poesía es como el humor. Puede estar presente en obras trágicas (por ejemplo, en Shakespeare) que, gracias a eso, no se limitan a su argumento más o menos previsto. Todo puede empezar por la operación minuciosa de nombrar: poner nombre no habitual a los gatos y, a partir de ahí, saber que «si descubrís que un gato está muy pensativo, / sin duda va a haber siempre un único motivo: / estará ensimismado», etcétera.
Lo que llamamos —con Octavio Paz (1994) y amparados en el lenguaje contradictorio de los dramas de Shakespeare— «rumor de la tragedia» no consiste en amargar la vida a los niños con un texto trágico, pero sí que se deje ver que no todo es felicidad o alegría. Que haya juego en todos los sentidos no implica que olvidemos que la literatura nos toca también en la intensidad del misterio de vivir, el dolor, el olvido, el enigma. La literatura anima a tratar todo eso como transfiguración en ritmo, en música, en imagen, y así hacerlo, quizá, más soportable, más «convivible». Hablamos de rumor de la tragedia en cuanto que la existencia tiene problemas, entre ellos el sentimiento de que nacemos para morir, hay muchas injusticias, gente que lo pasa mal. El niño debe ser consciente de la realidad de su entorno. La manera de estar sano mentalmente es que sea consciente del rumor trágico de la existencia. No es un mensaje explícito. Al hablar de inocencia hemos de tener en cuenta que está más en el receptor que en el texto, puesto que éste no es inocente por sí solo. Este término podría ser modificado con decir, como viene a hacer Wilde en toda su obra, que la literatura está por encima del bien y del mal. El ser humano puede disfrutar en gran medida con cuentos basados en el mal. La literatura va más allá de la moral, porque ésta pertenece al mundo práctico. El niño en el mundo concreto debe saber distinguir entre el bien y el mal, pero, en literatura, esta capacidad de discernir es casi indiferente. Nos encontramos en otra dimensión («No existen libros morales o inmorales; los libros están bien o mal escritos», dijo, de hecho, Wilde). Quizá el mal más asequible, más compartible por niños y adultos, sea sencillamente el enigma. Nada de esto quita que en nuestro intento de definición de lo literario para niños y adultos dejemos que entre la posibilidad de visualizar éticamente las cosas y los seres y los hechos.
Un texto poético contemporáneo, en la amplitud en que abordamos esto, no será explícitamente sapiencial, pero de su materia se pueden desprender estímulos éticos, aunque sólo sea el de que merece la pena renovar las cosas y las palabras para nombrarlas y combinarlas en vida autónoma de canción o de cuento. Puede tratarse de lo implícito de un camino de vuelta de lo imaginario a lo vital, a un aprendizaje para la vida. La poesía, aunque sólo por su euforia formal, hable de lo que hable, nos enseña algo sobre nosotros mismos y el mundo. El proceso es, pues, bidireccional: del mundo práctico o verificable al mundo literario y viceversa. La poesía es didáctica en sí, aunque no trate de enseñar nada, y ojalá no lo trate. Aquí quedaría fuera lo más o menos explícito argumental del refrán o máxima o perfil de autoayuda o del eslogan (etimológicamente, «grito de guerra»), pero no siempre su forma. Hay refranes y eslóganes que casi escapan por su belleza a lo explícito de su consejo, como el refrán alemán que es endecasílabo español que dice que «Los árboles impiden ver el bosque». También hay niveles y ha habido etapas: en lo formal, etapas de rima mnemotécnica para afianzar el consejo o conseja familiar, social, etcétera; en lo argumental, etapas en que el texto da respuestas, ayuda a saber lo que tienes que pensar con mayor extensión frente a la sutileza del texto que se formula como pregunta («¿Te gusta conducir?») o como consejo indefinido que apunta al ánimo («Just do it»), todo ello como signo de un avance en la confianza —literaria— en la inteligencia del espectador. Del espectador sin edades, salvo para obtener el permiso de conducir; lo que demuestra que la poesía es mucho más avanzada que la organización normal de la vida práctica.
Nada de esto será efectivo si no hay una motivación previa al texto, un camino de mediación entre la vida práctica y la literatura. No se trata de empezar a leer directamente. Si la poesía de poema o de narración es potencia del habla, hay que hablar antes, apelar al mundo de los destinatarios, niños o adultos, y conectar ese mundo con lo que vamos a leer. Tampoco hay que explicar —horror— el texto. Hay que motivar previamente para preparar la aparición de esa pieza que se explica por sí sola. Predisponer a la producción de la magia literaria. Conectar la realidad del alumno con la irrealidad o inutilidad gustosa, por potente, por liberadora, de la literatura. Si volvemos al poema de McGough, normalmente, los robos son de cosas, no del ruido que hacen esas cosas. Si conviene no empezar a leer directamente, ni a jugar directamente, el texto literario se presta a que una sola pregunta previa anime y justifique tanto la lectura como el juego que pueda propiciar. Un poco antes del texto, la vida da pistas, averigua en nosotros la necesidad de leerlo. A veces basta con una frase que apele a la vida concreta de los niños o adultos para animar al juego literario. Puede que exista también un modo de motivación posterior al texto y que éste sea sin más la repetición del texto.
La repetición, a diferencia de su efecto en lo informativo que quizá aclare el significado, en lo literario potencia el sentido. La repetición del texto completo o de fragmentos, aunque sea en el juego, potencia un buen texto. El texto sólo informativo, una vez aclarado, tiene entre sus condiciones la de cansar por repetición. El ritmo —incluido o sobre todo el de la prosa— permite la posibilidad de la memoria explícita. Ya hemos dicho que en los niños, y añadamos que en los adultos, hay una corta capacidad de atención práctica y una mayor capacidad de jugar largamente con algo breve. No hay más que pensar en Facebook. Lo reiterativo no sólo no sacia, sino que potencia. El niño y el adulto conocen el recorrido. Suelen entonces disfrutar del modo: de lo inútil, de la sustancia musical. Es una de las grandes virtudes del arte: puede ahondar en sí mismo. El arte evoluciona en nosotros. La memoria tiene una doble vertiente: una, la que ocupa a lo que hemos llamado mnemotécnica, que las palabras se queden en la cabeza y en el corazón. Otra, musical. (Apuntemos, de paso, lo deseable que sería que los escritores de poemas con rima, niños o adultos, aprendieran qué distancia mental no chirriante introduce en la repetición la rima no categorial, no de sustantivo con sustantivo o de verbo con verbo: la que combina finales de palabras de categorías gramaticales distintas como otro resorte hacia conexiones mentales).