POR ÁLVARO GARCÍA
Hace ya mucho, J. M. Carandell (1976) razonó de manera no aberrante que la literatura infantil «es una aberración». Por contundente y memorizable, la frase corría el riesgo de ir despojándose de matices que la seguían y ser recordada suelta, injustamente. La literatura infantil, venía a decirse, es aberrante si sólo es infantil y no es ante todo literatura.

Ya que la definición de lo literario resulta tan difícil de dar como fácil de manejar a partir de cierto trato con la materia en sí, convengamos de entrada en que, además de progresar y eliminar sus propios condicionantes históricos, la humanidad alcanza a quedarse a veces con una magia intemporal, un efecto que no necesita acotar la edad o el siglo de los lectores.

La condición de lo compartible por las edades, o de la negación literaria de las edades, anularía resmas de literatura infantil que, a poco que tratemos de releer, resultan hoy un achicar la voz para achicar el mundo a la supuesta medida de lectores sin derecho a cosas potentes en un lenguaje potente. Declaraciones más autorizadas que la nuestra tanto por la didáctica de la literatura como por la literatura misma ven en ese achicar la voz y las cosas un lenguaje «estandarizado» (Colomer, 2000, 7), un «rebajarse hasta el nivel del niño» sin «ofrecerle una particular visión del mundo que pueda ser compartida entre autor y destinatario», ya que parece que, «para dedicarle la poesía al niño, ellos mismos como creadores deben ponerse de rodillas o hablarle con voz meliflua» (García Padrino, 1991, 83), adoptar «voz de falsete» (Delibes, 1994, 16) o un enfoque «que, a veces, resulta insultante, porque son textos completamente triviales» (Cerrillo, 2001, 82) y renuncian a ponerse —quizá más gravemente en el caso de la poesía— «en contacto con lo desconocido» (Ferrán, 1991, 61).

Esto de lenguaje potente y literatura debería ser una redundancia; pero, ante este panorama crítico que podríamos ampliar a otros países, como refleja un libro de Harold Bloom (2001), dudaremos que haya esa redundancia en punto a ingentes cantidades de literatura infantil actual —especialmente poemas, y entre las excepciones en España algunas obras publicadas por la editorial Hiperión y poco más—. Si hablamos de lenguaje que potencia todas las posibilidades del lenguaje práctico o de uso y sus combinaciones imprevistas, a su vez potenciadoras, la poesía infantil debería llevar más lejos que ningún otro género las posibilidades latentes en la vida y sus palabras e imágenes. El lenguaje de la poesía es menos útil que otros, salvo para combinar imprevistamente ráfagas de conciencia y de realidad que crean, puestas así a convivir, una especie de realidad exenta y con frecuencia más duradera que la realidad y la conciencia originarias que se prestaron a ser materia en bruto, condicionadas, ellas sí —realidad y conciencia—, por la edad y el resto de circunstancias existenciales acotadoras o acogotadoras.

Fue Coseriu (1977 y 2003) quien nos enseñó que no es que el lenguaje de la poesía sea una derivación del lenguaje práctico, sino al contrario: el lenguaje de uso es una derivación del lenguaje absoluto, del lenguaje que tratamos de definir aquí de entrada como potente. Recuperar esa potencia, ante lectores o a cargo de autores de cualquier edad —literatura infantil es también la escrita en la infancia—, requiere que cada una de las posibilidades del hablar normalmente —verdad, mentira, exageración, precariedad, humor, juego sonoro, juego de concepto— pueda ser llevada a sus máximas consecuencias y puesta a convivir en el texto con la aceleración mental y física de todas las demás posibilidades. Así puede entenderse que en punto a poesía infantil en el aula —escolar o universitaria— deban estar unidas la idea y la práctica, incluida la de la escritura.

En un experimento pensado y aplicado para dar Lectura y Literatura Infantil en la Universidad de Málaga, he propuesto durante años, con cierto éxito, leer y escribir (escribir o reescribir a partir de lo leído) textos que no tienen por qué ser oficialmente «infantiles». Tal vez firmar esto en condición docente e investigadora «asociada», siquiera de modo administrativo al ejercicio «profesional» de la literatura, no sea más que afirmarlo. La propuesta, ya digo, es al menos fruto de una experiencia y una experimentación. Incluso si descartamos por dudosa toda «profesionalidad» en literatura, ofreceríamos aquí lo empírico anual de una motivación para futuros motivadores: cómo he tratado de motivar con la poesía infantil a estudiantes de Magisterio de primaria, que obviamente no están en su primaria. Hay una necesidad, motivémonos todos: es imposible llegar a la motivación poética infantil si antes el joven alumnado no ha sido motivado en su vida no ya con la poesía, sino con la literatura. Quien ha probado a acercar lo literario a alumnos universitarios, algo más serio y durable que el habitual «acercar la literatura» a ellos con rebaja de complejidad —puede que otro tipo de «falsete» o «voz meliflua» o «lenguaje estandarizado», y aún más prestigiado socialmente—, ha intuido que lo ideal será cifrar y encontrar juntas todas las condiciones de lo literario en textos que puedan motivar y gustar a cualquier lector de cualquier edad, comenzando por el docente y los futuros docentes.

Si empezamos a concretar, hallamos ese carácter híbrido, universal entre edades, en textos como los poemas «El coleccionista de sonidos», de Roger McGough; «Poner nombre a los gatos» de T. S. Eliot; «Al lector», de Stevenson, o «La playa larga», de Jaime Ferrán, pero también (si ampliamos el concepto de lo poético) en óperas como La flauta mágica, en narraciones como Alicia en el país de las maravillas y en el noventa por ciento de las greguerías, soleares, haikus, relatos, limericks, microrrelatos, dramas, canciones, series, eslóganes, películas, jingles, textos de videoclip, perfiles de red social y selfies literarios. Una vez liberados, capaces de apreciar lo poético en diversos formatos, sólo habrá limitaciones que evitar dentro de ellos. La peor limitación, en literatura infantil, hemos visto que quizá sea la primacía de lo superficial, de lo ñoño: creer que hay que limitar el campo de acción a lo ligero de forma o de fondo.

¿Por qué no leer o escribir, en todo caso, algo ligero de forma, pero no de fondo? No existen muchos poemas infantiles como los aludidos de Eliot o de Roger McGough (o los viejos de Edward Lear), donde las cosas concretas, y no sólo su aspecto visual, sino también su sonido y su tacto, se abren a lo inconcreto. En las fijaciones y oscilaciones de los versos del poema de McGough y de uno de Stevenson mucho mejor que los demás poemas infantiles del autor escocés, en esas fijaciones y oscilaciones lo cotidiano queda ante el vacío que nos amenaza y nos potencia. Es la clave de que estos y los otros poemas que aludimos (no repetiremos aquí el de Eliot, por sobradamente conocido y del que hemos dado traducción en 2014), recitados, puedan ser inquietantes. La literatura, seamos niños o adultos, no debe dejarnos igual que estábamos:

 

EL COLECCIONISTA DE SONIDOS

 

Hoy llegó un desconocido

vestido de negro y gris.

Empaquetó los sonidos

y se los llevó de aquí.

 

El hervir con un silbido.

El cerrarse el pasador.

El ronroneo del gatito.

El tictac del reloj.

 

El salto de la tostada.

El crujir los cereales.

Al untar la mermelada,

el áspero ruido que hace.

 

El chupchup de la cazuela.

El tintineo del horno.

El borboteo en la bañera

al llenarse poco a poco.

 

El golpeteo del agua

de la lluvia en el cristal.

Cuando se hace la colada,

el glugú del desaguar.

 

El llanto del niño chico.

La silla cuando la arrastro.

De la cortina, el chirrido.

El crujir de los peldaños.

 

Alguien vino esta mañana

sin decir su identidad.

Nos dejó sólo el silencio.

La vida no será igual.[1]

 

Los alumnos de Magisterio de primaria son adultos que quieren aprender a enseñar literatura. Su profesor universitario no puede a su vez motivarse para motivarlos si la materia es propia de un apartheid de lenguaje y de contenido que a él lo deja fuera de la emoción lectora. ¿Cómo evaluará sin devaluar las condiciones del gran pacto literario? En el campo de acción del experimento cuyos aspectos propongo aquí, el examen no puede ser sino una miniclase de literatura que dé cada uno de los estudiantes y con los requisitos de un baremo que aspira a coincidir con cierto decálogo aproximado acerca de lo literario o lo poético. Aplicar ese posible decálogo, darle vueltas, llevarlo a las propias vidas y a textos deseablemente propios; profundizar en cada uno de los diez aspectos y agilizarlos con la práctica, parece que en mi aula no sólo ha ayudado a saber dar clases de literatura activa: ha logrado al fin lectores entusiastas. A falta, si se quiere, de definiciones que por apriorísticas u ontológicas pudieran antojarse «aberrantes», el baremo incluye, por un lado, características del texto y, por otro, estrategias de motivación. Las características del texto que en esta experiencia y análisis trata de motivar a adultos con literatura que —ya ésta u otra— motivará a niños son: brevedad, base en lo conocido de fondo y forma, vuelo imaginativo, rumor de la tragedia y cierta ética implícita. Las de su didáctica, motivación previa, repetición, improvisación, juego y escritura literaria.